Authors: Angie Sage
Cuando Sally abrió la puerta del café y entró en el cálido alboroto, sus clientes más incondicionales notaron que no era la de siempre. Y tenían razón. Era raro en Sally, pero solo tenía una idea en la cabeza: ¿cuánto tardaría el cazador en llegar?
Y de este modo el barquito verde desapareció en la noche, mientras Sally se convertía en una figura lejana en la costa.
El cazador y su cuadrilla habían tardado exactamente ocho minutos y veinte segundos en llegar al vertedero de la orilla del río, después de que Sally despidiera al
Muriel
en el muelle. Sally había vivido cada uno de aquellos quinientos segundos con un terror creciente que le atenazaba la boca del estómago.
¿Qué había hecho?
Sally no había dicho nada al regresar al café, pero algo en su comportamiento había hecho que la mayoría de sus clientes apurasen su Springo, engullesen las últimas migas de pastel de cebada y se perdieran raudos en la noche. Los únicos clientes que quedaban eran los cinco mercaderes del norte, que iban por su segunda ronda de Springo Special y charlaban bajito entre ellos con sus acentos lastimeros y cantarines. Incluso el chico que lavaba los platos había desaparecido.
A Sally se le quedó la boca seca, le temblaban las manos y tuvo que luchar contra el aplastante deseo de huir. «Calma, muchacha -se dijo a sí misma-, piensa. Niégalo todo. El cazador no tiene ningún motivo para sospechar de ti. Si ahora sales corriendo, sabrán que estás implicada y te encontrará. Siempre te encuentra. Limítate a sentarte muy tiesa y mantén la calma.»
La manecilla del gran reloj del café sonaba: tic, tac, tic, tac...
Cuatrocientos noventa y ocho segundos... cuatrocientos noventa y nueve segundos... quinientos.
Un poderoso haz de luz procedente de un reflector barrió la superficie del vertedero.
Sally corrió hacia una ventana cercana y miró a través de ella, mientras el corazón le latía fuerte. Recortada su silueta en el haz del reflector, vio pulular un enjambre de figuras; el cazador había traído a su cuadrilla, tal como Marcia había advertido.
Sally observó atentamente, intentando distinguir lo que hacían. La cuadrilla se encontraba alrededor de la reja para las ratas que Marcia había cerrado a conciencia con el hechizo de cierrarápído y suéldate. Para alivio de Sally, la cuadrilla parecía no tener prisa, en realidad parecía que estaban riéndose. Algunos débiles gritos llegaban hasta el café. Sally aguzó el oído. Lo que oyó la hizo estremecerse.
—...escoria de magos.
—...ratas atrapadas en una ratonera.
—¡No os vayáis, jajajá! Hemos venido a buscaros.
Mientras Sally observaba, veía que las figuras que estaban alrededor de la trampilla para ratas se ponían cada vez más nerviosas cuanto más se resistía la reja a todos sus esfuerzos por abrirla. De pie, separada de la cuadrilla, una figura solitaria observaba impacientemente. Sally pensó con acierto que debía de ser el cazador.
De repente el cazador perdió la paciencia con los esfuerzos por soltar la rejilla. Se adelantó, cogió el hacha de uno de los integrantes de la cuadrilla y furiosamente la emprendió contra lareja. Fuertes sonidos metálicos resonaban en el café, hasta que por fin uno de la cuadrilla arrojó a un lado la destrozada reja y otro entró en el conducto y empezó a excavar en la basura. Entonces apuntaron el proyector directamente hacia el interior del conducto de la basura y la cuadrilla se apelotonó alrededor de la salida. Sally veía destellar sus pistolas en la claridad de las luces.
Con el corazón en un puño, Sally aguardó a que descubrieran que sus presas habían huido. No tardaron mucho.
Una figura despeinada salió del conducto de la basura y el cazador, que a juicio de Sally estaba furioso, lo agarró bruscamente. Sacudió violentamente al hombre y lo lanzó a un lado, haciéndolo rodar por la ladera del vertedero. El cazador se agachó y oteó con incredulidad el conducto de basura vacío. De repente, se movió hacia el más pequeño de la cuadrilla; el hombre elegido retrocedía reticente, pero le empujaron hacia el interior mientras los guardias armados de la cuadrilla aguardaban en la entrada.
El cazador caminó lentamente hasta el borde del vertedero para recuperar la compostura después de descubrir que su presa se le había escapado. Le seguía a una distancia prudencial la pequeña figura de un muchacho.
El muchacho vestía la túnica verde de diario de un aprendiz de mago, pero a diferencia de cualquier otro aprendiz, ceñía su cintura un cinturón rojo con tres estrellas negras estampadas en él. Las estrellas de DomDaniel.
Pero en aquel momento el cazador no prestaba atención al aprendiz de DomDaniel. De pie, en silencio, era un hombre bajo, de complexión fuerte, con el corte de pelo al cepillo habitual de los guardias y la tez morena surcada por innumerables arrugas de los años pasados a la intemperie cazando y siguiendo la pista de la especie humana. Vestía el traje de cazador: una guerrera verde oscura y una capa corta con botas de grueso cuero marrón. Alrededor de la cintura llevaba un ancho cinturón de piel del que colgaba un cuchillo de monte y un morral.
