Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (13 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—Se han marchado —musitó Elke, echando un último vistazo a través de la mirilla—. Parece que me han creído.

—No. No se lo han tragado. Son demasiado listos. Sólo he ganado algo de tiempo.

—Por favor, se lo ruego, márchese. Yo ya he hecho lo que usted quería.

—La dejaré ir en cuanto logre salir de aquí, no antes.

—¡¿Qué?!

—¡Cállese, tengo que pensar!

Rainer, tras comprobar que la llave estaba echada, se aproximó hasta la ventana del salón. Corrió a un lado la cortina y escudriñó la calle. Vio a Baum y a Fleischer cruzar entre el tráfico hasta al otro lado y reunirse con los suyos.

—Póngase el abrigo, señorita Schultz, nos marchamos —anunció.

Elke se llevó las manos al rostro, incrédula. Al punto se encendió hecha una furia. No estaba dispuesta a ir a ningún lado con ese hombre.

—Escuche, señor Rainer, o como quiera que se llame —advirtió enojada—. He cumplido con mi parte. No le conozco ni quiero verme implicada en sus asuntos. Salga de mi casa antes de que empiece a gritar. Usted no sabe cómo puedo llegar a chillar cuando me enfurezco. Grito como nadie es capaz de hacerlo…, en si bemol.

Rainer la miró imperturbable. Se adelantó hasta quedar a un paso de ella.

—Le he dicho que se tranquilice, no me haga perder la paciencia.

Los ojos de la concertista se llenaron de ira. Apretó los puños y prorrumpió en un alarido agudo, crispado, enervante, al tiempo que se abalanzaba contra su captor.

Sin el menor titubeo, Heinz le propinó una bofetada, la aferró por el cuello y la obligó a sentarse en una butaca. Elke se deshizo en un llanto histérico, ahogado.

—Lo diré sólo una vez más: póngase el abrigo y coja sus cosas —ordenó con expresión sañuda—. En unas horas todo habrá terminado y nos separaremos. Le he dicho que no soy un asesino.

Elke respiró alterada. Asintió. En cuestión de segundos se puso el abrigo, envolvió su cuello con una larga bufanda y cogió el estuche del violín.

—¡Muy bien! ¿Qué más? —espetó con arrogancia plantada ante la puerta.

—¿Adónde va con eso? —inquirió Rainer desconcertado.

—¡A todas partes! Esto va conmigo a todas partes —repuso Elke, engarzando la fina cadena del asa del maletín a una pulsera de piel sujeta a su muñeca—. ¡Si no le parece bien ya puede empezar a disparar, maldito hijo de puta!

Los ojos de la concertista rebosaban ferocidad. Parecía una tigresa. Heinz se encogió de hombros, descorrió el pasador de seguridad y entreabrió la puerta con cautela. La escalera parecía desierta. Salieron al rellano.

—Necesito recoger un par de cosas —alertó introduciendo la llave en la cerradura de su domicilio—. Será cuestión de un minuto. Entre.

La luz del piso de Rainer estaba encendida. Elke no pudo evitar mirar con expresión asqueada la vivienda de su secuestrador. Parecía una pocilga. Sobre la mesa principal se amontonaban latas de cerveza, bandejas de alimentos preparados y un cenicero repleto de colillas.
Liz
deambulaba de un lado a otro. Erizó el lomo y pasó entre sus piernas.

—Lamento el desorden —se excusó él. Tomó al animal en brazos, lo llevó hasta la puerta y lo soltó en dirección al tramo de escaleras que conducía a la azotea—. Vamos, preciosa, lárgate, regresa a los tejados. Ese es tu mundo. Yo ya no puedo cuidarte.

La gata escaló unos pocos peldaños, se detuvo y miró a Rainer. Parecía entender que su destino y el de su protector se separaban definitivamente en ese punto. Maulló y desapareció.

