Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (23 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—¿Qué quieren de mí? —preguntó crispada Elke—. Yo no sé nada. ¿Por qué me hacen esto?

—Tú cuéntanos todo lo que te ha explicado Lang y podrás marcharte. Si no colaboras, dejaremos que Matthias se divierta contigo en el primer callejón apartado que encontremos, ¿entiendes?

—No conozco a ningún Lang. ¡Heinz, Heinz Rainer!

—¡Eilert, Eilert Lang! ¿No te dice nada ese nombre?

—No, nada.

El rostro de Günter Baum adquirió el tono encendido de las llamas. Resopló como una caldera a punto de estallar. Con un movimiento rápido arrebató a Elke el Stradivarius y se lo tendió a Ewald Fleischer.

—Está visto que esta mujer no nos cree. Tanto peor —musitó.

—¡Devuélvame ese violín, maldito bastardo!

Por toda respuesta, Baum propinó a la mujer un manotazo seco con los nudillos. Elke comenzó a sangrar profusamente por la nariz. Se llevó las manos al rostro y prorrumpió en un sollozo que era mezcla de pánico, frustración e ira mal contenida.

Ewald Fleischer abrió el estuche.

—¡Joder, Günter, es un banyo, parece un banyo! —exclamó entre admirado y sarcástico. Al punto, rebuscó en el bolsillo de su abrigo y extrajo un mechero.

—¡Por Dios, por lo que más quiera! ¿Qué va a hacer? —gritó desaforada Elke adelantándose en el asiento.

Baum extendió el brazo, aplastándola contra el respaldo.

—¡Me encantan los banyos! —afirmó Ewald impertérrito. Acercó la llama a las cuerdas y las hizo saltar una a una. Se partieron emitiendo un chasquido seco, parecido al de un diminuto látigo—. ¿Lo quemo todo, Günter?

—Tú mismo.

—¡Basta, basta, deténgase, se lo suplico! ¡Les diré todo lo que sé!

—¡Ah, caramba, eso está mucho mejor!, ¿verdad, chicos? —masculló Baum complacido—. Veamos, señorita Schultz: ¿por qué ha venido Eilert Lang a París?

—No estoy segura. Le oí decir que quería encontrarse aquí con alguien —balbuceó alterada—. No recuerdo el nombre. Mencionó un nombre pero yo no lo recuerdo. Créame, estoy diciéndole la verdad.

—¿No sería, por casualidad, un tal Martin Höpfner? —azuzó Günter—. ¿Le suena ese nombre: Martin Höpfner?

—Sí, es posible —tartamudeó Elke—. No lo podría jurar, pero creo que sí.

—¿Dijo algo acerca de un periodista inglés?

—Sí, sí. Habló de un periodista. Me parece que se habían citado a mediodía.

—¡Muy bien! ¿Ve qué fácil es?

—No sé nada más.

—Cálmese. Conteste una última pregunta y habremos terminado: ¿para qué quiere Lang encontrarse con Höpfner?

—¿Cómo quiere que yo sepa eso?

—Parece que la señorita Schultz sufre un nuevo ataque de amnesia, Ewald. ¿Querrías quemar esa mandolina con el encendedor?

—Será un placer, Günter.

Ewald Fleischer acercó la llama al diapasón de ébano del Stradivarius. Elke, con el terror en los ojos, pugnó por desembarazarse de la atadura obstinada y sañuda que era el brazo de Baum, desplegado como una barrera a la altura de su cuello.

—¡No, no, basta, por lo que más quiera! ¡Escuche, creo que Lang busca que ese hombre, el tal Höpfner, le ayude a desvelar un secreto! ¡No sé de qué se trata! ¡Lo juro, lo juro! ¡Sólo dijo que necesitaba hablar con él, que era muy importante!

—Muy bien. Pues ya está —aseguró Baum complacido—. ¿Ve? ¡Tampoco era para tanto!

—¡Devuélvame el violín! —exigió Elke.

