Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (26 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—Prosiga.

—Esa mujer, de algún modo, no pinta nada en todo esto, simplemente es…

—¿Una víctima colateral?

—¿Colateral? ¡Ah, sí, los americanos son buenos acuñando eufemismos! ¡Exacto, una víctima colateral! —convino el alemán—. Alguien que estaba ahí en el peor momento, mientras el tal Heinz, o Eilert, o como coño se llame, ajustaba viejas cuentas con esos tipos. Es muy curioso cómo dos historias distintas, aparentemente divergentes, acaban encontrándose.

—Lo siento, no le sigo en absoluto —adujo Goulard.

—Se lo explicaré. Cuando se produjo el secuestro de la señorita Schultz, hace dos días, Eichel y yo estábamos investigando un asesinato cometido en Berlín. Un crimen que guarda cierta relación con otro que se había producido poco antes en Munich. Esos dos asesinatos presentan ciertas similitudes: los muertos eran dos ancianos que durante la guerra sirvieron en unidades de intendencia, en la Cancillería y en el Führerbunker de Hitler; las balas que acabaron con sus vidas fueron disparadas por una misma pistola, una Walther antigua, de los tiempos de la guerra.

—¡Oh!

—Espere. No he terminado. En su huida, teniendo a Elke Schultz en su poder, el tal Rainer mató a un hombre. Un tal Adriaan Schieffer. Le trituró todos los huesos con un coche. Examinamos su cadáver. Llevaba un tatuaje muy especial en el hombro. El símbolo de una organización secreta nazi. Thule, Última Thule.

—Sigo sin entender adónde quiere ir a parar.

—Esta mañana, en el preciso instante en que nos ha llegado la notificación de que Elke Schultz había sido liberada en París, Christian Eichel y yo estábamos examinando una relación de supervivientes que sirvieron a las órdenes de los jerarcas nazis refugiados en el búnker de Berlín.

—Sí, ha sido una coincidencia asombrosa —admitió Christian saliendo de su mutismo.

—¡Nada de coincidencias, Eichel, sobre el azar ya hemos hablado todo lo que debíamos hablar! —amonestó Krause ante la mirada perpleja de Goulard, retomando el asunto con celeridad—. Le decía que habíamos cribado esa lista, reduciéndola más y más, hasta quedarnos sólo con cuatro nombres. El primero de ellos es Bernd Freytag von Loringhoven. Ese hombre se encargaba de la radio y de descifrar los partes de guerra. En la actualidad tiene unos noventa y tres años. Publicó, hace algún tiempo, un libro sobre sus recuerdos en el búnker de Berlín. Ahora mismo le tenemos vigilado. Vive en Munich. Le hemos advertido de que algo raro está pasando. Juraría, de todos modos, que Freytag es ajeno a toda esta trama.

—Entiendo.

—Martin Höpfner, Hans Dietrich Steinmeier y Klaus Münzel son los otros tres.

—Los otros dos —corrigió Christian Eichel.

—Sí, exacto. Los otros dos.

—Me parece que empiezo a entender —asintió Goulard.

—Escuche, al venir a París para hacernos cargo de la custodia de la señorita Schultz, nos habíamos propuesto, de paso, visitar a Martin Höpfner. Hablar con él. Y ahora resulta que está muerto. Y que dos asuntos muy distintos, un secuestro y unos crímenes que parecen guardar relación con algún suceso del final de la guerra, se han convertido en un único caso, ¿entiende?

Goulard asintió. Ante la expresión reconcentrada de su rostro, Krause dedujo que el inspector francés maldecía su mala suerte. Parecía sopesar, en medio de la vorágine en que a buen seguro se habían convertido sus pensamientos, qué comunicar en la inevitable declaración que los medios de comunicación exigirían a la Gendarmerie.

—Sí. Entiendo —musitó resignado—. Un maldito rompecabezas.

—Quisiera cerciorarme de algo —comentó Krause.

—¿De qué?

