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Authors: Angie Sage

Septimus (20 page)

—Stanley —había dicho su mujer, Dawnie, señalándole con el dedo—, si yo fuera tú no me mezclaría demasiado con ellos, los magos. ¿Te acuerdas del marido de Elli, que acabó embrujado por aquella pequeña maga gorda en la torre y terminó atrapado en el estofado? No regresó hasta al cabo de dos semanas y volvió en un terrible estado. No vayas, Stanley. Por favor.

Pero Stanley se había enorgullecido en secreto de que la Oficina de Raticorreos le hubiera pedido que saliera para un trabajo en el exterior, en concreto para un mago, y se alegraba de haber cambiado de trabajo. Se había pasado una semana llevando mensajes entre dos hermanas que se estababan peleando. Los mensajes se habían vuelto cada vez más cortos y más groseros, hasta que el trabajo del día anterior había consistido en correr de una hermana a otra y no decir nada en absoluto, porque cada una quería decirle a la otra que ya no le hablaba. Se sintió extraordinariamente aliviado cuanando su madre, horrorizada por la enorme factura que había recibido de la Oficina de Raticorreos canceló el encargo.

Así que Stanley le había dicho con gusto a su esposa que, si lo necesitaban, tenía que acudir

—Al fin y al cabo soy —le notificó a Dawnie— una de le las pocas ratas confidenciales de larga distancia del Castillo.

—Y una de las más tontas —le había replicado su mujer.

De modo que Stanley se sentaba a la mesa entre los restos de la más extraña cena que hubiera comido nunca; y escuchaba a la sorprendentemente gruñona maga extraordinaria decirle a un mago ordinario lo que tenía que hacer. Marcia dio un golpe de libro sobre la mesa que hizo trastabillar los platos.

—He estado repasando
la eliminación de la Oscuridad
de Zelda; me habría gustado tener una copia en la Torre del Mago. Es un incunable.

Marcia dió unos golpecitos de aprobación en el libro. El libro la malinterpretó y de repente salió de la mesa y voló de nuevo a su lugar en la montaña de libros de tía Zelda, para irritación de Marcia.

—Silas —dijo Marcia—, quiero que vayas y me traigas otra vez mi manténte a salvo que le presté a Sally, lo necesitamos aquí—

—Muy bien —admitió Silas.

—Debes ir, Silas —añadió Marcia—. Nuestra seguridad podría depender de él. Sin él, tengo menos poder del que pensaba.

—Sí, sí, muy bien, Marcia —repitió Silas con impaciencia, preocupado por sus propios pensamientos sobre Simón.

—De hecho, como maga extraordinaria, te estoy ordenando que vayas —insistió Marcia.

—¡Sí, Marcia, he dicho que sí! Iré. Pensaba ir de cualquier modo —admitió Silas exasperado—. Simón ha desaparecido. Voy a ir a buscarle.

—Bien –contestó Marcia, prestando poca atención, como siempre, a lo que Silas estaba diciendo—. ¿Dónde está la rata?

La rata, aún incapaz de hablar, levantó la patita.

—Tu mensaje es este mago, devuelto al remitente. ¿Lo entiendes?

Stanley asintió con inseguridad. Quería decirle a la maga extraordinaria que aquello iba contra los reglamentos de la Oficina de Raticorreos. Ellos no llevaban paquetes, ni humanos ni de ninguna otra clase. Suspiró. ¡Qué razón tenía su mujer!

—Enviarás a este mago sano y salvo por los medios adecuaos a la dirección del remitente. ¿Lo entiendes?

Stanley asintió con disgusto. ¿Medios adecuados? Supuso que eso significaba que Silas no iba a poder nadar por el río, ni subir a hurtadillas al equipaje del primer vendedor ambulantes que pasase. ¡Genial!

Silas salió en defensa de la rata.

—No necesito que me facturen como un paquete, gracias Marcia. Tomaré la canoa, y la rata puede venir conmigo y mostrarme el camino.

—Muy bien —admitió Marcia—, pero quiero una confirmación del pedido. Habla, Rattus Rattus.

—Sí —afirmó débilmente la rata—. Pedido confirmado.

Silas y la rata mensaje partieron muy temprano a la mañana siguiente, poco antes del amanecer, en la canoa
Muriel I.
El haar había desaparecido durante la noche y el sol de invierno proyectaba sombras alargadas sobre los marjales en la grisácea luz de las primeras horas de la mañana.

Jenna, Nicko y Maxie se habían levantado pronto para despedir a Silas y darle mensajes para Sarah y los niños. El aire de la mañana incipiente era frío y escarchado, y el vaho de su respiración creaba blancas nubes en el aire. Silas se arrebujó en su pesada capa de lana azul y se puso la capucha, mientras la rata mensaje temblaba un poco a su lado, y no solo de frío.

Muy cerca, detrás de ella, la rata oía los horribles ruidos sofocados que emitía Maxie mientras Nicko lo sujetaba fuerte del pañuelo y, como si eso no fuera suficiente, acababa de ver al Boggart.

