Authors: Angie Sage
Pero en medio del caos de la gran habitación destacaba una pequeña isla de pulcritud: una mesa larga, y bastante desvencijada, cubierta con un mantel limpio de tela blanca. Encima de ella había nueve platos y tazas, y en la cabecera de la mesa una sillita decorada con bayas de invierno y hojas. Sobre la mesa, ante la silla, habían colocado un regalo, cuidadosamente envuelto en un papel de alegres colores y atado con una cinta roja, para que Jenna lo abriera en su décimo cumpleaños.
Todo estaba silencioso y tranquilo mientras el hogar de los Heap dormía pacíficamente durante las tres horas de oscuridad previas al amanecer invernal.
Sin embargo, al otro lado del Castillo, en el palacio de los custodios, el sueño, plácido o no, se había acabado.
El custodio supremo había sido levantado de su lecho y, con la ayuda del criado nocturno, se había puesto a toda prisa la túnica negra ribeteada de pieles y un manto negro y dorado. Después había instruido al criado nocturno sobre la manera de atar los zapatos de seda con bordados. Luego él mismo se había colocado cuidadosamente una hermosa corona en la cabeza. El custodio supremo nunca había sido visto en público sin la corona, que estaba mellada desde el día que se cayó de la cabeza de la reina y chocó contra el suelo de piedra. Tenía la corona ladeada en su cabeza calva y levemente puntiaguda, pero el criado nocturno, que era nuevo y estaba aterrorizado, no se atrevía a decírselo.
El custodio supremo caminaba con paso presuroso por el pasillo que conducía a la sala del trono. Era un hombre pequeño de aspecto ratonil, con ojos pálidos y casi descoloridos y una complicada barba de chivo a la que tenía la costumbre de dedicar varias felices horas de cuidados. Casi desaparecía bajo la voluminosa capa que tenía prendidas varias medallas militares, y su aspecto era bastante ridículo debido a la corona ladeada y ligeramente femenina. Pero si lo hubieseis visto aquella mañana, no os habría provocado risa. Os habríais escabullido en las sombras con la esperanza de pasar desapercibidos, pues el custodio supremo tenía un aire poderosamente amenazador.
El criado nocturno ayudó al custodio supremo a tomar asiento en el ornado solio de la sala del trono. Luego, le indicó con un gesto que podía retirarse y desapareció agradecido, pues su turno casi había acabado.
El helado aire de la mañana entraba pesadamente en la sala del trono. El custodio supremo se sentaba impasible en el solio, pero su respiración, que empañaba el aire frío en pequeños y rápidos estallidos, delataba su nerviosismo.
No tuvo que esperar mucho tiempo hasta que una joven alta, enfundada en el severo manto negro y la túnica roja de un Asesino, entrara a paso raudo e hiciera una reverencia, barriendo el suelo de piedra con sus largas y anchas mangas.
—Han encontrado a la Realícia, señor —anunció la Asesina en voz baja.
El custodio supremo se sentó y la contempló con sus pálidos ojos.
—¿Estás segura? Esta vez no quiero errores —advirtió amenazadoramente.
—Nuestra espía, señor, llevaba tiempo sospechando de esa niña. La considera una extraña en su familia. Ayer nuestra espía descubrió que la niña tiene la misma edad.
—¿Qué edad exactamente?
—Hoy ha cumplido diez años, señor.
—¿De veras? —El custodio supremo se recostó en el trono y meditó sobre lo que la Asesina le había dicho.
—Aquí tengo un retrato de la niña, señor. Considero que se parece mucho a su madre, la antigua reina.
Del interior de su túnica, la Asesina sacó un pedacito de papel en el que había dibujado a una niña con ojos violeta oscuro y un largo cabello negro. El custodio supremo cogió el dibujo. Era cierto. La niña se parecía notablemente a la reina muerta. Tomó una rápida decisión y chasqueó fuerte los huesudos dedos.
La Asesina inclinó la cabeza.
—¿Señor?
—Hoy a medianoche. Irás a hacerle una visita a... ¿dónde está?
—Habitación dieciséis, corredor doscientos veintitrés.
—¿Cuál es el apellido?
—Heap, señor.
—¡Ah! Llévate la pistola de plata... ¿Cuántos son en la familia?
—Nueve, señor, incluida la niña.
—Y nueve balas por si hay problemas. Plata para la niña. Y tráemela, quiero pruebas.
La joven palideció. Era su primera y única prueba. No había segundas oportunidades para un Asesino.
—Sí, señor.
Hizo una breve inclinación y se retiró; le temblaban las manos.
En un tranquilo rincón del salón del trono, el fantasma de Alther Mella se levantó del frío banco de piedra en el que estaba sentado. Suspiró y estiró las viejas piernas de fantasma. Luego se envolvió en sus raídas vestimentas de color púrpura, respiró hondo y atravesó la gruesa pared de piedra del salón del trono.
