Septimus (21 page)

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Authors: Angie Sage

— ¿Hacer qué? —preguntó Jenna.

—Sostén el amuleto cerca de ti y di las palabras del hechizo mientras lo aguantas. Necesitas recordar las palabras exactas. Y mientras dices las palabras, tienes que imaginar que el hechizo realmente sucede, esa es la parte verdaderamente importante.

No era tan fácil como Jenna esperaba, sobre todo con Nicko y el Muchacho 412 mirándola. Si recordaba las palabras correctas se olvidaba de imaginar el trozo de desaparecer en la atmósfera y si pensaba demasiado en desaparecer en la atmósfera se olvidaba de las palabras.

—Prueba otra vez —la alentó Marcia después de que, para su desesperación, Jenna hubiera hecho todo bien salvo pronunciar una palabrita—. Todo el mundo cree que los hechizos son fáciles, pero no lo son. Aunque tú casi lo tienes.

Jenna respiró hondo.

—Dejad de mirarme —les ordenó a Nicko y al Muchacho 412.

Sonrieron y deliberadamente miraron a Bert. Bert se movió incómoda en su sueño. Siempre sabía cuándo alguien la estaba mirando.

Así que Nicko y el Muchacho 412 se perdieron la primera desaparición de Jenna.

Marcia aplaudió.

—¡Lo hiciste!

—¿Lo hice? ¿Yo? —La voz de Jenna salía del aire.

—Eh, Jen, ¿dónde estás? —preguntó Nicko riéndose.

Marcia miró su reloj.

—Ahora no lo olvides: la primera vez que haces un hechizo no dura mucho; reaparecerás en un minuto más o menos. Después de eso debería durar tanto como quisieras.

El Muchacho 412 miraba la forma borrosa de Jenna materializarse lentamente de las sombras parpadeantes que proyectaban las velas de tía Zelda. La contemplaba boquiabierto. Él quería hacer eso.

—Nicko —dijo Marcia—, tu turno.

El Muchacho 412 se enfadó consigo mismo. ¿Qué le hacía creer que Marcia se lo pediría a él? Claro que no. No pertenecía a su clase. Era solo un prescindible del ejército joven.

—Yo tengo mi propio desaparecer, gracias —le respondió Nicko—. No quiero armarme un lío con este.

Nicko tenía una aproximación muy funcional de la Magia. No tenía ninguna intención de ser mago, aunque procediera de una familia mágica y le hubieran enseñado Magia básica. No veía por qué necesitaba más de un hechizo de cada clase. ¿Por qué aturullarse el cerebro con todas esas cosas? Él opinaba que ya tenía en la cabeza todos los hechizos que iba a necesitar en su vida. Prefería usar el resto de su cerebro para cosas útiles, como el calendario de las mareas y las jarcias de los veleros.

—Muy bien —replicó Marcia, que lo conocía lo bastante como para no insistir en que Nicko hiciera algo que no le interesaba—, pero recuerda que solo aquellos con el mismo invisible pueden verse entre sí. Si tienes un hechizo diferente, Nicko, no serás visible para quienes tengan un hechizo distinto del tuyo, aunque ellos también sean invisibles. ¿De acuerdo?

Nicko asintió con la cabeza vagamente. No veía qué importancia tenía realmente eso.

—Entonces, ahora —Marcia se dirigió al Muchacho 412— es tu turno.

El Muchacho 412 se sonrojó. Se miró los pies. Se lo había pedido. Quería probar el hechizo más que nada en el mundo, pero odiaba la manera en que todos le miraban y estaba seguro de que iba a parecer estúpido si lo intentaba.

—Realmente deberías intentarlo —le aconsejó Marcia—. Quiero que todos vosotros seáis capaces de hacer esto.

El Muchacho 412 levantó la vista sorprendido. ¿Marcia quería decir que él era tan importante como los otros dos niños? ¿Los dos que pertenecían a su clase?

La voz de tía Zelda llegó desde el otro extremo de la habitación:

—Claro que lo intentará.