— ¡Ah, Boggart! —sonrió tía Zelda—. Muchas gracias, Boggart querido, por venir. Aquí hay algunos bocadillos que te darán fuerzas. Los pondré en la canoa. También hay algunos para ti y la rata, Silas.

—¡Oh! Bien, gracias, Zelda. ¿Qué tipo de bocadillos son exactamente?

—La mejor col hervida.

—¡Ah, bueno!, eso es de lo más... amable por tu parte. —Silas se alegraba de haber podido hurtar un poco de pan y queso y esconderlo en la manga. El Boggart flotaba malhumorado en el Mott y no estaba completamente aplacado por la mención de los bocadillos de col. No le gustaba salir durante el día, ni siquiera en mitad del invierno. La luz del sol hacía que los débiles ojos del Boggart le dolieran, y le quemaba las orejas si no iba con cuidado.

La rata mensaje se sentó con tristeza en la orilla del Mott, atrapada entre el aliento de perro a su espalda y el aliento del Boggart delante de él.

—Muy bien —le dijo Silas a la rata—, sube. Espero que quieras sentarte delante. Maxie siempre lo hace.

—Yo no soy un perro —replicó Stanley con desdén— y no viajo con Boggarts.

—Este Boggart es un Boggart seguro —le explicó tía Zelda.

—No existe ningún Boggart seguro —masculló Stanley, pero echó un vistazo a Marcia, que salía de la casa para despedir a Silas, y no dijo nada más; se limitó a saltar con paso rápido a la canoa y a esconderse debajo del asiento.

—Ten cuidado, papá —le dijo Jenna a Silas abrazándole fuerte.

Nicko también abrazó a Silas.

Encuentra a Simón, papá. Y no te olvides de ir por un lado del río si avanzas contracorriente. La corriente siempre es más fuerte en el medio.

—No me olvidaré —sonrió Silas—. Cuidaos el uno al otro y cuidad de Maxie.

—¡Adiós, papá!

Maxie gimió y aulló al ver que para su consternación, Silas se iba sin él.

—¡Adiós! —se despidió Silas mientras pilotaba de modo inseguro la canoa por el Mott, tras la familiar pregunta del Boggart:

— ¿Me seguísss?

Jenna y Nicko vieron la canoa alejarse lentamente por los sinuosos canales, fuera de la amplia extensión de los marjales Marram, hasta que ya no pudieron distinguir la capucha azul de Silas.

—Espero que papá esté bien —dijo Jenna tranquilamente—. No es muy bueno encontrando lugares.

—La rata mensaje se asegurará de que llegue hasta allí —la calmó Nicko—. Sabe que tendrá que rendirle cuentas a Marcia si no lo hace.

Y, mientras Silas se despedía del Boggart al final del Dique profundo y empezaba a remar río arriba de camino hacia el Bosque, aquello fue exactamente lo que hizo la rata mensaje.

En lo más profundo de los marjales Marram, la rata mensaje se sentaba en la canoa supervisando el primer paquete que tenía que entregar. Había decidido no mencionárselo a Dawnie, ni a las ratas de la Oficina de Raticorreos; todo era, suspiró para sí, muy irregular.

Pero al cabo de un rato, mientras Silas lo llevaba, de modo algo errático, a través de los serpenteantes canales del pantano, Stanley empezó a ver que aquel no era un modo tan malo de viajar. Al fin y al cabo, habría hecho de un tirón todo el camino hasta su destino. Y solo tendría que sentarse allí, contar unas cuantas historias y disfrutar del viaje, mientras Silas hacia todo el trabajo.

22. MAGIA.

Aquella noche, el viento del este sopló en los marjales.

Tía Zelda cerró los postigos de madera de las ventanas y cerró con hechizo la puerta de la gatera, asegurándose antes de que Bert estuviera a salvo dentro. Luego caminó alrededor de la casa, encendió las lámparas y colocó velas de tormenta en las ventanas para mantener el viento a raya. Estaba deseando pasar una tarde tranquila en su escritorio, poniendo al día la lista de pociones.

Pero Marcia había llegado primero. Estaba hojeando algunos libros pequeños de Magia y tomando notas afanosamente. De vez en cuando probaba un hechizo para ver si aún funcionaba, y se producía un chasquido y una nube de humo con un olor peculiar. A tía Zelda tampoco le gustaba ver lo que Marcia había hecho con su mesa. Marcia había puesto a la mesa patas de pato para que dejara de cojear y un par de brazos que ayudaban a organizar los papeles.

—Cuando acabes, Marcia, me gustaría recuperar mi escritorio —comentó tía Zelda irascible.

—Todo tuyo, Zelda —respondió Marcia alegremente.

Cogió un pequeño libro cuadrado y se lo llevó junto a la chimenea, dejando una montaña desordenada en el escritorio. Tía Zelda tiró la montaña al suelo antes de que los brazos pudieran cogerla y se sentó a la mesa con un suspiro.

Marcia hizo compañía a Jenna, Nicko y al Muchacho 412 al lado del fuego. Se sentó junto a ellos y abrió el libro, que según Jenna pudo comprobar, se llamaba:

Hechizos seguros y amuletos inocuos para el uso del principiante y de las mentes sencillas

Compilado y garantizado por la Liga de Seguros de los Magos

—¿Mentes sencillas? —preguntó Jenna—. Es un poco grosero, ¿no?

