Authors: Kathy Lette
Desde la posición horizontal, la luna ladeada parecía estar borracha y amargada en el cielo nublado, desapareciendo entre las nubes rumbo a la playa con lencería luminosa. Cuando Shelly, con una mueca de dolor y sin aliento a causa de la caída, por fin consiguió llegar a la oscura orilla del agua, el temporal se acudió contra su rostro con tanta fuerza que le imposibilitó el proseguir. Todo lo que podía ver a través del diluvio eran los rombos de luz de un gran buque de vela. El clíper, traído a propósito de la ceremonia de representación de la colonización, estaba tirando de su cadena en el amplio mar, golpeando el Safari 800 azul, un mini submarino turístico que había regalado el gobierno francés para la propicia ocasión.
Shelly volvió cojeando hacia la hamaca de la piscina, pero Dominic y el equipo de grabación de Gaby ya se habían metido en la cabaña. Se detuvo bajo las luces de la cabaña para examinar la recompensa por la que había arriesgado su vida. Abrió el pasaporte. Había una foto de Kit, en la que parecía un pirata (Dios, hasta en la foto de su pasaporte estaba atractivo, suspiro, mientras que la suya parecía como si la acabaran de arrestar por apalear tejones). ¿Y debajo? Cuando Shelly llevó la mirada al final de la página, exhaló haciendo un sonido similar al de una rueda desinflándose.
Bajo la foto de Kit, en letra negrita estrecha, estaba impreso el nombre de alguien más.
Shelly sintió un atisbo de migraña formándose en su sien izquierda. Para Kit Kinkade, la verdad no sólo era más extraña que la ficción, era una completa extraña.
Permaneció ahí bajo la lluvia y el viento, estupefacta tras su último engaño, completamente perdida en sus pensamientos… los cuales, tuvo que admitir Shelly, estaban demostrando ser un territorio totalmente desconocido últimamente. Analizó los rasgos fotogénicos de Kit. Se supone que los americanos son como libros abiertos, pero su marido
yanqui
estaba demostrando ser un auténtico jeroglífico. ¿Por qué siempre era tan reservado? Como un espía. No sabía para quién estaba trabajando Kit, pero albergaba la firme sospecha de que era el enemigo.
Los hombres piensan que «Experiencia Orgásmica Mutua» es una compañía de seguros.
Razón por la cual la posición favorita de la mujer en la cama es al estilo perrito… él pide como un perro mientras ella se da la vuelta y se hace la muerta.
Agente doble
—¿Rupert Rochester de Ruttington… «Barón»? ¿Te llamas Rupert Rochester? —Luego, en voz más baja—. ¿Y eres un maldito «barón»?
—Sabes, realmente no deberías andar por ahí después del crepúsculo llevando tu billetera de par en par. —Éstas fueron las primeras palabras de Kit al encontrarla esforzándose por ver su pasaporte bajo la cabaña a la luz de las antorchas, con la billetera tirada a sus pies. Kit la cogió y rebuscó en ella, aliviado de encontrar todo el dinero.
—¿Rupert Rochester? —repitió Shelly, entumecida.
—Oh. Ah. Bueno, sí —dijo como si nada—. ¿No te comenté que viajo con un nombre falso?
—¿De Ruttington? ¿Barón?
Su marido parecía ser capaz de mudar de identidad con la facilidad de una serpiente. ¿Quién era este hombre? Su esposo vaciló ante la vehemencia de su mirada analítica. La verdad sobre él estaba resultando más difícil de encontrar que la despensa de Calista Flockhart. Como todo buen capullo, Kit sabía ocultar y revelar al mismo tiempo. Era una prestidigitación psicológica.
—¿Por qué?
—Porque, hum, bueno… ése es mi nombre de casado.
—¿Estás «casado»? —El mundo dio una sacudida a través de ella—. ¿Con otra mujer además de conmigo? ¿Qué eres? ¿Un mormón? ¡Estoy bastante segura de que la pregunta número uno del formulario de inscripción era «¿Eres soltero?»!