—Aún no han retirado los cadáveres, ¿verdad?

—Siguen ahí, en el pasillo.

—Me gustaría echar un vistazo al de ese matón, el que murió en el exterior del edificio.

El inspector francés solicitó que la bolsa fuera abierta de inmediato. Krause sintió que el estómago se le revolvía hasta la náusea ante la visión. El rostro de Matthias Lutz, para él sólo un cuerpo sin nombre, era un amasijo sanguinolento, repulsivo. Las balas de Rainer habían impactado en un pómulo y en el puente de la nariz, entre los ojos.

El comisario enfundó sus manos en unos finos guantes de látex y desabotonó el chaleco y la camisa del hombre. Examinó su pecho ante la mirada desconcertada de todos. Por último procedió a descubrir sus hombros.

—¡Ajajá! ¿Ve? ¡Tal y como suponía! —afirmó señalando un pequeño tatuaje. Una daga arropada por una corona de hojas de laurel trenzadas. Con una diminuta cruz gamada sobre el puño del estilete.

—¿Es el mismo símbolo que llevaba Adriaan Schieffer? —inquirió con evidente escepticismo Christian Eichel.

—Idénticos. Me atrevería a decir que los dos son obra del mismo tatuador.

—Entonces…

—¿Entonces? ¡Nazis, Eichel, nazis! ¡Ya se lo advertí! —gruñó Krause incorporándose. Dedicó a su subordinado una mirada de reprobación y se dirigió a su colega francés. Con mirada vacía murmuró—: Dos asuntos, un único caso.

Goulard parecía confuso, incapaz de entender el alcance real de los hechos.

—¿Qué cree que debemos hacer? —titubeó.

—Buena pregunta. Diría que la parte que a usted le toca está muy clara, amigo mío —aseguró Bruno—. Sólo quedan dos nombres en nuestra lista. Y uno de ellos, Hans Dietrich Steinmeier, reside en las afueras de Lyon.

—¡Dios mío! —balbuceó Goulard.

—El que Rainer, en su huida, haya venido hasta aquí, y con él, o tras él, esa pandilla de asesinos, dice a las claras que todos ellos están embarcados en una demencial carrera —reflexionó el comisario en voz alta—. La próxima parada es Lyon, señor Goulard. Creo que debería alertar a sus colegas en esa ciudad de inmediato. Tal vez lleguen ustedes a tiempo.

—¿Qué piensa hacer usted?

—En primer lugar pediré a nuestro equipo en Berlín que intente averiguar la identidad de Rainer. Ese hombre es la clave de este asunto. También quiero saber qué está pasando en la BKA; me temo que tenemos un topo infiltrado en nuestro departamento de investigación criminal. Por último, necesitaría que me hiciera un favor.

—Si está en mi mano…

—Poca cosa. Pida a sus subordinados que nos reserven dos billetes en el primer vuelo a Mallorca. Klaus Münzel vive allí. A la velocidad en que están sucediendo los acontecimientos creo que lo mejor será separarnos.

—Haré algo más.

—¿Qué?

—Mantengo una vieja amistad con algunas personas del Ministerio del Interior, en España; gente con la que he trabajado en materia antiterrorista —explicó Goulard—. Hablaré con ellos para que les faciliten cualquier cosa que puedan necesitar.

—Muy bien, buena idea. Hablaremos mañana.

Krause y Eichel abandonaron la residencia geriátrica de la rue de Vaugirard. Caminaron en silencio alejándose del ajetreo de la zona. Una fina lluvia comenzó a caer. En las inmediaciones de la Tour Eiffel lograron parar un taxi.

Esa noche, el comisario alemán apenas pudo conciliar el sueño. Los sucesos de los últimos días se agolpaban en el centro de sus pensamientos, reclamando atención, llevándole de un asunto a otro. Agotado, cayó finalmente en un profundo sopor, cuando el despuntar del día perfilaba un horizonte cubierto por espesas nubes del color del plomo.

