Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (30 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—Muy efectivo, sí señor —murmuró complacido unos metros más allá.

—Cuarto de contadores, una llave inglesa, un poco de explosivo plástico y un temporizador: un cóctel perfecto.

—Sí, pero haz el favor de cambiar de reloj. Ha sido una chapuza. La puntualidad es sagrada. Una norma de vida.

—Es suizo, Günter.

—¿Suizo? —interpeló Baum con un mohín de asco en los labios—. En ese país se deberían dedicar sólo a fabricar chocolate. ¿No sabes que ese paraíso pulcro y perfecto es el lugar del planeta con mayor número de depresivos por metro cuadrado?

—¿De verdad? ¡Suena raro, con tanto dinero!

—Lo que yo te diga, Ewald. Cambia el puto reloj.

Capítulo 30

Un Paseo Sobre Las Aguas

El sol de media tarde se reflejaba como una moneda recién acuñada sobre la superficie tranquila del puerto de Andraitx. Una docena de grandes balandras de pesca apagaba motores y amarraba sus cabos en los noráis del malecón. Las gaviotas quebraban con su graznido estridente la tranquilidad que reinaba en la bahía a esa hora; se precipitaban desde lo alto, como proyectiles, sobre los restos del pescado arrojado por los marinos en las aguas próximas a la lonja y remontaban el vuelo con su botín en el pico.

—Parece el azogue de un espejo —comentó Elke entrecerrando los ojos, intentando abarcar de un vistazo la rada en toda su dimensión.

Simon Darden se detuvo y retrocedió dos pasos. Andaba distraído, sumido en sus pensamientos. Se quedó contemplando la serena placidez de las aguas.

—¿Te refieres al mar?

—Sí, al mar.

—Una balsa de aceite, diría yo. Aunque resulta más poética esa comparación con el azogue —admitió condescendiente.

—Se diría que se puede caminar sobre su superficie y cruzar al otro lado.

—Bueno, es posible, pero esto no es el lago Tiberíades y yo…

—Y tú no eres Jesucristo.

—Exacto. No cuentes conmigo, Elke. Si quieres intentarlo, adelante.

—Tampoco yo soy María Magdalena —bromeó ella divertida.

—La Biblia no dice que María Magdalena caminara sobre las aguas —reconvino suavemente el periodista—. Además…

—Además esto está lleno de combustible de las gabarras —admitió ella echándose a reír—, estamos en pleno diciembre y…

—Y no llevamos bañador ni toalla —apostilló él.

Elke sonrió y continuó su paseo por los muelles de la zona de pesca de Andraitx, junto al casco viejo de la población. Los habían recorrido varias veces desde su llegada, un par de horas antes, tras reservar habitaciones en el hotel Brismar.

Acabaron sentándose en las rocas de una pequeña caleta ocupada por barcas varadas. La violinista se quitó las botas y hundió los pies en la arena tibia.

—Me encanta esta sensación, ¿sabes?, estuve aquí hace mucho tiempo —reveló, absorta en el romper manso del agua en la orilla.

—¿Aquí? ¿Cuándo?

—No estoy segura. A los trece o catorce años, con mis padres. En aquella época viajábamos con frecuencia —explicó—. Mi padre era un espíritu inquieto. Decía que el mundo debe ser visitado; que no recorrerlo, en su totalidad, es una muestra de desamor. Me llevó a la India cuando cumplí dieciocho. Decía que ése era uno de los viajes más importantes que se pueden realizar. Y es cierto. ¿Has estado en la India?

—No.

—Mi padre te hubiera animado a ir. Ese país le fascinaba. Me puse enferma en Calcuta. Supongo que por el picante y el agua.

—Yo me bañé una vez en el Támesis y sobreviví. Te aseguro que está más contaminado que el Ganges. Incluso vi pasar el cadáver de un lord inglés.

Elke prorrumpió, al punto, en una abierta carcajada.

Simon Darden no pudo evitar quedar atrapado en la belleza de su perfil sereno. Se aferró a la ironía para no perderse en ese dédalo de líneas perfectas.

—Déjame adivinar —propuso divertido—: Seguramente tu padre era el dueño de una importante agencia de viajes, ¿me equivoco?

—No, no. Simplemente era un hombre muy vehemente. De los de antes. Lleno de firmes convicciones. A él le debo muchas cosas —puntualizó ella recuperando la compostura.

—La pasión por la música…

—Sin duda alguna. Era un violinista consumado.

—El carácter…

—Por descontado. Bueno, la verdad es que él no era tan dado a la trifulca como yo —reconoció divertida—. Era un hombre temperado, ajustado a la escala, afinado.

—Como un buen piano.

—Exacto. Como un clavicémbalo antiguo o un buen Steinway de cola. Yo soy infinitamente más desequilibrada, más colérica. Supongo que es una forma de contrarrestar el desatino en que se ha convertido mi vida; una válvula de seguridad, una espita.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que a los demonios hay que exorcizarlos de un modo u otro. Mi vida es disciplina; interminables horas de disciplina rígida y práctica agotadora —explicitó en tono serio, sin dejar de mirar el abigarrado conjunto de casas que escalaba la montaña al otro lado del puerto—. El vuelo de una mosca me saca de mis casillas. No puedo evitarlo.