El Muchacho 412 se puso en pie torpemente. Marcia sacó otro amuleto del libro y se lo dio.

—Ahora grábale la impronta —le instó.

El Muchacho 412 sostuvo el amuleto en la mano. Jenna y Nicko le miraban, curiosos por ver lo que iba a hacer.

—Di las palabras —le animó amablemente Marcia.

El Muchacho 412 no dijo nada, pero las palabras del hechizo resonaban en su cabeza y se la llenaban de una extraña sensación zumbante. Por debajo de su sombrero rojo se le erizó el vello de la nuca. Podía notar el cosquilleo de la Magia en la mano.

—¡Se ha ido! —exclamó Jenna.

Nicko silbó de admiración.

—No se anda con chiquitas, ¿verdad?

El Muchacho 412 estaba enojado. No había necesidad de burlarse de él. ¿Y por qué le miraba Marcia de forma tan extraña? ¿Había hecho algo malo?

—Ahora vuelve —dijo Marcia muy bajito. Algo en su voz asustó un poco al Muchacho 412. ¿Qué había ocurrido?

Entonces una idea sorprendente cruzó por la mente del Muchacho 412. Con mucho sigilo, pasó por encima de Bert pasó junto a Jenna sin tocarla y deambuló por la habitación. Nadie le veía andar. Aún estaban mirando el lugar donde él acababa de estar.

El Muchacho 412 sintió un escalofrío de emoción. Podía hacerlo. Podía hacer Magia. ¡Podía desaparecer en la atmósfera! Nadie podía verlo, ¡era libre!

El Muchacho 412 dio un saltito de emoción. Nadie lo notó. Levantó los brazos y los movió por encima de su cabeza. Nadie lo notó. Se puso los pulgares en las orejas y movió los dedos. Nadie lo notó. Luego, en silencio, saltó para apagar una vela, se tropezó con la alfombra y chocó contra el suelo.

—Ahí estás —dijo Marcia enojada.

Y allí estaba, sentado en el suelo sujetándose la rodilla amoratada y apareciendo lentamente ante su impresionado público.

—Eres bueno —dijo Jenna—. ¿Cómo te ha salido tan fácil?

El Muchacho 412 sacudió la cabeza. No tenía ni idea de cómo lo había hecho. Simplemente había ocurrido, pero le parecía fantástico.

Marcia estaba de un humor extraño. El Muchacho 412 pensó que estaría complacida con él, pero no parecía estarlo.

—No debes grabar la impronta de un hechizo tan deprisa. Puede ser peligroso. Podrías no haber regresado adecuadamente.

Lo que Marcia no dijo al Muchacho 412 era que nunca había visto a un novato dominar un hechizo tan rápido. Eso la turbó. Y se sintió aún más turbada cuando el Muchacho 412 le devolvió el amuleto y sintió el zumbido de la Magia, como una pequeña descarga de electricidad estática, saltar de su mano.

—No —le dijo, devolviéndoselo—, quédate el amuleto. Y Jenna también. Es mejor para los principiantes guardar los amuletos de los hechizos que quieran usar.

El Muchacho 412 se guardó el amuleto en el bolsillo del pantalón. Estaba confuso. Aún le daba vueltas la cabeza de la emoción de la Magia y sabía que había hecho el hechizo a la perfección. Entonces, ¿por qué estaba enfadada Marcia? ¿Qué había hecho mal? Tal vez el ejército joven tuviera razón. Tal vez la maga extraordinaria estuviera realmente loca... ¿Qué era lo que solían cantar todas las mañanas en el ejército joven, antes de ir a montar guardia a la Torre del Mago y espiar las idas y venidas de todos los magos, y en particular de la maga extraordinaria?

¡Loca como una cabra, mala como una rata, metedla en una lata y echádsela a la gata!

Pero la rima ya no le hacía gracia al Muchacho 412 y no parecía tener nada que ver con Marcia. En realidad, cuanto más pensaba en el ejército joven, más se percataba de la verdad: el ejército joven sí estaba loco.

Marcia era mágica.