—Vamos, Ewald, dáselo.

—Siempre he querido tener una balalaica —se lamentó Fleischer.

—¡Dáselo, joder! A las zorritas hay que tenerlas siempre contentas.

—Sobre todo en la cama —apostilló Matthias Lutz echando un vistazo sesgado al espejo.

La concertista se quedó temblando como una hoja. Tomó el instrumento y lo devolvió al estuche como una autómata, incapaz de detenerse a constatar los posibles desperfectos. Al punto, se derrumbó.

—Déjenme marchar, por favor —suplicó entre sollozos.

—Cálmate, gatita. Vamos a charlar un rato con el señor Lang. Y después veremos qué hacemos contigo —decidió Baum.

El BMW se perdió en el intenso tráfico de París al atardecer, en dirección a la rue de Vaugirard. En el asiento trasero, Elke Schultz, aterrada, parecía maldecir el día y la hora en que su camino y el de Eilert Lang se habían cruzado.

Capítulo 24

Con Mal Pie

—¿Has apuntado, encanto?

—Sí. Ya está…

—Parece urgente —advirtió el copiloto desde la cabina.

—Ahora mismo buscaré al señor Krause.

Hannah Steinmeier colgó el teléfono y comprobó la relación de pasajeros de
business class
del vuelo LH4314 de las 17:30 horas de Lufthansa con destino a París. Descorrió la cortinilla de acceso al área y se deslizó con la gracia de un felino sobre la suave moqueta.

—¿Señor Krause? ¿Bruno Krause? —susurró al oído de un viajero adormecido.

—No. No soy Bruno Krause, aunque estoy dispuesto a cambiar de nombre si acepta que cenemos juntos en París.

Hannah sonrió. Enarcó levemente una ceja y comprobó el número de la butaca.

—¿Usted es…?

—Carl Weisman.

—¿Carl Weisman, el director de la Orquesta Filarmónica de Berlín?

—Creo que sí.

—Es un honor tenerle a bordo, señor Weisman. Me parece que se ha sentado en una butaca equivocada —murmuró la azafata divertida—; de todos modos, no importa, nadie se ha quejado.

—Siempre me siento cerca del bar. Si hay que estrellarse, lo mejor es tener un whisky gran reserva a mano —ironizó.

—Hoy no toca catástrofe. Disfrute del vuelo. Vamos algo retrasados debido al tráfico aéreo sobre París, pero en una media hora aterrizaremos en el Charles de Gaulle.

—¿Qué hay de mi propuesta? —indagó Weisman atusando sus endiablados rizos—. Déjeme tentarla con un pato en su sangre al estilo de Rouen en La Tour d'Argent.

—Oh, bueno, la verdad es que me siento muy halagada. Nadie me ha invitado nunca a cenar pato con certificado de origen, pero me temo que me espera alguien.

—Lástima. Otra vez será —aceptó flemático el director.

—Es posible.

La azafata encontró al comisario Krause dos filas más allá. Roncaba arrebujado en una manta de viaje. Le tocó levemente en el hombro.

—¿Comisario Krause?

—¿Eh? ¡Sí, soy yo! ¿Qué pasa? —repuso el policía sobresaltado entreabriendo los ojos. Pulsó el botón del brazo de la butaca y la devolvió a su posición normal.

—Hemos recibido una llamada de París.

—¿Para mí?

—Sí. Nos piden que le digamos que al desembarcar debe dirigirse a las dependencias policiales del Charles de Gaulle. El inspector Alain Goulard, de la Gendarmerie, le espera. Insisten en que es muy importante.

—Entendido, se lo agradezco —convino con voz pastosa.

Krause se desperezó. Ajustó discretamente la hebilla del cinturón y buscó a tientas sus zapatos. En la butaca contigua, Christian Eichel permanecía absorto en lo que parecía una comedia de enredo. El comisario le zarandeó.

—¿Ocurre algo? —preguntó el subalterno desprendiéndose de los auriculares—. Deberías ver esta película, es absolutamente estúpida pero muy divertida.