—Así que ese cabrón de Mozart es el culpable de que el mundo haya perdido a un ángel. Bonita forma de justificar el malhumor.

—¿Malhumor? —preguntó frunciendo el ceño—. No te equivoques, tampoco soy una malcarada.

—En absoluto se me ocurriría decir algo así viendo lo que veo.

Elke se echó a reír una vez más. Le miró directamente a los ojos.

—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó indagando en la expresión de Darden.

—¿Eso crees? —replicó él en una magistral simulación de asombro.

—No lo sé. En cualquier caso no me gusta nada esa sensación.

—¿No será que siempre estás a la defensiva?

—No. No estoy siempre a la defensiva.

—Juraría que sí lo estás. Admítelo.

—Como quieras. Es posible —concedió.

—Esto mejora por momentos. Una posibilidad siempre es un buen comienzo —murmuró el periodista con una cáustica sonrisa en los labios.

Elke volvió a ensimismarse en el espectáculo que era la bahía. Por un momento Darden creyó que ella daba la conversación por zanjada; tomó una piedra plana y la lanzó con desgana contra la superficie del agua. No rebotó.

—Esta noche, en el coche… —balbuceó Elke de súbito.

—¿Sí?

—He escuchado entre sueños lo que tú y Eilert habéis hablado.

—Eso es jugar sucio —bromeó Darden—. ¿Todo?

—Lo importante —acotó ella—. Nada de juego sucio. Y menos en estas circunstancias.

—¿Importante? Lo siento pero no logro intuir qué es lo importante para ti. En mi caso, como periodista, todo este asunto me está cambiando la vida.

—¿Crees que destapar los tejemanejes de un puñado de fascistas te convertirá en un hombre célebre? ¡Seguro, lo veo con claridad! —apostó la violinista con una inflexión cínica—. Escribirás artículos y libros, concederás entrevistas y firmarás autógrafos.

—Me conoces muy poco. Eso me importa una mierda.

—A mí sólo me interesa lo que me concierne de forma directa. Me es igual que el mundo salte por los aires. Suena tremendamente egoísta, pero es así.

—Hablemos claro. Lo que te desconcierta, lo único importante, y me imagino que te refieres a eso, es que Eilert pueda quererte de verdad. Que lo aceptes o no es cosa tuya, Elke, pero para mí es más que evidente. Él se maldice por haberte metido en esto —apostilló Darden molesto ante el derrotero que tomaba la conversación—. ¿Qué me dices de ti?

—No sé lo que pasa conmigo. De verdad, no lo sé. Y empieza a preocuparme. Tal vez Eilert tenga razón —comentó con expresión confusa—. Me reprochó haber levantado un muro a mi alrededor, haber cortado todos los caminos y puentes que me unen al mundo. Es curioso. Mi madre lleva años diciéndome lo mismo con otras palabras. Incluso Carl Weisman, mi director, me lo ha intentado hacer ver en más de una ocasión. Es como si yo misma me negara la posibilidad…

—¿De ser feliz?

—De ser cualquier cosa más allá de lo que ya soy.

—Ése es un mal endémico. Lo sufrimos todos —reconfortó Darden.

—No me sirve que otros lo sufran —rechazó Elke—. ¿Cómo puedes tener la certeza de que quieres a alguien? ¿Te has enamorado perdidamente alguna vez?

—Casi cada semana desde que cumplí los quince. Algunas semanas, incluso dos veces.

Elke esbozó una sonrisa forzada.

—No bromees, estoy hablando en serio.

—Está bien. Sí. Me he enamorado más de una vez —reconoció Simon—. Y lo que preguntas no tiene respuesta posible. Al menos no una respuesta lógica. ¡No hay modo de saber ni de analizar en qué consiste el amor, sólo puedes experimentarlo!

—Supongo que es así.

—¿Por qué no pruebas a caminar sobre el agua sin hundirte?

—Porque sé que me hundiría.

—No. Te han enseñado que te vas a hundir. Eso es muy distinto. Recuerdo que hace muchos años leí un libro que me fascinó. Una novela de un polaco, Jerzy Kosinski, llamada
Desde el jardín
, ¿la conoces?

—No, creo que no —negó Elke abrazando sus rodillas. Parecía tiritar.

—¿Tienes frío?

—Un poco, pero estoy bien. Sigue.

—El libro se convirtió en película. La última película que protagonizó Peter Sellers,
Bienvenido Mr. Chance
—apuntó Darden.

—¡Ah, sí! La vi. Recuerdo que me gustó.

—Perfecto. Es la historia de un hombre absolutamente simple. No sabe nada del mundo. Ha vivido toda su vida recluido tras los muros de un jardín. Lo poco que sabe del exterior le llega a través de la televisión. Su única experiencia real la constituyen las plantas. Sólo sabe cultivar plantas, flores. En eso es un maestro, pero del resto lo ignora todo por completo. ¿Recuerdas la última escena?

