Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (8 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—Mi hijo murió en un accidente de coche hace diez años.

Se produjo un repentino silencio. Günter alzó el cuello del abrigo y miró en derredor buscando cerciorarse de que las inmediaciones estaban despejadas.

—Escuche,
herr
Färber, he venido para informarle de algo muy importante: ¡en la Logia Luminosa ceñiré la Corona de Vril!

La puerta de abrió. Günter alcanzó el segundo piso en cuestión de segundos. Echó un vistazo rápido al reloj. Las ocho y treinta y cinco.

Färber le esperaba en el rellano, anclado a un bastón de madera. Parecía un árbol a punto de derrumbarse, aferrado a la tierra por unas pocas raíces obstinadas.

—Así que usted es nieto de Christian Baum —susurró invitándole a pasar.

—Sí. Mi abuelo, como bien sabe, murió defendiendo Berlín.

El viejo soldado asintió. Avanzó cabizbajo, con paso indeciso, hasta el salón de la casa, ofreciendo acomodo al inesperado visitante.

—Siéntese, por favor. ¿Quiere algún licor, una copa de brandy?

—No. Muchas gracias. Se lo agradezco. Lo que tengo que decirle no requiere de excesivas formalidades —adujo Günter—. Permaneceré en pie.

—¿Qué ocurre, ha pasado algo malo? —balbuceó el anciano notablemente sobrecogido.

—Lo que ocurre es que el secreto del Führerbunker, la operación Shangri-La, corre peligro de ser descubierta. Si eso llegara a ocurrir, muchas otras cosas saldrían a la luz… ¿entiende? —interpeló, tocando al anciano levemente en el hombro.

—Sí, lo entiendo —convino Emil—, pero le aseguro que yo he guardado silencio absoluto. En los interrogatorios de 1945 no lograron arrancarme ni una sola palabra. Todo se ejecutó conforme al guión. ¡Se lo tragaron!

—Lo sé. La suya fue una representación magistral. No le quepa duda alguna: usted fue uno de los mejores
actores
.

—¿Sabe? Jamás he accedido a ser entrevistado, ¡jamás! —proclamó orgulloso—. ¡He sido invitado en muchas ocasiones a participar en programas de televisión y de radio! El año pasado, en el quincuagésimo aniversario del final de la guerra, me llegaron a ofrecer una fuerte suma. Me negué.

—Última Thule le debe mucho a su discreción. Por eso he venido yo, el hijo de un
lebensborn
, y no cualquier otro.

—De todos modos, hay algo que tal vez le pueda ser útil, señor Baum —aventuró el anciano, llevándose las yemas de los dedos a los labios. Acababa de recordar algo importante—. En los dos últimos meses he recibido unas cuantas llamadas de un individuo que parece estar al tanto de todo. Insistió en entrevistarse conmigo. Le dije que se fuera a la mierda.

—Ha hecho bien. Nos encargaremos de ese tipo.

—Pero no acabo de entenderlo, dígame: ¿cómo se supone que puedo yo, a mis años, ayudar a la hermandad?

Günter Baum acarició la culata de la Walther. Se maldijo por haber elegido el arma de las Waffen SS para cumplir tan deleznable encargo. Ese hombre merecía recibir un disparo de casta, una salva de honor en reconocimiento a la fidelidad y entrega de toda una vida. Y sólo existía una pistola en el mundo capaz de articular, con su rugido seco, un elogio de esas características: la irrepetible Luger alemana. Una buena Luger de 1936.

—Thule necesita ahora que su silencio sea… sepulcral,
herr
Färber —susurró a su oído.

Günter aferró al anciano por el hombro y lo atrajo hacia su pecho. Le disparó en el corazón, a quemarropa. El proyectil traspasó su endeble cuerpo y fue a incrustarse en la pared posterior.

El asesino arrastró a Färber hasta una butaca, dispuso sus manos inertes sobre el regazo, cruzándolas de forma natural, y cerró sus incrédulos ojos. Hecho eso buscó la cocina de la casa. No le costó encontrar un especiero. Espolvoreó un poco de sal en el guante y regresó junto al cadáver. Entreabrió sus labios y depositó la sal bajo la lengua. Pronunció entonces, aproximándose a su rostro, unas breves palabras. Una antigua máxima de la hermandad.

