Authors: Angie Sage
El centinela se puso firme de un salto; parecía aterrado. Marcia miró fijamente al muchacho menudo con aire de niño perdido. Vestía un uniforme de gala de centinela, un diseño bastante ridículo, hecho en algodón fino, compuesto por una túnica a rayas rojas y blancas con puntillas púrpura alrededor de las mangas. También llevaba un gran sombrero amarillo desmadejado, pantalones blancos y botas amarillas, y en su mano izquierda, que estaba desnuda y amoratada por el frío, sostenía una pesada pica.
Marcia puso objeciones cuando los primeros centinelas llegaron a la Torre del Mago. Dijo al custodio supremo que los magos no necesitaban protección; podían cuidarse ellos solos perfectamente, muchas gracias. Pero, con una de sus petulantes sonrisas, le había asegurado de manera desabrida que los centinelas eran para la seguridad de los magos. Marcia sospechaba que los había puesto no solo para espiar las idas y venidas de los magos, sino también para que parecieran ridículos.
Marcia miró al centinela que lanzaba las bolas de nieve. El sombrero le venía grande, se le caía, y solo lo frenaban las orejas que sobresalían de modo muy conveniente en el lugar preciso para evitar que el sombrero le tapara los ojos. Aquel sombrero daba al flaco y huesudo rostro del chico un color macilento de poca salud, y sus dos profundos ojos grises la miraban aterrorizados al percatarse de que su bola de nieve había hecho diana en la maga extraordinaria.
Marcia pensó que parecía muy pequeño para ser un soldado.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó en tono acusador.
El centinela se sonrojó. Nadie como Marcia le había mirado nunca y mucho menos hablado.
—Di... diez, señora.
—Entonces, ¿por qué no estás en la escuela? —le exigió Marcia.
El centinela parecía orgulloso.
—No me hace falta ir a la escuela, señora. Estoy en el ejército joven. Nosotros somos el orgullo de hoy y los guerreros del mañana.
—¿No tienes frío? —le preguntó Marcia inesperadamente.
—N... no, señora. Estamos entrenados para no sentir el frío. —Pero los labios del centinela tenían un color azulado y tiritaba al hablar.
—¡Ja! —Marcia salió pisando fuerte la nieve, dejando al chico apechugando con sus cuatro horas de guardia restantes.
Marcia cruzó con paso decidido el patio que salía de la Torre del Mago, y salió por una puerta lateral que la condujo hasta un tranquilo sendero cubierto por la nieve.
Hasta la fecha llevaba diez largos años siendo la maga extraordinaria y mientras se disponía a iniciar su viaje, sus pensamientos volvieron al pasado. Recordó el tiempo que había pasado como pobre aspirante, leyendo todo lo que podía sobre Magia, esperando aquella cosa rara, un aprendizaje con el mago extraordinario, Alther Mella. Fueron años felices en los que vivió en una pequeña habitación en los Dédalos entre tantos otros aspirantes, la mayoría de los cuales pronto se establecieron como aprendices con magos ordinarios, pero Marcia no. Ella sabía lo que quería y quería lo mejor. Sin embargo, Marcia aún no podía creer en su suerte cuando tuvo la oportunidad de ser la aprendiz de Alther Mella. Y aunque ser su aprendiz no significara necesariamente que llegase a ser maga extraordinaria, estaba un paso más cerca de su sueño. Y de este modo Marcia se pasó los siguientes siete años y un día viviendo en la Torre del Mago como aprendiz de Alther Mella.
Marcia se sonrió al recordar el mago maravilloso que Alther Mella había sido. Sus clases eran divertidas, era paciente cuando los hechizos salían mal y siempre tenía un nuevo chiste que contarle. También era un mago extraordinariamente poderoso. Hasta que Marcia no se convirtió en maga extraordinaria, no se dio cuenta de lo bueno que había sido Alther. Pero, sobre todo, Alther era una persona adorable. Marcia sonreía al recordar cómo solía saludarla desde la ventana de la cima de la torre, la ventana que ahora era la suya. Pero su sonrisa se desvaneció al recordar el modo en que había ocupado su lugar y pensó en el último día de la vida de Alther Mella, el día que ahora los custodios llamaban día Uno.
Perdida en sus pensamientos, Marcia subió los angostos escalones que conducían hasta la amplia y protegida cornisa que corría justo por debajo de la muralla del Castillo. Era un modo rápido de llegar al lado norte, como se llamaban ahora los Dédalos, y adonde se dirigía aquel día. La cornisa estaba reservada para el uso de la patrulla custodia armada, pero Marcia sabía que, incluso ahora, nadie impediría a la maga extraordinaria ir a cualquier lado. Así que, en lugar de arrastrarse a través de innumerables y minúsculos y a veces abarrotados pasadizos, como solía hacer algunos años antes, avanzó a paso ligero por la cornisa hasta que media hora más tarde vio una puerta que reconoció.
Marcia respiró hondo. «Esta es», se dijo para sí.