El cazador esbozó una sonrisa sombría; su boca se convirtió en una línea fina y decidida que declinaba en los extremos, y sus ojos azul pálido se transformaron en una rayita vigilante. De modo que habría una cacería. Muy bien, nada le gustaba más que una cacería. Durante años había ido ascendiendo lentamente a través de los rangos de la cuadrilla y por fin había conseguido su objetivo. Era un cazador, el mejor de la cuadrilla y aquel era el momento que había estado aguardando. Allí estaba, cazando no solo a la maga extraordinaria sino también a la princesa, ¡la «Realícia», ni más ni menos! El cazador se emocionaba mientras se prometía una noche para el recuerdo: el ojeo, la persecución, el acecho y la muerte. «Ningún problema», pensó el cazador; su sonrisa se amplió para mostrar unos pequeños dientes afilados en el frío resplandor de la luna.
El cazador centró sus pensamientos en la cacería. Algo le decía que los pájaros habían volado del conducto de la basura, pero como cazador eficiente que era debía asegurarse de que comprobaban todas las posibilidades, y el guardia de la cuadrilla era lo más bajo de lo más bajo, un prescindible, y cumpliría con su obligación o moriría en el intento. El cazador había sido un prescindible otrora, pero no por mucho tiempo, se guardó bien. Y ahora, pensó con un temblor de emoción, ahora debía encontrar el rastro.
Sin embargo, el vertedero ofrecía pocas pistas incluso para un cazador experimentado como él. El calor de la descomposición de la basura había fundido la nieve y el constante remover de los desperdicios por parte de ratas y gaviotas ya había borrado cualquier vestigio de un rastro. Muy bien, pensó el cazador, a falta de un rastro tenía que hacer un ojeo.
El cazador permaneció en su lugar aventajado en la cima del vertedero y supervisó la escena que le ofrecía la luz de la luna a través de sus ojos entornados. A su espalda se alzaban las escarpadas murallas oscuras del Castillo; las almenas se dibujaban resueltamente contra el frío y brillante cielo estrellado. Delante de él se extendía el ondulado paisaje del rico labrantío que bordeaba la otra ribera del río, y a la distancia del horizonte sus ojos dieron con la recortada dorsal de las montañas Fronterizas. El cazador miró larga y atentamente el paisaje cubierto de nieve, pero no vio nada de interés. Luego dirigió la atención hacia una escena más próxima que se desarrollaba por debajo de él. Miró la anchurosa curva del río; su mirada siguió el curso del agua a su paso por el meandro que estaba justo debajo de él y fluía rápido hacia la derecha, pasaba ante el café colgado sobre el pontón que flotaba delicadamente en la marea alta, pasaba el pequeño muelle con sus barcos amarrados para pasar la noche y bajaba por la amplia curvatura del río hasta desaparecer de la vista detrás de la roca del cuervo, un saliente peñascoso y quebrado que descollaba sobre el río.
El cazador escuchaba atentamente en busca de sonidos procedentes del agua, pero solo oía el silencio que trae el manto de nieve. Escrutó el agua en busca de pistas; tal vez una sombra bajo la orilla, un pájaro asustado, una onda reveladora, pero no vio nada. Nada. Todo estaba extrañamente silencioso y tranquilo; el río oscuro serpenteaba calladamente a través del luminoso paisaje nevado alumbrado por el resplandor de la luna llena. Era una noche perfecta para una cacería, pensó el cazador.
El cazador permaneció inmóvil, tenso, esperando hacer un avistamiento. Observando y observando...
Algo le llamó la atención. Una cara pálida en la ventana del café. Un rostro asustado, un rostro que sabía algo. El cazador sonrió. Había hecho un ojeo. Volvía a estar sobre la pista.
Sally los vio venir. Se retiró de la ventana de un salto, se alisó la falda y puso en orden sus pensamientos.
«¡Vamos, chica! —Se dijo a sí misma—, puedes hacerlo. Limítate a poner la cara de "mesonera hospitalaria" y no sospecharán nada.» Sally se refugió detrás de la barra y, por primera vez en horas de trabajo, se sirvió una jarra de Springo Special y dio un largo trago.
¡Puaj!, nunca le había gustado. Demasiadas ratas muertas en el fondo del barril para su gusto.
Mientras Sally daba otro trago de rata muerta, el poderoso haz de luz del reflector entró en el café y barrió a sus ocupantes. Por un instante brilló directamente en los ojos de Sally y luego se movió hasta iluminar los blancos rostros de los mercaderes del norte, que dejaron de hablar e intercambiaron miradas de preocupación.