—Bueno, mental, emocional y psíquicamente estoy soltero. Pero técnicamente hablando estoy casado, sí.
—¿Entonces eres… —intentó acelerar el motor de su cerebro paralizado y ponerlo otra vez en marcha— bígamo? —Kit había metido para arreglar el mecanismo no una llave inglesa, sino una caja de herramientas al completo.
—Hey, suena más emocionante de lo que realmente es. En realidad, sólo duplica tus posibilidades de tener que sacar la basura.
A Shelly se le ocurrieron varias respuestas simultáneamente: 1) ¿Por qué no conseguía ver la marca de su lobotomía? 2) ¿Cómo coño metía sus pezuñas de cabra en esas zapatillas? 3) ¡Huye!
En vista de que la opción número tres parecía la más sensata ante estas circunstancias Salt Lake Cityescas
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, Shelly giró sobre sus talones y echó a correr todo lo rápido que le permitiera su tobillo herido, a través de la lluvia torrencial, hasta llegar a su
búngalo
y atrancó la puerta. Había estado sumida en una neblina de confusión. Pero la neblina estaba empezando a disiparse. Kit Kinkade, sencillamente, había estado orquestando sus emociones y ella le había seguido la corriente, como si respondiera a la batuta invisible de algún director de orquesta. Sin embargo, esta última revelación había enfriado su pasión a la temperatura de un estanque polar.
«¡
Oh, gracias, vagina
! —le rugió a su órgano—.
Gracias por meterme en esto
.» Pensó en desconectar su sexualidad. ¡Sí! Eso era. Ya no pagaría más facturas. Haría caso omiso a los recordatorios escritos en tinta roja. Dejaría que su libido se cortara. Llamaron a la puerta. Pero al haber renunciado al sexo, era una persona libre. Simplemente lo ignoraría, y al día siguiente, lo primero que haría sería marcharse de allí e irse a vivir a una cueva perdida y estudiar caligrafía.
Kit seguía llamando a su puerta.
—Sé que pinta muy mal, pero no es lo que tú piensas, en serio. Déjame entrar, Shelly. Dame la oportunidad de explicártelo.
—¡Lárgate, «Rupert»!
Shelly escondió la pistola en el cajón de la ropa interior, se cambió su ridículo conjunto y, tras sacar un paquete de cigarrillos del minibar, lo abrió y encendió uno. Y estamos hablando de una mujer que ni siquiera fumaba.
—Abre la puerta y deja que me resguarde de la maldita lluvia. Es una auténtica inundación. ¡Me estoy empapando aquí fuera!
—Pues mi radar psicológico está emitiendo pitidos aquí dentro.
—Te lo contaré todo, ¿vale? Por favor, Shelly, venga. Deja que te lo explique.
—Que te den, Kit. Ya no sé cómo decírtelo… bueno, quizá con una pistola de descarga eléctrica.
—Tengo esposa, para mi desgracia. Aunque si quieres puedes llamarla por su verdadero nombre: Engendro de Satán.
—La foto de la billetera —dedujo Shelly. Se desplomó contra la puerta, poniendo la oreja cerca del ojo de la cerradura mientras daba caladas frenéticas a su pitillo. Estaba bastante segura de que eso era lo que había visto hacer a la gente en las películas siempre que parecían estar a punto de clavarse una varilla de cóctel en el lóbulo temporal—. Continúa. Te escucho.
—Como te dije, me tomé un descanso de esa basura de serie y seguí la pista de los mochileros: Katmandú y Goa, Koh Samui, Chiang Mai, Marrakech, Bali, Bondi… Conocí a Pandora en Koh Samui. Ella era una
hippie
pija, vagando por el mundo. Tuvimos algunas aventuras locas. Nos unieron, ¿sabes? Y también la atracción de ser tan opuestos, supongo. Cuando me fui de viaje, me vacuné contra la malaria, el tifus y la hepatitis… pero no contra la Pandoraitis.