23. ALAS.

Aquella noche, el viento del este sopló sin cesar, golpeando los postigos, zarandeando las puertas y turbando a toda la casa. Cada poco, una gran ráfaga de aire aullaba alrededor de la casa, volviendo a meter otra vez el humo negro por la chimenea y haciendo toser y escupir a los tres ocupantes de las colchas de al lado.

Arriba, Maxie se había negado a abandonar la cama de su amo y roncaba tan fuerte como siempre, para irritación de Marcia y de tía Zelda, impidiéndoles pegar ojo.

Tía Zelda se levantó en silencio y miró por la ventana, como siempre hacía las noches de tormenta, desde que su hermano menor, Theo, un transmutador como su hermano mayor, Benjamín Heap, decidiera que se había acabado eso de vivir bajo las nubes. Theo quería atravesarlas volando y elevarse hasta la luz del sol que estaba encima de ellas para siempre. Un día de invierno fue a despedirse de tía Zelda, y al alba del día siguiente tía Zelda se había sentado junto al Mott y observado cómo se transmutaba por última vez en su forma elegida: un petrel. Lo último que tía Zelda vio de Theo fue la poderosa ave volando por encima de los marjales Marram hacia el mar. Mientras miraba el pájaro alejarse sabía que era improbable que volviera a ver a su hermano, pues los petreles pasan toda su vida sobrevolando los océanos y rara vez regresan a tierra, a menos que un viento de tormenta los arrastre... Tía Zelda suspiró y volvió de puntillas a la cama.

Marcia acababa de taparse la cabeza con la almohada, en un esfuerzo por ahogar los ronquidos del perro y el aullido estridente del viento que barría los marjales y que, al encontrar la casa en su camino, intentaba abrirse paso a través de ella y salir por el otro lado. Pero no solo era el ruido lo que la mantenía desvelada. Había algo más en su mente. Algo que había visto aquella tarde y le había infundido cierta esperanza de futuro. Un futuro que se desarrollaría de nuevo en el Castillo, libre de la magia negra. Allí tumbada, planeaba su próximo movimiento.

Abajo, el Muchacho 412 no conseguía pegar ojo. Desde que había hecho el hechizo se había sentido extraño, como si un enjambre de abejas zumbara dentro de su cabeza. Imaginó que pequeños fragmentos de Magia que quedaban del hechizo se habían pegado en su cabeza y daban vueltas y más vueltas. Se preguntó por qué Jenna, que dormía a pierna suelta, no estaba despierta, por qué no tenía también ese zumbido en la cabeza. Se puso el anillo y el resplandor dorado iluminó la habitación y le dio una idea. Debía de ser el anillo. Por eso le zumbaba la cabeza y por eso había podido hacer el hechizo con tanta facilidad. Había encontrado un anillo mágico.

El Muchacho 412 empezó a pensar en lo que había ocurrido después de que él hubiera hecho el hechizo. Cómo se había sentado con Jenna a hojear el libro de hechizos, hasta que Marcia se había dado cuenta y los había echado, diciendo que no quería que anduvieran enredando, muchas gracias. Luego, más tarde, cuando no había nadie cerca, Marcia lo había llevado a un rincón y le había dicho que quería hablar con él al día siguiente a solas. Para el modo de pensar del Muchacho 412 eso solo significaba problemas.

El Muchacho 412 se sintió desgraciado; no podía pensar con claridad, así que decidió hacer una lista. La lista de hechos del ejército joven. Antes siempre le había funcionado.

Hecho uno: no pasaban revista por la mañana temprano, BUENO.

Hecho dos: comida mucho mejor, BUENO.

Hecho tres: tía Zelda agradable, BUENO.

Hecho cuatro: princesa simpática, BUENO.

Hecho cinco: tenía un anillo mágico, BUENO.

Hecho seis: maga extraordinaria enfadada, MALO.

El Muchacho 412 estaba sorprendido. Nunca en su vida los «buenos» habían superado a los «malos». Pero de algún modo, eso hacía el único «malo» aún peor, porque por primera vez en su vida el Muchacho 412 sentía que tenía algo que perder. Al final cayó en un sueño intranquilo y se despertó temprano con el alba.