Capítulo 27

Cambio De Planes

—Basta, maldita sea, basta! —tronó Simon Darden al tiempo que efectuaba un sorpresivo quiebro a la derecha—. ¡Cállense de una vez, me están volviendo loco!

El coche cruzó de forma milagrosa entre la interminable caja de un tráiler que avanzaba por el carril central de la autopista y la cabina del que le seguía a corta distancia. El chirriar de los frenos y un enervante bocinazo devolvió a Eilert Lang a la realidad.

—Pero ¿qué demonios hace? ¿Quiere que nos matemos? —interpeló el biólogo encarándose con el periodista.

Darden se aferraba al volante con saña. Miró a Lang por el rabillo del ojo durante un instante. Un brillo malsano encendía su rostro.

—¿Matarnos? ¡Muy ocurrente! ¡En eso estamos!, ¿no? —aseguró entre reniegos, dando un manotazo al intermitente cuando ya tenía encima el carril de desaceleración de un área de servicio—. ¡Voy a detenerme, eso es lo que voy a hacer! ¡Parada técnica, señor Lang! ¡Necesito un café y un whisky, o mejor dicho: dos, dos whiskys! Llamaré a Londres, me cercioraré de que los míos siguen vivos y aprovecharé para vomitar. Confieso que no tengo estómago para ciertas cosas. Mientras tanto, ustedes pueden proseguir con su trifulca, ¿les parece bien?

Lang no contestó. No le quedaban demasiadas energías. Tampoco lo hizo Elke Schultz, hundida en el asiento trasero. La violinista resoplaba como un felino acorralado. Su expresión ceñuda decía a las claras que estaba dispuesta a asestar un zarpazo mortal al primero que osara acercarse.

El periodista detuvo el coche, cogió su gabardina y enfiló en dirección a la cafetería dando un fuerte portazo.

—¡Cabrón! —musitó Elke tras un silencio prolongado.

—Muy bien, como tú quieras: cabrón —convino Eilert al punto.

—Sí, ¡cabrón! —insistió ella. Propinó un contundente golpe con el puño cerrado al respaldo del asiento de Lang.

—¡Ya está bien! ¿Es que no lo entiendes? —gruñó él volviéndose hacia la parte posterior.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—Te lo he explicado mil veces, pero es inútil —aseguró hastiado.

—Inténtalo otra vez.

Eilert bajó el cristal de su ventanilla. Una ráfaga de viento helado se coló en el interior del vehículo enfriando su ánimo. Respiró profundamente.

—Elke, escucha… —dijo con desgana—. Te van a matar. No lo dudes. Irán a por todos nosotros. Ya has visto cómo se las gasta esa gentuza. No les tiembla el pulso. Les da lo mismo disparar a un anciano que a una mujer. De nada servirá que supliques.

—¡Me arriesgaré, puedo ser muy persuasiva!

—No.

—Dejadme aquí. O en Lyon. En una comisaría. No me pasará nada, no temas. Y de pasarme, te eximo de toda culpa.

—¡Dos hombres sobre los que te había advertido, dos hombres cuyo rostro conocías, te han sacado sin problemas de la embajada alemana en París! ¡Y tú les has seguido como un cordero! ¿Crees que una comisaría les detendrá? —ironizó Eilert.

—No puedo estar huyendo toda mi vida.

—Te he pedido sólo veinticuatro horas. Treinta y seis a lo sumo.

—Tu guerra no es mi guerra, Eilert —reprochó ella entre dientes—. Sé que no has mentido, sé que todo lo que me has contado es verdad, pero no puedes pretender que te acompañe en tu viaje a la tumba.

—A la tumba iré solo. Lo sabes. Antes preferiría perder la vida que ser la causa de tu desgracia.

—Demasiado tarde. Ya me has causado demasiadas desgracias —zanjó la concertista en tono desabrido—. Basta, por favor, no puedo más, esto es una pesadilla; dejémoslo aquí, necesito andar.