Heinz cruzó la estancia y echó un vistazo a la calle. Comprobó que Baum y los sicarios de Última Thule seguían ahí, plantados, a la espera. Salir del edificio no iba a ser fácil, pero él ya había huido en otras ocasiones. Tomó una pequeña agenda negra, abultada, la deslizó en el bolsillo de una gabardina que dobló sobre la manga del abrigo y, sin entretenerse, extrajo del armario del recibidor una lata.

Elke intuyó de inmediato el propósito de Rainer.

—Pero ¿está usted loco? —balbuceó atónita—, ¿qué demonios se propone?

Heinz no contestó. Desenroscó el tapón y comenzó a verter gasolina por mesas y sillas, sofás, cortinas y estantes. Arrojó el resto del contenido por el piso de madera, creando un reguero hasta la salida; hecho eso, respiró satisfecho, impregnándose del olor penetrante del carburante; tomó el teléfono y marcó un número corto.

—¿Departamento de bomberos de Berlín? —interpeló con voz apremiante y temerosa a un tiempo—. Escuche: se ha producido un incendio en el 43 de Wartburg, junto al parque. Lo estoy viendo desde casa, desde el otro lado de la calle. Es un tercer piso, está ardiendo, envuelto en llamas. ¡Rápido, rápido, creo que hay heridos!

Colgó y sonrió. Elke, clavada como un poste, no daba crédito a la demencia que parecía animar a su captor. Entendió que era un hombre realmente peligroso. Al menos en ese punto sus perseguidores no habían mentido.

—No tenga miedo, lo tengo todo calculado —aseguró—. Ahora deberemos esperar unos minutos.

—Usted no está en su sano juicio, usted es un enfermo —musitó ella, inmersa en un tembleque nervioso. Comenzó a retroceder hacia la puerta. Instintivamente abrazó el estuche del Stradivarius con fuerza, contra el pecho.

Rainer miró a la mujer con desazón. No era momento para explicaciones. Además, de darlas, sabía que no serían creídas. Consultó el reloj, una y otra vez, invadido por la ansiedad. Los segundos transcurrieron con exasperante lentitud, como si el tiempo se hubiera convertido en densa melaza. A los dos les parecieron horas. Tras un paréntesis tenso y silencioso, el sonido de un enjambre de sirenas les advirtió de que el momento había llegado.

—Salgamos —apremió él—. No se separe ni un centímetro de mí.

Desde el umbral del apartamento Rainer arrojó un fósforo encendido. En un instante todo quedó invadido por las llamas. La onda de calor les abofeteó. Heinz cerró de un portazo, rompió con el codo el cristal de la alarma de incendios, presionó el botón y empujó a Elke escaleras abajo.

—¡Fuego, fuego! ¡El edificio arde! —gritó frenético, aporreando timbres y puertas a su paso—. ¡Fuego, salgan todos a la calle! ¡Rápido, rápido!

La reacción de los vecinos no se hizo esperar. Asomaron aterrados, uniéndose de inmediato a la pareja en una evacuación precipitada y angustiosa. Para cuando Rainer y Elke alcanzaron el portal del inmueble, las luces rojas de las unidades de bomberos, policía y ambulancias teñían el lugar del color de la catástrofe.

Rainer sujetó con fuerza el brazo de la mujer. Mantenía la pistola clavada en su costado, oculta bajo la gabardina. Sus ojos se cruzaron durante unos segundos con los de Günter Baum. Desde su puesto de observación, en el otro lado de la calle, el matón asistía desconcertado y perplejo al inesperado zafarrancho.

—Ahora, guarde silencio y no me contradiga —exigió Heinz a la mujer, encaminándose hacia un coche de policía estacionado a escasos metros.

Los agentes intentaban organizar a los transeúntes y facilitar a los efectivos del cuerpo de bomberos el despliegue de mangas y escaleras. Rainer abordó a uno de ellos.

—Escuche, agente, esos cuatro tipos que hay ahí, en el otro lado, ¿los ve? —preguntó cuando se hallaba junto a ellos.