—¡En la vida o en la muerte, prevalece sobre la sal, glorioso ario!

Recogió el casquillo. Consultó el reloj. Las nueve menos diez.

Se sentó en el sofá y colocó la pistola sobre la mesita. Los últimos números de
Stern, Der Spiegel
y
Autobild
aparecían ordenados en un extremo. Se entretuvo pasando páginas, abúlico, hasta que el ruido de unos pasos al detenerse en el rellano y el tintineo inconfundible de las llaves le alertó de que su trabajo aún no había concluido.

La puerta se abrió.

—¿Papá? ¡Ya estamos aquí! —anunció una voz femenina—. ¿Tienes hambre? Me cambio en un momento y me pongo a preparar la cena. Te he comprado salmón ahumado y
foie
.

La hija de Färber, de unos cincuenta años, asomó el rostro por la puerta que comunicaba el pasillo con el salón. Un hombre algo mayor, corpulento y canoso, la seguía de cerca. Resoplaba cargado de bolsas.

Günter Baum apretó el gatillo sin titubeos. Un tiro limpio, entre las cejas, derrumbó a la mujer. Cayó a peso, hacia atrás, dejando campo libre a la trayectoria de una segunda bala, que voló implacable reventando el corazón de su marido.

El asesino sorteó los dos cuerpos y el contenido de los paquetes, diseminado por todo el piso. Sus pies tropezaron con una lata. Reconoció la etiqueta negra y las letras doradas.
Foie
de Estrasburgo. El mejor del mundo. Guardó la Walther en un bolsillo y el
foie
en el otro. Echó un último vistazo al lugar. Después, apagó la luz y cerró la puerta. Al salir a la calle comprobó la hora. Las nueve en punto.

Tal y como había predicho, la nieve caía ahora con fuerza.

Capítulo 9

Sir Edward Harvington

—¿Setas? —inquirió Simon Darden sin salir de su asombro.

Emma Lawrence, una mujer menuda, de mejillas encendidas y nariz respingona, le miró divertida y asintió.

—Sí. Sir Edward suele dar largos paseos por la mañana en esta época. Sobre todo en días lluviosos. Es muy aficionado a las colmenillas. Siempre regresa con un cesto lleno. Cocino una parte de lo que me trae y él se encarga personalmente de secar el resto —explicó al tiempo que limpiaba sus manos en un delantal de amplios cuadros.

Simon Darden no pudo evitar que su rostro dejara traslucir un sentimiento de contrariedad. Se volvió buscando la opinión de John Stewart. El fotógrafo permanecía algo retrasado, trasteando con el objetivo de la cámara. Al cruzar su mirada con la del periodista optó por encogerse de hombros.

Los dos habían llegado, tras más de dos horas al volante, hasta Abberley, una encantadora población del condado de Worcestershire, al noroeste de Londres, con la intención de entrevistarse con sir Edward Harvington, un noble inglés que vivía dedicado al estudio y a la investigación, autor de una docena de obras de referencia sobre la Segunda Guerra Mundial. El encuentro había sido concertado gracias a la gestión de Mark Sands, el director de Marketing de
The Guardian
, uno de los diez
centinelas
del Scott Trust y amigo personal del escritor.

El periodista suspiró. La mujer entendió su malestar.

—El señor Harvington es muy despistado… ¡si lo sabré yo! —comentó resignada—. Me vuelve loca. Lo pierde todo. Apenas sabe en qué fecha vive.

—¿Cree que regresará antes del mediodía? —interpeló echando una mirada furtiva al reloj.

—Eso seguro. Es capaz de olvidar su apellido, pero jamás perdona su copita de jerez a eso de las doce —ironizó Emma con un brillo malévolo en los ojos.

—Gracias. Volveremos más tarde.

—Aprovechen para dar un pequeño paseo por Abberley —propuso el ama de llaves al entornar la puerta—. La torre gótica del reloj es una maravilla. Todo el mundo la fotografía. Y la iglesia de San Miguel, que es de estilo normando, del siglo XII, es muy hermosa.

Simon y John deshicieron los dos kilómetros que separaban la mansión de sir Harvington de la pequeña población. