Sexy de la Muerte (23 page)

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Authors: Kathy Lette

—¡Escucha, Kinkade, no estoy enfadada porque sea mujer, estoy enfadada porque tú eres un capullo!

—Me acusaste de actuar como una mujer, ¿no? Pues tú estás actuando como un hombre. Aquí estoy, entregándome a ti. Sólo para descubrir que te asusta demasiado el compromiso. No eres más que un cambio de sexo en potencia, ¿lo sabías?

—¡Yo no tengo problemas con el compromiso! Para empezar, el compromiso es lo que me metió en problemas! Comprometerse, comprometerse. Mi único compromiso será con un centro de delincuentes psicóticos por haberme permitido a mí misma casarme contigo.

—Vale, tu viejo te defraudó. Y te hizo mucho daño. Así que ahora, para evitar que otro hombre te vuelva a defraudar, debes sabotear nuestro idilio convenciéndote de que ya no me quieres.

—¡Eso no es verdad! —Shelly hizo una pausa dramática—. Para empezar, nunca te quise.

—Abre la puerta y dime eso a la cara.

Abrió la puerta. Y se lo dijo a la cara. Y él dijo:

—¿Puedo besarte?

—Sólo si puedo dejarme el cigarrillo en la boca.

La agarró de las muñecas y la empujó contra la jamba de la puerta, apretando su cuerpo duro contra sus caderas. Le quitó el cigarro de la boca y la besó tan largamente y con tanta pasión que cuando finalmente se apartó, ella tuvo que comprobar si aún tenía las bragas puestas.

—¿Qué dirías si te llevo a la cama? —dijo, y sus ojos brillaban con deseos oscuros y malvadas intenciones.

—Diría que no puedo hablar y reír al mismo tiempo —respondió, apartándole. Podía controlar su lujuria. Debía controlarla. De lo contrario, ¿qué era ella? Sólo un organismo. Un pepino de mar ciego y descerebrado como los que había visto en el fondo marino.

—¿Es eso cierto? A propósito, aquí tienes la guita que me dejaste. Oh… ¡mira esos chichones y moratones! ¿Te los hiciste por mí? —Kit arrastró con delicadeza un dedo largo y frío por su brazo—. Diagnostico: reposo absoluto en la cama durante una semana como mínimo. Órdenes del médico.

—Oh, de acuerdo, doctor. Otra mentira. ¿Sabes?, antes preferiría una inyección letal del agua de la bañera de Ozzy Osbourne que irme a la cama contigo —dijo Shelly, pero no hizo por soltarse.

—No puedes privarte de afecto, Shelly. ¿Cómo podrías? Es como privarse de oxígeno. El índice de mortalidad de las mujeres que tienen mucho sexo es más de un cincuenta por ciento más bajo que el de las chicas que no lo tienen. El sexo también le da a la mujer mejor resistencia ante al estrés, una piel más limpia, mayor tolerancia al dolor, mejor circulación, huesos más fuertes, aumenta la memoria, reduce las posibilidades de padecer enfermedades cardíacas y hace que el pecho esté más sano.

—¿Cómo narices sabes tú eso?

—El médico que representé en la serie era ginecólogo —sonrió Kit despreocupadamente—. Sé que tu madre te enseñó a resistirte a los hombres, pero yo podría enseñarte otro tipo de resistencia al hombre totalmente distinta… la contracción de los músculos vaginales durante el orgasmo.

—Oh. —Ahí estaba ese «oh» de nuevo. El corazón le daba golpes como un boxeador en entrenamiento—. Entonces… qué… ¿qué crees tú que me recetaría el médico para estas abrasiones mías?

—Resucitación de estómago a estómago —dijo, conforme le besaba con suavidad cada arañazo de sus brazos.

Su cuerpo se rindió al instante, «
¡Traidora!
», le dijo a su entrepierna mientras ésta se humedecía con insubordinación. Kit la cogió en brazos y la llevó a la cama. Su cuerpo era luz solidificada… todo él pura energía y calor. ¿Qué opción le quedaba a una mujer? El hombre era Sperminator… derretía toda la lógica y el autocontrol con su estela de sensualidad. Tan pronto puso a Shelly sobre los cojines, ya estaba lamiéndola y chupándola con la clase de exuberancia sibilante que los hombres suelen reservarse para un plato de ostras. Si Shelly hubiera sido capaz de hablar, habría dicho en broma que era ostras en media Shelly
{21}
. Cuando él tumbó el cuerpo sobre el suyo, las sensaciones estallaron dentro de ella cual champán. Conforme Shelly Green se acercaba por fin, sin aliento, a la consumación de su matrimonio mediante la penetración, un suspiro largo y fuerte se escapó de sus labios separados… como si acabar alcanzar el siguiente nivel de la meditación del
ashtanga yoga.

Por el espacio de un relámpago pareció como si su matrimonio pinchado pudiera llegar a la orilla. Nada podía pararlos ahora…

INTERRUMPIMOS ESTA SEDUCCIÓN

PARA TRAERLES UN BOLETÍN INFORMATIVO.

El sonido era ensordecedor y terrorífico… el ruido sordo e inconfundible de una bomba. Kit corrió a la ventana, medio desnudo.

—¡El barco de la representación! Está en llamas. Debe de ser el Frente de Liberación.

Con el
cunnilingus
en bandeja, Shelly se encontró a sí misma curiosamente indiferente a la reforma política. Lo llamó para que volviera a la cama. Ahora estaba preparada para hacer el amor de manera muy jugosa, festiva y ferviente. ¡Tendría una experiencia sexual afrodisíaca y paradisíaca y la tendría ahora mismo, con o sin ataque terrorista, maldita sea!

Sin embargo, Kit no volvió.

De mala gana, ella metió los brazos por dentro de la camisa de Kit y se unió a él en el balcón. El muelle también estaba incendiado, con grandes lenguas de fuego llameando hacia el cielo. El calor encendió los fuegos artificiales, que se habían preparado para la ceremonia de representación pero se habían pospuesto a causa del viento. El cielo tormentoso era de luces chisporroteantes.

El
mánager
estaba corriendo a toda prisa por la playa por debajo del
búngalo
de Shelly, avisando a nadie en particular de que el mini submarino había sido robado. «¡El submaguino! ¡El submaguino!» El alarido lejano de las sirenas anunció la llegada de las ambulancias y coches de policía. Abajo se produjo un pandemonio conforme los huéspedes de la fiesta de disfraces en La Caravelle corrían hacia la playa para comprobar qué había pasado. Shelly observó cómo cuatro dobles de
Abba
chocaban en el camino bajo su balcón y se desplomaban unos encima de otros. Al instante los inmovilizó un armadillo gigante que había tropezado con ellos y ahora estaba intentando no sentirse apabullado por el hecho de que su nariz estaba metida en el culo del presidente Bush.

—Tengo que volver a mi habitación —anunció Kit bruscamente.

—¡Qué! ¿Ahora? ¿Por qué? —Shelly le siguió hacia el interior del
búngalo
.

—¿Tienes el pasaporte y los billetes?

—Sí, pero… —miró a Kit, desconcertada—. ¡No sé si eres consciente de esto, pero se supone que tu marido no debe perder interés sexual en ti hasta después de que hayáis consumado sexualmente vuestro maldito matrimonio!

—No estoy perdiendo interés sexual en ti. ¿Cómo puedes decir eso? —Se lamió los labios deliberadamente.

—Ay, no sé. ¡Quizá tenga algo que ver con el hecho de que durante el sexo alcé la vista para percibir que mi marido estaba en otro
búngalo
!

—Lo siento. Es una emergencia, Shelly. Tengo que irme. —Con una repentina inquietud, desengancho su camisa de los brazos de Shelly e introdujo los suyos en las mangas.

—Entonces voy contigo. —Shelly extendió la mano para coger un par de vaqueros.

—No.