Bruno miró de reojo el pequeño monitor.

—No soporto a Leslie Nielsen —rezongó—. Escucha, me acaban de decir que un representante de la Policía francesa nos está esperando en el aeropuerto.

—¿Y eso es bueno o es malo?

—¡Ni bueno ni malo, joder, pero sí anormal! —exclamó a media voz—. Esta no es una visita oficial, Christian. Eso significa que ha pasado algo.

El avión aterrizó poco antes de las ocho de la tarde. El aparato recorrió un intrincado dédalo de pistas hasta aproximarse al
finger
de la terminal principal del aeropuerto. Nada más desembarcar, Krause y Eichel se dirigieron a las oficinas de la Policía. Tras una breve espera les invitaron a pasar a un despacho.

—Es un placer conocerle, señor Krause —aseguró solícito el inspector Alain Goulard saliéndoles al paso—. Espero que haya tenido un vuelo agradable.

—Muy agradable, gracias. Le presento a mi segundo, Christian Eichel.

—Encantado. Por favor, siéntense —rogó—. ¿Desean tomar algo, un café, un resfresco? ¿Tienen hambre?

—No, gracias. Hemos cenado en el avión.

—Muy bien. Verán, no sé cómo decirles esto, pero me temo que no tengo noticias muy agradables —advirtió Goulard con expresión compungida.

—¿De qué se trata?

—De la señorita Schultz. Ha desaparecido.

Krause y Eichel cruzaron una mirada perpleja.

—Disculpe, pero eso no es posible. Elke Schultz estaba en la embajada de Alemania hace unas horas, a salvo —puntualizó el comisario.

—Sí. Así es. Hasta donde sé, Heinz Rainer la ha liberado a media mañana. He hablado, a eso de las cuatro y media de la tarde, con el vicecónsul, y en ese momento ella estaba allí, descansando —explicó el francés—. Yo quería interrogarla, pero él me ha rogado que postergáramos hasta mañana la entrevista.

—¿Qué más?

—El señor Frank-Walther me ha llamado hace algo más de una hora. Sobre las seis y media. Estaba muy nervioso. Me ha informado de que tres hombres, que se han acreditado como agentes de la BKA alemana, se la han llevado. En teoría a su hotel, pero en el Concorde La Fayette niegan que ella se haya registrado.

—¿Agentes de la BKA, dice?

—Eso ha dicho el vicecónsul. Al parecer, un tal Florian Bohm, inspector de la Oficina Federal de Investigación Criminal de Berlín, al que la embajada había comunicado la liberación de la señorita Schultz, ha querido que algunos de sus agentes se encargaran de protegerla, pero cuando se han presentado en la embajada se han encontrado con que tres, eh…, falsos agentes, se les habían adelantado. Todo el mundo está consternado.

—¡Qué demonios está pasando aquí! —exclamó Krause encolerizado, sin poder contener su ira—. ¿Consternados? ¿En la embajada están consternados? ¡Joder, esto es para volverse loco!

—Tranquilícese. La encontraremos. Se lo aseguro. Tengo a más de cincuenta hombres buscándola por todas partes.

Un ayudante del inspector francés interrumpió la conversación en ese punto.

—Disculpe, señor Goulard, tiene una llamada por la línea dos —anunció—. Es de la central. Parece importante.

—Gracias, René. Perdónenme, caballeros, enseguida estoy con ustedes —aseguró Alain Goulard descolgando el auricular.

Bruno Krause se dejó caer contra el respaldo con expresión abatida.

—Aquí hay algo podrido, muy podrido, Christian —farfulló.

—¿Qué?

—No lo sé, pero esto es más gordo de lo que parece a simple vista. Quiero que llames a Berlín. Habla con ese cabronazo de Florian Bohm —ordenó—. Acribíllale a preguntas. Exígele que te diga a qué hora ha tenido constancia de la liberación de Elke Schultz; quién más en la BKA se ha enterado de que ella estaba en la embajada de Alemania en París esta mañana y por qué varios de sus hombres estaban
casualmente
en la ciudad. ¡Aquí hay algo que no cuadra! ¡Falsos agentes de la BKA!