—Oye, ¿podríamos zanjar esto en cincuenta palabras o menos? —preguntó Shelly con toda frialdad desde el otro lado de la puerta. Después de todo, tenía que irse a una cueva de ermitaño—. Bueno, ¿y cómo se volvió tan tóxica esa «esposa» tuya?
—Vale. La versión corta. ¿Puedo entrar? Sigo empapándome aquí fuera.
—¡Bien! —gritó Shelly a través de la puerta. Si estuviera en sus manos, él también sería fustigado en carne viva con una soga mojada en sal, y abandonado, retorciéndose, en la arena para los cangrejos, como el auténtico pirata que era.
—Fue un error. Nos casamos a los dos meses. Teníamos que hacerlo rápido para evitar líos de inmigración. Luego mataron al hermano de Pandora en algún incidente relacionado con las drogas y ella heredo la majestuosa fortun
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…
—¿Qué es eso? ¿Una hemorroide monárquica? —Shelly dio una calada peliculera a su pitillo, con aire cáustico a lo Lauren Bacall.
—Ja ja. Desde ese momento empezó a cambiar. Dejó de reírse con mis bromas estúpidas. Empezó a criticar mi ropa y mi música. Me matriculó en clases de jodida elocución. Me hizo dejar a mis amigos y salir sólo con sus colegas esnob: «Te dejaré jugar con mi himen si tú me dejas jugar con el tuyo».
—Oh, pobrecito, me partes el corazón —se mofó Shelly—. Obligado a subir la escalera social cuando él no tenía cabeza para las alturas. Llama a Amnistía Internacional.
—Puede que sea nuevo para ti, Shelly, pero cuando alguien a quien amas se vuelve contra ti, bueno, es como una experiencia extracorporal.
«A mí me lo vas a contar», murmuró, incinerada en una nube de humo.
—«Negación
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», creo que lo llaman los psiquiatras —dijo Kit.
—Sí, sí —respondió Shelly con aburrimiento—. Esa cosa no es sólo un río de Egipto.
—Recuerdo sentir que quería arrastrarme a un cenicero y morir. La quería muchísimo.
Shelly gimió de manera despectiva.
—Espera que baje el volumen al programa de Jerry Springer para que pueda oírte mejor… ¡Oh! ¡Un momento! Si eres tú. Si la querías tanto, ¿por qué no intentaste entonces salvar el matrimonio?
—¡Claro que lo intenté, maldita sea! Me leí todo lo leíble, fui a todos los terapeutas. Ella, mientras tanto estaba buscando la receta que mejor disimulara el sabor de la estricnina. Aunque, ¿realmente habría importado? ¿Ahora que estoy a punto de morir de una pulmonía?
¿Por qué tendría que creerle? Este era otro caso de «La verdad, Toda la verdad, Nada más que la barnizada verdad».
—A ver —Shelly puso la cabeza entre sus manos—. Quieres que me crea que después de todos los peligros a los que has sobrevivido en tus viajes… a las avalanchas, revolcándote en la nieve y nadando para mantenerte en la cima; a los incendios forestales, lanzándote al viento y saltando sobre las llamas; a los tornados, poniéndote en los ángulos adecuados de su trayectoria; a los rayos, pegándote al suelo; a los mordiscos de serpientes, hipotermias, terremotos… ¿no pudiste sobrevivir a un matrimonio de poca monta con una insignificante
hippie
pija?
—Ahórrame el sarcasmo de tercer grado, Shelly. Ya he tenido bastante con lo de la maldita fortuna majestuosa. Mira. Balance. En el matrimonio puedes sobrevivir sin amor, pero tiene que haber afecto.
—Continúa —murmuró Shelly, con desprecio halando prácticamente todo el pitillo de una calada—. A estas alturas ni siquiera hablará con tus plantas a menos que sea a través de su abogado, ¿correcto?
—Correcto. Lo que no sabía de la clase media-alta inglesa —perseveró Kit— es que no se casa por amor. Siempre hay un socorrista junto a su reserva genética, ¿sabes? Pandora sólo se casó conmigo para vengarse de su padre. Nunca paró de hablar de lo estafador que era.
—Aham —dijo Shelly con un bostezo—. La vieja historia del «árbol genealógico lleno de retrasados». Tendrás que hacerlo mejor, Kinkade.
—Oh, créeme, eso es precisamente lo que quiero. Por eso me fui. De todos modos, cuando su corrupto viejo muere de un paro cardíaco… de una conmoción, cree Pandora, después de que su hermano mayor muriera de una sobredosis… Pandora se hizo cargo de su empresa.
—¿Y?
—Digamos que ahora está siguiendo las huellas de su padre.
—Di lo que quieras, Rupert. Nada de esto explica tu nombre falso.
—Ah, eso. Bueno, en aquella época Pandora estaba preocupada por mi condena por tráfico de drogas en Estados Unidos, y…
—¿Condena por tráfico de drogas? ¿Un timador bígamo que encima es un delincuente buscado por tráfico de drogas? —Shelly absorbió con tanta fuerza en el cigarrillo que por poco se lo traga—. Oh, esto se pone cada vez mejor.
—Sólo de éxtasis.
—Oh, eso me deja más tranquila —dijo, rezumando desdén por la voz.
—Pandora pensó que mi condena entorpecería sus viajes alrededor del mundo, así que me consiguió un pasaporte falso. Cuando me casé con ella en Tailandia, fue con el nombre que ella había elegido… Rupert Rochester. Le añadió la parte de barón para impresionar a sus colegas sin personalidad propia. Pero Kit Kinkade es mi verdadero nombre. En cualquier caso, lo que estoy intentando decir, Shelly, es que cometí un error garrafal de imbécil. Quiero volver a empezar. Y como estaba destrozado y desesperado pues…
—Pensaste que podrías hacer una apuesta múltiple que combinase una boda espontánea y una luna de miel tropical con una escapada de Inglaterra con los gastos pagados —aclaró Shelly malhumorada.
—Bueno, sí, básicamente.
—¿Y por eso llevabas esa peluca rubia cuando nos casamos?
—Bueno… hum… sí. Siempre he considerado que la mejor forma de sobrellevar una crisis es mantenerse firme, enfrentarte a tus miedos y luego mentir hasta que no te queden ideas.
Shelly le interrogó de manera más exhaustiva.
—¿Y qué me dices del metraje de Gaby? Ahora ya no estás disfrazado. Si estás huyendo, ¿no crees que aparecer por televisión en horario de máxima audiencia te descubrirá ligeramente la tapadera?
—Para cuando ese programa de mierda se transmita en Inglaterra, yo estaré a salvo en Madagascar, donde nadie pueda encontrarme. Pero no puedo irme hasta que Gaby nos dé el resto del dinero mañana.
—¡Entonces me estás diciendo que básicamente me has estado usando! ¡Todo este maldito tiempo!
—Bueno, al principio sí. Lo confieso. ¡Estaba desesperado! No tenía más opción que sacar algo de un sombrero y ver si saltaba. Pero luego… bueno… empecé a sentir algo por ti.
—¡Y a mí me dio una crisis nerviosa! —«Los maridos son novocaína para el alma», pensó Shelly encendiendo otro cigarro con la colilla del anterior—. ¿Por qué debería creer nada de lo que me digas?
—De cuando en cuando un marido pasa a ser persona, sabes. Podría hacerte realmente feliz, Shelly.
—¿Por qué? ¿Te vas a marchar?
—Sí, contigo. A Madagascar. En cuanto me des esos billetes.
—¿Yo? ¿Contigo? ¡A Madagascar! Ni hablar. No vuelvo a ir a ningún sitio con ningún hombre.
—Sí, sí, ya sé. Tu madre tuvo razón desde el primer momento… todos los hombres son unos cabrones y todas las mujeres son maravillosas.