Una vez fuera, se encontró a sí mismo colgado a veinte metros del suelo en el frío aire de la mañana y, en lugar de retirarse de una manera digna, como correspondería a un fantasma de su edad y condición, Alther desplegó los brazos como un pájaro y descendió grácilmente en picado a través de la nieve que caía.
Volar era casi lo único que a Alther le gustaba de ser un fantasma. Desde que se convirtió en fantasma, había perdido su paralizador miedo a las alturas y se pasaba muchas electrizantes horas perfeccionando sus movimientos acrobáticos. Pero, aparte de eso, no le gustaban muchas más cosas de ser un fantasma, y sentarse en el salón del trono, donde en realidad se había convertido en uno y en consecuencia había tenido que pasar el primer año y un día de su fantasmez, era una de sus ocupaciones menos predilectas. Pero tenía que hacerlo; Alther consideraba su obligación saber lo que planeaban los custodios e intentaba tener a Marcia al corriente. Con su ayuda, Marcia había conseguido estar un paso por delante de los custodios y mantener a Jenna a salvo. Hasta el momento.
A lo lejos, en su lejano escondite de las montañas fronterizas, DomDaniel había intentado seguirle la pista a Jenna desde que el primer Asesino dejó incompleta su tarea hacía diez años. Después de que DomDaniel asesinara a la reina, envió a su emisario, el custodio supremo, junto con sus esbirros, los custodios, y un ejército de guardias custodios, a tomar el Castillo y dar caza a la princesa, o la Realícia, como desdeñosamente la llamaba DomDaniel. Habían transcurrido diez largos y frustrantes años durante los cuales cualquier intento de encontrarla había sido abortado por Alther Mella.
Sin embargo, DomDaniel no se percataba de que su viejo aprendiz aún intentaba impedirlo. Ninguno de los fantasmas del Castillo se le aparecía, dadas sus conexiones con la Oscuridad, y DomDaniel no era consciente de su presencia, ni siquiera de la de Alther. Culpaba a la exasperante Marcia Overstrand de su fracaso en la tarea de encontrar a la princesa y estaba cada vez más impaciente. No obstante, aunque DomDaniel no lo sabía, hacía poco había tenido un golpe de suerte.
Cuando el custodio supremo tomó el Castillo, una de las primeras cosas que hizo fue prohibir a las mujeres entrar en el juzgado. El tocador de señoras, que ya no se necesitaba, se había convertido en la pequeña sala de reuniones del comité. Durante el mes pasado, que había sido especialmente frío, el comité de los custodios se reunía en el tocador de señoras, que tenía la gran ventaja de contar con una estufa de madera, en lugar de reunirse en la cavernosa sala de reuniones del comité de custodios, donde silbaba un viento helado que convertía sus pies en bloques de hielo.
Y así, sin saberlo, por una vez los custodios iban un paso por delante de Alther Mella; porque, como fantasma, Alther solo podía ir a los lugares en los que había estado en vida. Y, como joven mago bien educado, Alther no había puesto jamás un pie en el tocador de señoras. Lo máximo que podía hacer era merodear por los alrededores y esperar, tal como había hecho cuando estaba vivo y cortejaba a la juez Alice Nettles.
A última hora de una tarde particularmente fría de hacía unas semanas, Alther había observado al comité custodio mientras se trasladaba al tocador de señoras. La pesada puerta con el cartel de SEÑORAS aún visible en desgastadas letras doradas se cerró en sus narices y Alther se quedó fuera, con la oreja pegada a la puerta, tratando de escuchar lo que sucedía. Pero, por mucho que lo intentara, no pudo oír la decisión del comité de enviar a su mejor espía, Linda Lañe, con el pretexto de su «interés» por las hierbas y la curación, a vivir en la habitación 17, corredor 223. Eso estaba justo en la puerta contigua a los Heap.
Así que ni Alther ni los Heap tenían la menor idea de que su nueva vecina era una espía. Y muy buena.
Mientras Alther Mella volaba por el aire nevado pensando en cómo salvar a la princesa hizo dos dobles rizos casi perfectos, antes de bajar rápidamente en picado a través de los copos de nieve para alcanzar la pirámide dorada que coronaba la Torre del Mago.
Alther aterrizó con desenvoltura sobre sus pies. Por un momento permaneció en perfecto equilibrio de puntillas. Luego levantó los brazos por encima de la cabeza y empezó a girar, cada vez más rápido, hasta que se hundió lentamente a través del tejado y entró en la habitación que había abajo, donde erró el aterrizaje y cayó en el dosel de la cama de Marcia Overstrand.
Marcia se sentó, asustada. Alther estaba espatarrado sobre la almohada con aspecto azorado.
—Lo siento Marcia. Sé que es poco galante. Bueno, al menos no tenías los rulos puestos.
—Mi pelo es rizado natural, gracias, Alther —respondió Marcia enojada—. Deberías haber esperado a que me despertara.
Alther tenía un aspecto grave y se volvió algo más transparente que lo habitual.