—No prestes atención a eso —le recomendó Marcia—, está muy anticuado, pero los antiguos son siempre los mejores. Bonitos y sencillos, antes de que todos los magos intentaran Poner su nombre a los hechizos solo con retocarlos un poco, que es cuando te dan problemas. Recuerdo que una vez encontré lo que parecía un fácil hechizo para traer. La última edición con montones de amuletos nuevos y sin usar, lo cual supongo, debería haberme servido de advertencia. Cuando una mañana lo usé para traer mis zapatos de pitón, me trajo también una horrible pitón de verdad. No es exactamente lo primero que quieres ver al despertarte. —Marcia estaba ocupada hojeando el libro—. Hay una versión fácil de hazte invisible a ti mismo en alguna parte, la encontré ayer... ¡Ah, sí, aquí está!

Jenna miraba de reojo, por encima del hombro de Marcia, la página amarilla que tenía abierta. Como todos los libros de Magia, cada página contenía un hechizo o sortilegio diferente y, en los libros más antiguos, estaban escritos a mano en varias tintas de extraños colores. Debajo de cada hechizo la página estaba plegada sobre sí misma, formando un bolsillo en el que se colocaban los amuletos. El amuleto contenía la impronta
mágica
del hechizo. Solía ser un trozo de pergamino, aunque podía ser cualquier cosa. Marcia había visto amuletos escritos en trocitos de seda, madera, conchas e incluso tostadas, aunque ese último no había funcionado bien, pues los ratones habían roído el final.

Y así era como funcionaba un libro de Magia: el primer mago que creaba el hechizo escribía las palabras e instrucciones donde tenía a mano. Era mejor escribirlo de inmediato, pues los magos son criaturas notoriamente olvidadizas y también la Magia se desvanece si no la capturas cuanto antes. Así que con toda probabilidad, si están en medio del desayuno cuando piensan el hechizo, podían usar un trozo de tostada (preferiblemente sin mantequilla). Este era el amuleto. El número total de amuletos dependería del número de veces que el mago escribiera el hechizo o del número de tostadas que hubieran hecho para desayunar.

Cuando un mago había recopilado suficientes hechizos normalmente los encuadernaba en un libro para salvaguardarlos, aunque muchos libros de Magia eran colecciones de libros más antiguos que se habían disgregado y remezclado de diversas formas. Un libro de Magia completo con todos sus amuletos aún en sus bolsillos era un raro tesoro; era mucho más corriente encontrar un libro prácticamente vacío con uno o dos amuletos de los menos populares aún en su sitio.

Algunos magos solo hacían uno o dos amuletos para sus hechizos más complicados y estos resultaban muy difíciles de encontrar, aunque la mayoría de los amuletos se podían encontrar en la biblioteca de la pirámide, en la Torre del Mago. Marcia añoraba la biblioteca más que ninguna otra cosa de la torre, pero le sorprendió y le complació mucho la colección de libros de Magia de tía Zelda.

—Aquí estás —dijo Marcia pasándole el libro a Jenna—. ¿Por qué no sacas un amuleto?

Jenna cogió el libro pequeño aunque sorprendentemente pesado. Estaba abierto en una página mugrienta y muy desgastada, escrita en una tinta púrpura desvaída y una caligrafía alargada y pulcra, muy fácil de leer.

Las palabras decían:

Hágase usted mismo invisible.

Un valioso y estimado hechizo

para todas aquellas personas que deseen

(por razones que solo conciernen a su

propietario o para salvaguardar la seguridad de otros)

perderse de la vista de aquellos

que les quieren causar daño.

Jenna leyó las palabras con un sentimiento de aprehensión, no quería pensar en quién quería causarle daño, y luego palpó el interior del grueso bolsillo de papel que contenía los amuletos. Dentro del bolsillo había lo que parecía un montón de fichas lisas y planas. Los dedos de Jenna se cerraron alrededor de una de las fichas y sacó una pequeña pieza de ébano pulido.

—Muy bonito —dijo Marcia en tono de aprobación—. Negro como la noche. Perfecto. ¿Puedes ver las palabras en el amuleto?

Jenna entornó los ojos en un esfuerzo por ver lo que estaba escrito en la esquirla de ébano. Las palabras eran pequeñas, escritas en una caligrafía antigua con tinta dorada desvaída. Marcia sacó una gran lupa plana de su cinturón que desplegó y tendió a Jenna.

—Prueba a ver si esto te ayuda.

Jenna lentamente pasó la lupa sobre las letras doradas y a medida que le saltaban a la vista las leyó en voz alta:

Que desaparezca en la atmósfera,

Que mis enemigos no sepan adonde he ido,

Que quienes me buscan a mi lado pasen,

Que su mal de ojo no me alcance.

—Bonito y sencillo —opinó Marcia—. No demasiado difícil de recordar si las cosas se ponen peliagudas. Aunque algunos hechizos son coser y cantar, recordarlos en un momento de crisis, no es tan fácil. Ahora necesitas grabar la impronta en el hechizo.

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