Marcia bajó un tramo de escaleras desde la cornisa y se quedó frente a frente con la puerta. Estaba a punto de empujarla cuando la puerta se asustó ante su presencia y se abrió. Marcia la atravesó disparada y rebotó en la pared del otro lado, bastante pegajosa. La puerta se cerró de un portazo y Marcia tomó aliento. El pasadizo era oscuro, húmedo y olía a col hervida, orín de gato y mierda seca. Marcia no lo recordaba así. Cuando vivía en los Dédalos, los pasadizos estaban calientes y limpios, iluminados por antorchas de junco que quemaban a intervalos junto al muro, y sus orgullosos habitantes los barrían todos los días.
Marcia esperaba recordar el camino del cuarto de Silas y Sarah. En sus días de aprendiz había pasado a menudo por su puerta a toda velocidad, con la esperanza de que Silas Heap no la viera y no la invitase a entrar. Sobre todo recordaba el ruido, el ruido de tantos niños gritando, saltando, peleándose y haciendo lo que hacen los niños pequeños, aunque Marcia no estaba segura del todo de qué es lo que hacían los niños pequeños, pues prefería evitarlos en la medida de lo posible. Marcia estaba bastante nerviosa mientras caminaba por los oscuros y tétricos pasadizos. Empezaba a imaginarse cómo irían las cosas en su primera visita a Silas después de más de diez años. Temía lo que iba a tener que decirles a los Heap e incluso se preguntaba si Silas la creería. Era un viejo mago obstinado, pensó Marcia, y sabía que ella no era de su agrado. Y de este modo, con estos pensamientos rondándole por la cabeza, Marcia caminaba decididamente por los pasadizos sin prestar atención a nada más.
Si se hubiera molestado en prestar atención, le habría sorprendido la reacción de la gente al verla. Eran las ocho de la mañana y era lo que Silas Heap llamaba «la hora punta». Cientos de personas de cara pálida se dirigían al trabajo; sus ojos somnolientos parpadeaban en la oscuridad y se arrebujaban en sus delgadas ropas baratas para protegerse del frío pelón de las húmedas murallas de piedra. La hora punta en los pasadizos del lado norte era un momento que había que evitar; la aglomeración podía arrastrarte, a menudo más allá de tu calle, hasta que de algún modo conseguías escabullirte entre la multitud y unirte a la corriente que avanzaba en sentido contrario. El aire de la hora punta estaba lleno de lamentos quejumbrosos:
—¡Déjenme salir de aquí, por favor!
—¡Basta de empujarme!
—¡Mi calle, mi calle!
Pero Marcia había hecho que la hora punta desapareciese. No había sido necesaria la Magia para ello: la mera visión de Marcia era suficiente para dejar a todo el mundo petrificado. La mayoría de la gente del lado norte nunca había visto a la maga extraordinaria. De haberla visto, habría sido un día de excursión al centro de visitantes de la Torre del Mago, por donde podían haber deambulado el día entero con la intención de echarle un fugaz vistazo si tenían suerte. Pero que la maga extraordinaria caminara entre ellos en los fríos y húmedos pasillos del lado norte resultaba increíble.
La gente lanzaba exclamaciones y se apartaba. Se fundían en las sombras de los portales y se esfumaban por los callejones secundarios, murmurando para sí sus propios sortilegios. Algunos incluso se quedaban paralizados, como conejos sorprendidos por el destello de una brillante luz. Se quedaban mirando fijamente a Marcia como si fuera un ser de otro planeta, lo cual bien podía haber sido cierto, dado el parecido entre su vida y la de ellos. Pero Marcia realmente no lo notaba. Diez años como maga extraordinaria la habían aislado de la vida real y, sin embargo, aunque al principio fue un shock, ahora estaba acostumbrada a que todo el mundo le abriera paso, le hiciera reverencias y murmurara respetuosamente a su alrededor.
Marcia salió majestuosamente de la calle y tomó el exiguo pasaje que conducía a casa de los Heap. En sus viajes, Marcia había notado que todos los pasajes tenían ahora números que reemplazaban los nombres casi cómicos que tenían antes, como Rincón Ventoso y calle Boca Abajo.
La antigua dirección de los Heap era: Gran Puerta Roja, callejón del Ir y Venir, los Dédalos.
Ahora parecía ser: habitación 16, corredor 223, lado norte. Marcia tenía perfectamente claro cuál prefería.
Marcia llegó a la puerta de los Heap, que había sido pintada del negro reglamentario por la patrulla de pintura hacía unos días. Oía el bullicioso alboroto del desayuno de los Heap al otro lado de la puerta. Marcia respiró hondo varias veces.
No podía retrasar el momento por más tiempo.
—Ábrete —ordenó Marcia a la puerta negra de los Heap. Pero, al ser una puerta que pertenecía a Silas Heap, no hizo nada de eso; en realidad, Marcia creyó ver cómo se tensaba en sus bisagras y apretaba la cerradura. Así que ella, la señora Marcia Overstrand, la maga extraordinaria, se vio obligada a llamar a la puerta tan fuerte como pudo. Nadie respondió. Lo volvió a intentar, cada vez más fuerte, con ambos puños, pero seguían sin contestar. Justo cuando estaba pensando en darle a la puerta una buena patada, y también su merecido, abrieron la puerta y Marcia se encontró cara a cara con Silas Heap.