—¡¿Eh?! ¡Sí! ¿Qué ocurre con esa gente?

—Mi mujer y yo les hemos visto entrar en este edificio hace unos quince minutos. Llevaban una lata de gasolina y parecían traerse algo turbio entre manos. Nos ha parecido muy sospechoso, ¿entiende?

Rainer presionó con saña el cañón de la pistola. Elke confirmó sus palabras con una retahíla de monosílabos nerviosos. El policía, confuso, no dudó en alertar a sus compañeros. Cruzaron la calle decididos, liberando la trabilla de la funda de sus armas, en dirección a Günter Baum y sus compinches.

—Esto nos da una pequeña ventaja —apremió Heinz—, ¿tiene coche?

—Sí, está en un garaje, a dos calles de aquí.

—Pues camine, camine rápido. No se detenga.

Heinz Rainer y Elke Schultz abandonaron la escena aprovechando la confusión reinante. Unos metros más allá, traspasada la línea de seguridad, se volvieron y alzaron la vista. Los cristales del apartamento en llamas reventaban debido al inmenso calor acumulado en el interior. Cayeron a miles, como una lluvia mortífera, sobre bomberos y policía.

—Estáis muertos, muertos —masculló furioso Günter Baum viendo cómo los dos se perdían entre el gentío.

Después, sonrió ufano y miró de frente a los agentes.

—¡Qué desastre! ¿Podemos ayudar en algo? —inquirió consternado.

Capítulo 14

Boccherini

El viejo Norbert frunció el ceño al ver a Elke Schultz descender por la rampa del garaje. Dejó a un lado el perrito caliente, se limpió los labios con la manga y miró el reloj. Las ocho y cuarto. Pocas horas antes la mujer le había pedido que aparcara su Volvo en un lugar apartado, asegurando que no lo utilizaría en bastante tiempo.

—La suya ha sido la gira mundial más rápida de la historia, señorita Schultz —afirmó divertido el vigilante asomándose a la puerta de su garita. Se sacudió las migas y dedicó al hombre que la acompañaba una mirada escamada—. ¿Algún problema?

—No, nada importante, Norbert, sólo un pequeño imprevisto —adujo ella.

—Lo tiene en la segunda planta, al fondo, entre las columnas. Saldrá sin problemas.

Elke y Rainer tomaron las escaleras.

—Déme las llaves, yo conduciré —exigió él.

—Escuche, por favor, escúcheme: puede quedarse el coche, no me importa —propuso la violinista rebuscando en el bolso—. Váyase. No le cogerán, pero déjeme marchar, se lo ruego.

Por unos instantes Rainer dudó. Hizo saltar la llave de contacto en la palma de su mano, se mordió el labio inferior y negó con un chasquido.

—Créame, ojalá no la hubiera metido en esto. Lamentablemente ya está hecho y no hay forma de dar marcha atrás —comentó apesadumbrado—. Quiero que sepa algo, es justo, se lo debo.

—¿Qué es lo que debo saber?

—Al utilizarla a usted tal vez he firmado su sentencia de muerte.

—No diga tonterías, lo que debe hacer, si es cierto que esos hombres son unos asesinos, es acudir a comisaría y solicitar protección.

—Usted no lo entiende. No hay celda o muro que les detenga. No duraría ni una noche —aseguró—. Bien, ya es suficiente, estamos perdiendo un tiempo precioso. Suba al coche.

—Pero…

—¡Maldita sea, he dicho que suba al coche! —gruñó mostrando el revólver.

Elke entendió que desembarazarse de Rainer no iba a resultar sencillo. Su cerebro parecía evaluar toda la información disponible, de segundo en segundo. Huir de ese sótano, a la carrera, se le antojó una locura. Él la atraparía en la rampa o simplemente le dispararía por la espalda. Entendió que la calle podía ofrecerle más posibilidades; tal vez escapar aprovechando una parada, pedir auxilio o lanzarse, en el peor de los supuestos, del vehículo en marcha. Cuando Heinz activó, al encender el motor, el bloqueo de puertas, ella respiró con ansiedad y apretó las mandíbulas.