A la mañana siguiente el viento del este se había extinguido y la casa reinaba un aire de expectación generalizado. Tía Zelda ya estaba fuera al amanecer comprobando si la noche ventosa había traído petreles de tormenta. No había ninguno, como era de esperar, aunque siempre tenía la esperanza de lo contrario.

Marcia esperaba que Silas volviera con su mantente a salvo.

Jenna, Nicko y Marcia esperaban un mensaje de Silas.

Maxie esperaba su desayuno.

El Muchacho 412 esperaba problemas.

—¿No quieres tu plato de gachas? —le preguntó en el desayuno tía Zelda al Muchacho 412—. Ayer te serviste dos veces y hoy apenas las has tocado.

El Muchacho 412 sacudió la cabeza.

Tía Zelda parecía preocupada.

—Estás un poco paliducho. ¿Te encuentras bien?

El Muchacho 412 asintió, aunque no era así.

Después del desayuno, mientras el Muchacho 412 doblaba cuidadosamente su colcha como siempre había hecho con las mantas del ejército todas las mañanas de su vida, Jenna le preguntó si quería salir en el
Muriel 2
con ella y Nicko a esperar el regreso de la rata mensaje. Negó con la cabeza. A Jenna no le sorprendió; sabía que al Muchacho 412 no le gustaban los barcos.

—Nos vemos luego entonces —le gritó alegremente mientras corría para ir con Nicko en la canoa.

El Muchacho 412 observó a Nicko guiar la canoa por el Mott y adentrarse en los marjales. El pantano parecía inhóspito y frío aquella mañana, pensó, como si el viento de levante nocturno le hubiera dejado en carne viva. Se alegraba de quedarse en casa, junto al fuego.

— ¡Ah, estás ahí! —dijo la voz de Marcia a su espalda. El Muchacho 412 dio un brinco—. Me gustaría tener unas palabras contigo.

Al Muchacho 412 se le encogió el corazón. «Bueno, eso era —pensó—. Va a echarme, a enviarme de vuelta con el ejército joven.» Debería haberse percatado de que todo era demasiado bonito para que durara.

Marcia notó lo pálido que se había puesto el Muchacho 412 de repente.

—¿Estás bien? —le preguntó—. ¿Ha sido el pastel de pie de cerdo de anoche? Yo lo encontré un poco indigesto. Tampoco he dormido mucho, sobre todo con ese horrible viento de levante. Y, hablando de viento, no sé por qué ese asqueroso perro no puede dormir en otro sitio.

El Muchacho 412 sonrió. Por una vez se alegraba de que Maxie durmiera arriba.

—Creo que deberías enseñarme la isla —prosiguió Marcia—. Espero que ya te conozcas los alrededores.

El Muchacho 412 miró a Marcia alarmado. ¿Qué sospechaba? ¿Sabía que había encontrado el túnel?

—No pongas esa cara de preocupación —sonrió Marcia—. Vamos, ¿por qué no me enseñas la ciénaga del Boggart? Nunca he visto dónde vive un Boggart.

Dejando atrás con pesar la calidez de la casa, el Muchacho 412 partió con Marcia hacia la ciénaga del Boggart.

Juntos formaban una extraña pareja: al Muchacho 412, un ex prescindible del ejército joven, una pequeña y liviana figura incluso con su abultada chaqueta de borreguillo y sus pantalones anchos de marinero con la pernera enrollada, se le reconocía al instante gracias a su sombrero rojo vivo, que por el momento se negaba a quitarse, ni siquiera ante tía Zelda. Descollando sobre él, Marcia Overstrand, maga extraordinaria, caminaba a un paso tan ligero que el Muchacho 412 a veces tenía que ponerse a trotar para seguir su ritmo. Su cinturón de oro y platino destelleaba bajo la débil luz del sol de invierno, y sus pesadas ropas de seda y piel flotaban tras de sí como una rica estela púrpura.

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