—Me temo, Marcia —dijo muy serio—, que esto no pueda esperar.
Marcia Overstrand salió de su alta torre dormitorio con vestidor adjunto, abrió la pesada puerta de púrpura que conducía al descansillo y comprobó su aspecto en el espejo graduable.
-Menos ocho coma tres por ciento - ordenó al espejo, que tenía un temperamento nervioso y temía el momento en que la puerta de Marcia se abría cada mañana.
Con el transcurso de los años, el espejo había llegado a leer los pasos que atravesaban las tablas de madera, y aquel día le habían puesto al espejo los nervios a flor de piel. Muy a flor de piel. Se puso en posición de firmes y, en su avidez por complacer, hizo el reflejo de Marcia un ochenta y tres por ciento más delgado, de modo que parecía un furioso insecto palo púrpura.
—¡Idiota! —le espetó Marcia.
El espejo volvió a hacer el cálculo. Odiaba las matemáticas a primera hora del día y estaba convencido de que Marcia le pedía horribles porcentajes a propósito. ¿Por qué no podía pedirle un bonito número redondo para ajustar su delgadez, como un cinco por ciento? O aún mejor, ¿un diez por ciento? Al espejo le gustaban los diez por ciento; los podía calcular.
Marcia sonrió ante su reflejo, tenía buen aspecto. Vestía su uniforme de invierno de maga extraordinaria y le sentaba bien. Su capa doble de seda púrpura tenía un ribete de la más fina piel de angora de color añil. Caía con gracia desde sus anchos hombros y se ceñía obedientemente alrededor de sus pies puntiagudos. Los pies de Marcia eran puntiagudos porque le gustaban los zapatos puntiagudos y se los había encargado especialmente. Estaban hechos de la piel de serpiente que había mudado la pitón púrpura que el zapatero, Terry Tarsal, criaba en el patio trasero, solo para los zapatos de Marcia. Terry odiaba las serpientes y estaba convencido de que Marcia pedía piel de serpiente a propósito. Bien podía haber estado en lo cierto. Los zapatos de pitón púrpura de ésta brillaban a la luz reflejada por el espejo, y el oro y el platino de su cinturón de maga extraordinaria lanzaban impresionantes destellos. Alrededor del cuello llevaba el amuleto Akhentaten, símbolo y fuente de poder del mago extraordinario.
Marcia estaba satisfecha. Aquel día necesitaba lucir un aspecto impresionante. Impresionante y un poco temible. Bueno, un poquito temible si era necesario, aunque esperaba que no lo fuera.
Marcia no estaba segura de si parecía temible. Ensayó unas cuantas expresiones en el espejo, que se estremeció en silencio, pero no estaba segura de ninguna de ellas. Marcia no era consciente de que ante la mayoría de la gente se hacía muy bien la temible; de hecho, era una perfecta campeona en ese arte.
Marcia chasqueó los dedos.
—¡Espalda! —exclamó.
El espejo le mostró la visión de su espalda.
—¡Lados!
El espejo le mostró ambos lados.
Y luego se fue, bajó los escalones de dos en dos hasta la cocina para aterrorizar al cocinero, que la había oído aproximarse y estaba intentando desesperadamente esfumarse antes de que entrara por la puerta.
No lo consiguió y Marcia estuvo de mal humor todo el desayuno.
Marcia dejó el servicio del desayuno para que él mismo se lavara y salió con paso decidido por la maciza puerta púrpura que conducía a sus aposentos. La puerta se cerró con un ruido suave y respetuoso detrás de ella, mientras Marcia saltaba a la escalera de caracol plateada.
—Abajo —ordenó a la escalera, que empezó a girar como un sacacorchos gigante y la bajó lentamente por la alta torre a través de pisos aparentemente interminables y diversas puertas que conducían a habitaciones todas ellas ocupadas por una sorprendente variedad de magos.
De las habitaciones salía el sonido de la práctica de hechizos, el soniquete de los encantamientos y la cháchara general de los magos durante el desayuno. El olor de tostadas, panceta y gachas se mezclaba extrañamente con las vaharadas de incienso que flotaban en el aire, procedentes del salón de abajo, y cuando la escalera de caracol se detuvo con delicadeza y Marcia se bajó, se sintió un poco mareada y con ganas de salir a tomar el aire fresco. Caminó a paso veloz por el vestíbulo hasta las enormes puertas de plata maciza que guardaban la entrada de la Torre del Mago. Marcia pronunció la contraseña; las puertas se abrieron en silencio ante ella y en un instante atravesaba el umbral plateado y se encontraba fuera en el frío glacial de una mañana nevada de pleno invierno.
Mientras Marcia bajaba los escalones, pisando con cuidado la nieve crujiente con sus finos zapatos afilados, sorprendió al centinela que estaba ociosamente tirando bolas de nieve a un gato callejero. Una bola de nieve aterrizó con un golpe sordo en la seda púrpura de su capa.
—¡No hagas eso! —gritó Marcia, cepillándose la nieve de su capa.