Se quedó helada. La atmósfera sistemáticamente fría de la habitación de hotel se volvió bochornosa.

—¿No? —Él miró al suelo, envuelto en alguna tiniebla personal—. ¿Por qué? ¿Qué estás escondiendo esta vez? —Bajo la superficie de la vida cotidiana había otra vida distinta en la que vivía Kit, como si estuviera bajo el agua—. Habla. Explícate.

Kit estaba crujiendo sus nudillos con culpabilidad, como para castigar a su mano.

—¿Qué te gustaría para cenar, Shelly? ¿Una lata de gusanos? Porque eso es lo que vas a conseguir como sigas interrogándome así.

—Bien. Entonces llamamos al servicio de habitaciones, ¿no?… ¡Camarero! —gritó por el teléfono—. ¡Un abridor de lata de gusanos, por favor!

—¿Dónde has metido mis pasaportes y lo demás? —Empezó a registrar la habitación.

Kit se pasó una mano agitada por el pelo.

—Tienes que creerme.

La palabra «C» otra vez. Hummm. Certeza y confianza… ¿acaso no eran las primeras bajas en tiempos guerra? Parecía que la única opción que tenía Shelly era emprender su propio trabajo clandestino. Sacó con docilidad sus documentos escondidos y dejó que se fuera. Entonces se vistió rápidamente y salió de su
búngalo
en silencio, siguiéndole de cerca. Juntos esquivaron a policías, bomberos, huéspedes histéricos y cocos que caían de los árboles destrozados por la tormenta, pero él siguió ajeno a su acosadora. Finalmente llegaron a su
búngalo
al otro lado del complejo. Al otro lado de la puerta había platos del servicio de habitaciones y, se percató ella con creciente pánico, había comida para dos.

En el momento en que él giró la llave en la cerradura, ella estaba junto a él, cogiéndole del codo.

—¿A quién narices estás escondiendo ahí? ¿A Coco? ¿A tu misteriosa compañera de reserva de viaje? ¿A Elvis Presley? ¿Al jodido Osama Bin Laden?

Antes de que pudiera detenerla, Shelly Green se abrió paso de un empujón e irrumpió en la habitación. Se quedó de pie, patidifusa de asombro, chorreando agua de lluvia sobre la alfombra. La televisión estaba encendida; un reestreno de los Simpsons. Una mujer criolla se había levantado alarmada ante la aparición de Shelly. Pero eso no fue lo que dejó perpleja a Shelly. Sentada en el suelo delante de la televisión, masticando absorta patatas fritas con la boca abierta, había una niña de unos ocho años.

Shelly se dio la vuelta tambaleándose para mirar a Kit, que le estaba pisando los talones. Se detuvo sin saber qué decir, y luego se encogió de hombros de manera fatalista.

—Shelly, te presento a mi hija, Matilda.

—¿Eres… padre? —preguntó, atónita. La revelación le golpeó en el cerebro con la fuerza de un hacha.

—Sí.

Shelly agitó la cabeza vigorosamente como si intentara sacarse agua de piscina del oído.

—Entonces, ¿no sólo soy una esposa sino además una madrastra? —Tuvo un acceso de tos digno de Keats antes de colapsar sobre la cama—. Dios bendito. Me paso el día dando clase a niños. Soy alérgica a ellos. Algunos días los odio de manera absoluta.

Matilda la miró con suspicacia, se levantó del suelo, se aproximó a Shelly y le dio una buena patada en la espinilla.

Estaba claro que era el comienzo de una hermosa amistad.

Diferencias entre sexos: Admitir los errores

 

Los hombres son incapaces de admitir que se equivocan.

Las mujeres pueden admitir que se equivocan… empezando por haber elegido a un hombre que no puede.

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Información confidencial

—Matty, ésta es una amiga mía… Shelly. Sé que puede parecer que no nos llevamos…

—¡Pero en el fondo, nos odiamos! —Los músculos de la garganta de Shelly se habían hecho un nudo y la voz salió medio estrangulada—. ¿Por qué no me dijiste que tenías una hija?

—Porque siempre estás diciendo que no te gustan los niños. Algo relacionado con sus costumbres de defecar de manera imprevisible, ¿no? —Kit cogió a Matilda en brazos y la besó con devoción. Era una niña alta y delgada, miembros largos y pelo al viento. Él despeinó sus rizos, que eran de color sorbete de limón—. Oí cómo decías a Gaby que los niños son sólo esas cosas que se ponen en medio de los adultos y la película de
DVD
que ellos están viendo.

La hija de Kit giró un rostro furtivo e inteligente hacia Shelly y la examinó con frialdad. Tenía pecas color caramelo y ojos verdes, al igual que su padre.

Shelly se frotó el tobillo donde la niña le había pegado la patada.

—¡Tonta de mí por no entender la locura de la paternidad! Escucha, Kit o Rupert o quienquiera que seas. —Le tiró de la manga—. Ya me has jo… —miro a Matilda antes de autocensurarse—. Ya me has j-o-d-i-d-o bastante. Quiero la verdad. Y la quiero ahora Me la debes.

—Papá, ¿qué hace esa mujer d-e-l-e-t-r-e-a-n-d-o cosas? —fue la respuesta irónica de Matilda.

Kit miró a Shelly con el rostro cansado, los ojos abatidos y las fuerzas totalmente agotadas.

—De acuerdo. —Kit dio las gracias a la niñera, le pagó algo de dinero y dejó que se marchara. Dio a su hija un abrazo envolvente antes de arroparla cómodamente en la cama de su habitación y apagar la televisión—. Buenas noches —dijo con cariño.

Así, por fin, con el viento bramando, las sirenas ululando, la policía gritando y los fuegos artificiales detonando, Kit Kinkade dejó de mentir. En el balcón, tras cerrar la puerta para asegurarse de que Matty no pudiera oír nada, sentó a Shelly en una tumbona y comenzó su confesión. Shelly miraba y escuchaba, armándose de valor para llevarse un gran palo.

—La mujer que estaba cuidando de Matty es la madre del novio de Coco. El que asesinaron. Hace un año. Cuando llegué aquí con la niña por delante de ti y del equipo de televisión, supe que tendría que confiar en alguien. También necesitaba una niñera, así que Coco me echó una mano. Por eso tenía la llave de la habitación. Le di algo de dinero… para tenerla contenta. Ahí es donde fue a parar la mayor parte del dinero de mi premio… en pagos y sobornos. Ahora entenderás por qué tenía que sacar a Coco de la cárcel. No quería que le dijera a Gaspard que yo estaba escondiendo a una niña. Uno nunca puede confiar de verdad en un revolucionario. Para salvarse el culo, podría habérselo dicho a la pasma. Y no podía poner a Matty en peligro. —Suspiró con resignación—. He cuidado de mi hija desde que nació. La atendí cuando le estaban saliendo los dientes, durante la varicela, el sarampión, todo… pero cuanto más quería a Matty, más me odiaba Pandora.

A lo lejos, un trueno retumbó… como indignado de parte de Kit. Shelly le miró, confundida. Dios, ¿cuántas capas más tenía este hombre? ¿Qué era? ¿Una alcachofa?

—El caso es que, hace cosa de un mes, Pandora me dio un ultimátum. Me dijo que nuestra boda hindú de Tailandia, en la línea de la de Mick Jagger y Jerry Hall, no era vinculante. Si aceptaba recibir cien mil libras como pacto definitivo y volver a Estados Unidos, me permitiría «seguramente» ver a Matty una vez al año. Dijo que no habría más dinero porque no me había «ganado un hueco en su vida». Hasta cuando hablaba de emociones, lo hacía en términos monetarios. —La ansiedad zigzagueó por su frente perfecta, surcándola con arrugas de preocupación—. Yo no quería su horrendo dinero. ¡Pero sabía que me moriría sin mi niña! Bien podría Pandora haberme cortado la verga.

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