Ese bastardo parecía leerle los pensamientos antes de que tomaran forma en su mente.

—Sería una locura —murmuró él suspicaz—. Olvídese de esa posibilidad.

El coche tomó la prolongada curva que desembocaba en el primer piso del garaje y enfiló la salida. Norbert había levantado la barrera. Rainer metió la segunda y apretó el acelerador. Al emerger en el vado se vio obligado a pegar un brusco frenazo.

Uno de los matones que acompañaban a Günter Baum había detenido una moto de gran cilindrada frente al aparcamiento. Escudriñaba la calle intentando recuperar un rastro perdido. El intercambio de miradas que se produjo puso a todos en evidencia.

—¡Mierda! —rezongó Rainer furioso—. ¡Abróchese el cinturón!

Sus ojos brillaron feroces cuando el coche salió disparado como un proyectil. Dio un volantazo preciso para esquivar al sicario y se sumó al escaso tráfico de Mozartstrasse.

El motorista no tardó en recuperarse de la sorpresiva irrupción. Arrancó un rugido sordo a los setecientos cincuenta centímetros cúbicos de su BMW. A los pocos segundos les iba a la zaga, pisándoles los talones.

—¡Por lo que más quiera, nos vamos a matar! —gritó Elke desesperada al comprobar que Rainer se lanzaba a una demencial carrera que no atendía ni a señales ni a semáforos. Se aferró a la maravillosa creación de Antonio Stradivarius con fuerza. La pesadilla tomaba visos de acabar en verdadero drama. Se vio a sí misma agonizando entre hierros retorcidos, convertida en un amasijo de sangre y noble madera de Cremona.

El perseguidor, en un rabioso golpe de gas, situó la moto en paralelo al coche. Cuando Heinz vio que se llevaba la mano al interior del tabardo, buscando la culata de su revólver, no vaciló en efectuar un salvaje quiebro a la izquierda y embestirle.

—¡Dios mío, basta, pare, deténgase! —chilló la concertista cubriéndose la cabeza.

El agente de Última Thule eludió milagrosamente, en el último momento, el encontronazo. Consiguió dominar la moto, yendo a situarse, una vez más, tras la estela del vehículo.

—Ese cabrón no va a dejar de acosarnos —masculló Rainer contrariado, sin quitar ojo al retrovisor—. O él o nosotros. ¡Sujétese!

Elke Schultz se preparó para lo peor. Sus dedos se crisparon en el agarradero lateral. Miró al frente con ojos desorbitados. Rainer frenó como si la vida le fuera en ello.

Con un chirrido hiriente el Volvo detuvo su alocada carrera dejando tras de sí un negro rastro de caucho humeante sobre la calzada. Sin tiempo de reacción, el motorista no pudo evitar ir a estrellarse contra el maletero y salir catapultado por los aires. Sobrevoló el automóvil como el obús de un mortero, en una mortal parábola, aterrizando unos metros por delante. Durante unos segundos permaneció inerte, como un muñeco desarticulado. Al poco, se incorporó penosamente, hasta quedar arrodillado sobre el asfalto. Alzó la visera del casco y empuñó la automática.

Alargó el brazo y apuntó al coche sumido en un temblor incontrolable.

—Adiós, maldito cerdo —musitó Rainer pisando el acelerador.

El rostro perfecto de Elke Schultz se desfiguró en una mueca de horror y repugnancia al notar cómo los huesos de ese desconocido se hacían trizas bajo el cárter del automóvil. Pudo sentir cómo su cuerpo se doblaba y quedaba atrapado, reducido a un saco de sangre y carne arrastrado sin clemencia alguna a lo largo de un centenar de metros.

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