Elke salió del coche y comenzó a caminar sin rumbo, con la mirada extraviada en el brillo del asfalto. Lloviznaba. Eilert no tardó en seguirla; vio como rebuscaba en el bolsillo del abrigo y se llevaba un cigarrillo a los labios.

—¡No te acerques, quiero estar sola! —advirtió sulfurada al intuir que él se amparaba en el eco de sus pasos.

Se detuvo dándole la espalda.

—¿Sola? ¿Sabes cuál es tu peor pecado, Elke Schultz? Yo te lo diré —murmuró Lang en su oído—: Tu mayor pecado es el orgullo. Ese maldito orgullo es el culpable de que siempre estés sola. Eres demasiado inteligente. Y también demasiado egoísta. Una combinación explosiva. Tú y tu violín. Un muro infranqueable, un matrimonio perfecto.

—Hasta que la muerte nos separe.

—Nunca has permitido que nadie se te acerque. Lo veo con absoluta claridad. Algunos no eran demasiado buenos, no lo suficiente como para renunciar a tu vida y a tu carrera; otros no pretendían ir más allá de una noche, y si cambiaron de parecer diste al traste con sus expectativas.

—Eres un petulante. Tú no sabes nada de mí —increpó ella furiosa volviéndose sobre sus talones. Le dedicó una mirada del color del azufre—. Además, no tienes ningún derecho para hablarme de ese modo. No después de todo lo que ha pasado.

—Tienes razón. No tengo ningún derecho. Yo no soy nadie, sólo el maldito insensato que te ha metido en este tremendo embrollo, alterando tu ordenada existencia —admitió Eilert, azorado ante el desafío que eran los ojos de la mujer—. Aun con todo, creo que te lo debo decir. Es el único regalo que podré hacerte antes de irme al infierno. Piénsalo, no serás feliz mientras te empeñes en crear esa tierra de nadie a tu alrededor. No hay amor que pueda traspasar eso.

—¡Deja de sermonearme! ¿Qué te hace pensar que yo necesito oír todo esto?

—El agravio que siempre brilla en tu mirada.

—¿Agravio? ¡No sabes lo que dices!

—Lo sé muy bien. Culpas al mundo de una situación de la que sólo tú eres responsable. Eso no es fácil de admitir. Por eso te escudas en el desdén; por eso te dices que estás mejor sola, con tus cosas, con tu pequeño mundo perfecto, monótono aunque exento de sobresaltos —aseguró el biólogo reuniendo arrestos—, pero la vida no se mide en días, meses o años. Te lo aseguro. Sólo estamos realmente vivos cuando perdemos el aliento, cuando algo nos lo arrebata. Así es el amor. Lo has intuido mil veces. Te lo dice ese Stradivarius cada vez que lo sacas de su estuche. Aunque nunca lo escuchas. Te limitas a tocarlo. Una maravillosa sinfonía sin alma, impecable en su ejecución aunque carente de emoción, eso eres tú. Y eso seguirás siendo mientras no dejes que alguien llegue hasta ti y te diga lo que siente.

Elke Schultz profirió un alarido agudo, doloroso, como si un estilete la hubiera traspasado de parte a parte. Propinó una violenta bofetada a Lang. Él no intentó detenerla. Encajó una segunda, impertérrito, y una retahíla de golpes deslavazados, inconexos. Después, cuando ella rompió a llorar sin consuelo, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra el pecho.

—He llegado como un ladrón, en medio de la noche —admitió—. Puedes maldecirme por eso. Pero he realizado el viaje. He cruzado la tierra de nadie. Y te estoy diciendo lo que siento.

—Estás loco, eres un demente —balbuceó ella entre gemidos.

—Ahora sé por qué burlé a la muerte hace seis años.

—¡Cállate!

Elke crispó los dedos de sus manos, impotente. Deseaba golpearle, una y otra vez, hasta vaciar toda la ira que se acumulaba en su pecho. Temblaba como una hoja. Eilert, en un movimiento suave, hizo a un lado el telón que eran sus cabellos.

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