—Vagamente.

—Sellers comienza a caminar por el prado que bordea un lago. Y al llegar a la orilla continúa haciéndolo sobre la superficie del agua. Unos metros más allá, se detiene, mira sus pies y con expresión curiosa hunde la punta de su bastón sondeando la profundidad mientras una voz en
off
dice: «La vida es un estado mental» —explicó Darden—. Así que olvídate de lo que sabes o crees saber y simplemente experimenta sin negarte ninguna posibilidad. Camina sobre brasas o paséate sobre las aguas.

—Y milagrosamente no me hundiré.

—O te hundirás por completo. Ése es el único precio que debes estar dispuesta a pagar si te decides a encaramarte al muro del jardín y averiguar qué hay más allá.

Elke asintió.

—Ahora sí que comienzo a tener frío. El sol está bajando.

—¿Tienes hambre? Te propongo que comamos algo. Eilert no llegará antes de una hora —sugirió el periodista consultando el reloj. Se incorporó con gesto dolorido y sacudió sus pantalones.

Entraron en La Consigna, una de las pocas cafeterías abiertas en el paseo.

—Ensaimadas,
gâteaux
, chocolate caliente y café —anunció ufana la camarera, depositando platos y tazas sobre la mesa.

—Perdone, ¿es usted de aquí? —preguntó él cuando ella ya volvía a su quehacer.

La mujer giró sobre los talones y miró a Darden con expresión curiosa.

—De aquí de toda la vida. Estaba yo antes de que hicieran todo este estropicio urbanístico —aseguró entre risas.

—Tal vez pueda ayudarnos. Estamos buscando a alguien. Un caballero alemán, bastante mayor —explicó Simon mientras vertía el azúcar en el café—, de unos ochenta y tantos años.

—Por aquí viven demasiados alemanes —afirmó la camarera con la guasa en los labios—. De hecho llevan mucho tiempo queriendo comprarnos la isla. ¿No puede ser más preciso?

—Sólo sé que se llama Münzel, Klaus Münzel.

—¿Münzel? ¿Alto, espigado, de ojos azules?

—Es posible. No lo he visto nunca.

—Sí. Debe de ser él. Si es de los que viven todo el año en Andraitx, debe de ser él —conjeturó—. Esto en invierno está muy vacío. Aquí, en La Mola, la montaña que hay en esta parte de la bocana, viven varios matrimonios alemanes, pero son más jóvenes. El caballero al que usted se refiere vive allí, pasado el club de vela. Desayuna aquí algunos días.

La mujer señaló a través del cristal el otro lado de la bahía.

—Eso está lleno de casas —adujo el periodista, poniéndose en pie y echando un vistazo.

—Venga conmigo —propuso la mujer. Dejó la bandeja sobre una mesa y salió al exterior. Caminó hasta el mismo borde del muelle—. ¿Ve esa villa de cuatro plantas, con rampa para las barcas y una pequeña atalaya que se asoma a un gran muelle privado?

—Sí.

—Eso es Casa Hernández.

—¿Hernández? He dicho Münzel.

—Aquí la conocemos por Casa Hernández. En el Camino del Faro. Era de un industrial de Barcelona, Inocente Hernández, un ricachón muy querido por todos. La construyó cuando aquí aún no había nada. A su muerte, su hija se la vendió a Münzel.

—Entiendo.

—Pues ya sabe dónde encontrarle. Es viudo. Enviudó hace cuatro años —apostilló ella de regreso a la cafetería.

Una hora más tarde, Eilert Lang llegó a la recepción del hotel. Parecía agotado. Dispensó al periodista un saludo cordial y miró con vaga tristeza a Elke. Parecía buscar en sus ojos un vestigio de complicidad que la alemana rehusó concederle.

—Necesito ducharme y comer algo —anunció con voz arrastrada—. El
ferry
no ha parado de moverse, aún estoy mareado.

—Pruebe el
gâteau
.

—¿
Gâteau
? ¿Qué es eso?

—Un bizcocho delicioso, de almendras, especialidad de la zona —sugirió el periodista—. Elke y yo nos hemos vuelto adictos.

Con la última luz de la tarde se dirigieron a la casa de Münzel, rodeando la bahía. Tras cruzar el Saluet, un canal natural en el que los pescadores ponían sus viejas mallorquinas a resguardo de temporales, pasaron ante un club náutico desierto y enfilaron una suave cuesta. Las casas de esa parte eran antiguas, separadas del mar por breves muelles, embarcaderos y terrazas. Los veleros, anclados a escasa distancia de las rocas, giraban suavemente, al unísono, buscando encarar sus proas al viento.

En ese instante, una voz enfurecida rompió la calma del lugar.

—¡Maldito incompetente! —tronaba—. ¡Esta es la última vez que hace algo así!

Se detuvieron ante el pequeño muro de una de las villas. En medio de un cuidado jardín, erguido como una estaca, un hombre alto, de pelo cano, zarandeaba sin contemplaciones a otro, más corpulento y joven. Parecía lanzar espumarajos por la boca.

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