—No vaya tan rápido o no lo recordaré todo.

—¡Joder, joder, joder!

—Cálmese, inspector.

—¡Agarra el teléfono y no pares hasta que saque humo!, ¿entendido?

Christian Eichel salió discretamente del despacho dejando a Krause echando espumarajos por la boca. El alemán tuvo tiempo de sosegarse siquiera un poco: Alain Goulard seguía atendiendo la llamada entrante. Asentía con leves movimientos de cabeza y lacónicos monosílabos ante lo que parecían ser malas noticias. Tras cinco insoportables minutos, colgó.

—¿Ocurre algo? —preguntó Bruno ante la cara de circunstancias de su homólogo francés.

—Me temo que esto se está poniendo feo —balbuceó Goulard.

—¿Más feo? ¡Parece imposible!

—Creo que sí. Me comunican que ha habido un tiroteo en una residencia geriátrica, en la rue de Vaugirard, en el centro. Algo gordo. Seis muertos y dos heridos. Toda la zona está acordonada.

—¿Y eso qué tiene que ver con lo nuestro? —husmeó Krause a punto de perder los estribos.

—Diría que mucho. Pronto lo sabremos. La información todavía es confusa, pero todos los indicios apuntan a que esos falsos agentes de la BKA son los responsables de la matanza.

—¡Dios mío! ¿Qué hay de Elke Schultz?

—No sé nada de ella, pero no perdamos tiempo. ¡Vamos!

Goulard, Krause y Eichel, acompañados por varios agentes, abandonaron el aeropuerto Charles de Gaulle precipitadamente, embarcándose, de inmediato, en una temeraria carrera a lo largo de los veintitrés kilómetros de intenso tráfico que les separaban del centro de París.

Las inmediaciones del número 17 de la rue de Vaugirard se desplegaron ante sus ojos como el decorado de una catástrofe. Más de una docena de vehículos de policía, ambulancias, furgones de cuerpos especiales y unidades móviles de televisión conformaban un caótico laberinto de vértigo y premura; pero la visión del drama desencadenado en el interior de la residencia resultó infinitamente más opresiva y terrible de lo que Bruno Krause podía presuponer al traspasar el umbral.

—¡Santa Madre de Dios, qué carnicería! —murmuró recorriendo las estancias con un hilo de aire en el pecho.

Capítulo 25

17 Rue De Vaugirard

Eilert Lang retuvo bruscamente a Simon Darden al doblar la esquina. Le agarró obligándole a buscar el amparo de un seto. Tras dejar el coche unas calles más allá, los dos habían zigzagueado sumidos en un mutismo hermético hasta alcanzar la rue de Vaugirard. Se encontraban a escasos metros de la residencia geriátrica en la que estaba internado Martin Höpfner. El periodista, extrañado, buscó los ojos del biólogo. Brillaban encendidos en desconfianza.

—¿Qué ocurre, pasa algo? —inquirió sobresaltado.

—Creo que sí —musitó Lang señalando el edificio—. ¡No es posible! ¡Elke!

Darden echó un vistazo sesgado a la entrada. Era una casa antigua, señorial, aislada, de tres plantas coronadas por una elegante buhardilla de teja de pizarra, rodeada por una verja metálica y un breve jardín delantero. Constató que dos hombres, que parecían custodiar a una mujer, se colaban en el interior del centro mientras un tercero permanecía entre las columnas de la puerta, bajo un alto soportal, con expresión de cancerbero, oteando la calle a un lado y al otro.

—Tienen a Elke, no lo entiendo —musitó Eilert conmocionado—. Maldita sea, me parece que hemos llegado tarde. Muy tarde.

—¿Ésa es la mujer de la que me ha hablado, la violinista?

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