Al cabo de un momento, Sally oyó el golpe seco de unas pisadas apresuradas acercándose a la pasarela. El pontón se balanceó mientras la cuadrilla la atravesaba y el café se estremeció; los platos y los vasos tintinearon nerviosamente con el movimiento. Sally apartó la jarra, se levantó muy tiesa y, con gran dificultad, plantó una sonrisa en su cara.
La puerta se abrió con estruendo.
Entró el cazador y, tras él, en el haz del reflector, Sally pudo ver a la cuadrilla en fila sobre el pontón, con las pistolas preparadas.
—Buenas noches, señor. ¿Qué le pongo? —canturreó, nerviosa, Sally.
El cazador advirtió el temblor de su voz con satisfacción; le gustaba cuando estaban asustados.
Caminó lentamente hacia la barra, se inclinó y miró fijamente a Sally a los ojos.
—Puede darme cierta información. Sé que la tiene.
—¿Eh? —Sally intentó parecer educadamente interesada, pero eso no fue lo que oyó el cazador; oía el miedo y el intento de ganar tiempo.
«Bien —pensó—. Esta sabe algo.»
—Estoy persiguiendo a un pequeño y peligroso grupo de terroristas —explicó el cazador escrutando la cara de Sally, que se esforzaba por mantener el aire de «mesonera hospitalaria»; pero durante una fracción de segundo se descompuso y la más fugaz de las expresiones modeló sus rasgos: la sorpresa—. Le sorprende oír que sus amigos son descritos como terroristas, ¿verdad?
—No —contestó Sally. Y luego, al darse cuenta de lo que había dicho, tartamudeó—. Yo... yo., no quería decir eso. Yo...
Sally se rindió. El daño estaba hecho. ¿Cómo había sucedido con tanta facilidad? Eran sus ojos, pensó Sally, aquellos chispeantes ojos entornados que brillaban como dos reflectores en su cerebro. Qué tonta había sido al pensar que podía burlar a un cazador. El corazón de Sally latía tan fuerte que estaba segura de que el cazador podía oírlo, lo cual por supuesto así era. Aquel era uno de sus sonidos favoritos, el latido del corazón de una presa acorralada. Lo oyó durante un delicioso momento más y luego le dijo:
—Usted nos dirá dónde están.
—No —murmuró Sally.
Al cazador no pareció preocuparle aquel pequeño acto de rebeldía.
—Nos lo dirá —insistió, dándolo por hecho.
El cazador se inclinó sobre la barra.
—Tiene un bonito local, Sally Mullin. Muy bonito. Es de madera, ¿no? Tiene ya unos años, si mal no recuerdo. Ahora es una buena madera seca y curada. Arde extraordinariamente bien, según me han dicho.
—No... —se quejó Sally.
—Bueno, entonces le diré lo que vamos a hacer. Usted me explicará adonde han ido sus amigos y yo me olvidaré de mi caja de la yesca...
Sally no dijo nada. Su mente funcionaba a toda velocidad, pero sus ideas no tenían ningún sentido. Lo único que acertaba a pensar era que no había rellenado los cubos contraincendios después de que el muchacho lavaplatos prendiera fuego a los trapos.
—Muy bien, —señaló el cazador—, iré a decirle a los chicos que empiecen a prender fuego. Cerraré las puertas cuando me vaya. No queremos que nadie salga y se haga daño, ¿verdad?
—Usted no puede... —exclamó Sally en un jadeo, percatándose repentinamente de que el cazador no solo estaba a punto de quemar su querido café sino que pretendía quemarlo con ella dentro, por no mencionar a los cinco mercaderes del norte. Sally les echó un vistazo. Estaban murmurando ansiosamente entre ellos.
El cazador ya había dicho lo que había venido a decir. Todo estaba saliendo como esperaba y ahora era el momento de demostrar que hablaba en serio. Se volvió bruscamente y caminó hacia la puerta.
Sally lo miró enfureciéndose de repente. « ¡Cómo se atreve a entrar en mi café y aterrorizar a mis clientes! Y luego amenazar encima con reducirnos a todos a cenizas. Ese hombre es solo un matón», pensó Sally, y no le gustaban los matones. Con el ímpetu de siempre salió de detrás de la barra.
—¡Espere! —gritó.
El cazador sonrió. Funcionaba. Siempre funcionaba. Alejarse y dejarles tiempo para pensar durante un momento. Siempre cambiaban de idea. El cazador se detuvo, pero no se volvió.
Una fuerte patada en la espinilla propinada por la robusta bota derecha de Sally pilló al cazador desprevenido y le hizo saltar a la pata coja.
—Matón —le gritó Sally.
—Idiota —exclamó el cazador—. Te arrepentirás de esto, Sally Mullin.
Apareció un guardia de la cuadrilla adulto.
—¿Problemas, señor? —inquirió.
Al cazador no le hizo ninguna gracia que lo vieran saltando de aquel modo tan poco digno.
—No —le espetó—. Todo forma parte del plan.
—Los hombres han recogido maleza, señor, y la han colocado debajo del café como usted ha ordenado. La madera está seca y el pedernal saca buenas chispas, señor.
—Bien —dijo el cazador con expresión macabra.