—¿Sí? —dijo de modo brusco, como si no fuera más que un pesado vendedor ambulante.
Durante un breve instante, Marcia se quedó sin palabras. Miró detrás de Silas para ver una habitación que parecía haber sufrido recientemente los efectos de una explosión y ahora estaba, por algún motivo, llena de niños. Los niños pululaban alrededor de una niña pequeña de cabello oscuro que estaba sentada a una mesa cubierta con un mantel sorprendentemente blanco y limpio. La niña sostenía un pequeño regalo envuelto en un papel de vivos colores y atado con una cinta roja y, riendo, apartaba a algunos niños que intentaban cogérselo. Pero uno tras otro, la niña y todos los chicos, levantaron la mirada y se hizo un extraño silencio en el hogar de los Heap.
—Buenos días, Silas Heap —saludó Marcia con una gentileza un poco excesiva—; buenos días, Sarah Heap. Y... ejem, a todos los pequeños Heap, claro.
Los pequeños Heap, la mayoría de los cuales ya no eran precisamente pequeños, no dijeron nada, pero seis pares de ojos verdes brillantes y un par de ojos violeta intenso no se perdían detalle de Marcia Overstrand. Marcia empezó a sentirse incómoda: ¿acaso tenía una mancha en la nariz? ¿Se le había levantado algún cabello de manera ridícula? ¿Tal vez tenía un trozo de espinaca pegado en un diente?
Marcia recordó que no había comido espinacas para desayunar. «Adelante, Marcia —se dijo a sí misma—, tú eres quien manda aquí.» Así que se dirigió a Silas, que la miraba como si esperase que se marchara pronto.
—He dicho «buenos días», Silas Heap, —dijo Marcia de mal talante.
—Sí, lo has dicho, Marcia, sí, lo has dicho — respondió Silas—, ¿y qué te trae por aquí después de todos estos años?
Marcia fue directa al grano.
—He venido a buscar a la princesa.
—¿A quién? —preguntó Silas.
—Sabes perfectamente a quién —le soltó Marcia, a quien no le gustaba que nadie le hiciera preguntas y mucho menos Silas Heap.
—No tenemos princesas aquí, Marcia —aclaró Silas—, pensaba que eso era bien obvio.
Marcia miró a su alrededor. Era cierto, no era un lugar donde esperarías encontrar a una princesa. En realidad, Marcia nunca había visto semejante desorden en toda su vida.
En medio del caos, junto al fuego recién encendido, se encontraba Sarah Heap. Sarah estaba cocinando gachas para el desayuno de cumpleaños cuando Marcia entró en su hogar y en su vida. Ahora parecía transfigurada, sosteniendo la sartén de las gachas en el aire y contemplando fijamente a Marcia. Algo en su mirada le dijo a Marcia que Sarah sabía lo que se avecinaba. «Esto no va a ser fácil», pensó Marcia y decidió evitar ser drástica y volver a empezar.
—¿Puedo sentarme, por favor, Silas... Sarah? —solicitó.
Sarah asintió. Silas frunció el ceño. Ninguno de los dos pronunció palabra.
Silas miró a Sarah. Se había sentado con el rostro demudado y temblorosa, cogiendo a la niña del cumpleaños en su regazo y abrazándola fuerte. Silas deseaba más que nada en el mundo que Marcia se fuera y los dejara solos, pero sabía que tenía que oír lo que había venido a decirles. Suspiró pesadamente y dijo:
—Nicko, acércale a Marcia una silla.
—Gracias, Nicko —dijo Marcia mientras se sentaba con cautela en una de las sillas artesanales de Silas. El despeinado Nicko dirigió a Marcia una sonrisa picara y se retiró para confundirse entre el puñado de hermanos que se apiñaban de manera protectora en torno a Sarah.
Marcia miró a los Heap y se asombró de lo mucho que se parecían todos. Todos, incluso Sarah y Silas, tenían el mismo cabello trigueño rizado y, claro está, todos tenían los penetrantes ojos verdes de mago. Y en el medio de los Heap se sentaba la princesa, con su cabello negro liso y los ojos de un intenso color violeta. Marcia gruñó para sí. A ella todos los bebés le parecían iguales y nunca se le había ocurrido lo diferente que era la princesa de los Heap a medida que se hacía mayor. No le extrañaba que la espía la hubiera descubierto.
Silas Heap se sentó sobre un cajón de embalar volcado.
—Bueno, Marcia, ¿qué pasa? —inquirió.
A Marcia se le secó la boca.
—¿Tenéis un vaso de agua? —pidió.
Jenna bajó del regazo de Sarah y se acercó a Marcia, sosteniendo una gastada taza de madera con marcas de dientes en el borde.
—Toma, ten mi agua. No me importa. —Miró a Marcia con admiración.
Jenna nunca en su vida había visto a nadie como Marcia, nadie tan púrpura, tan brillante, tan limpia y con vestidos tan caros y, ciertamente, a nadie con unos zapatos tan puntiagudos.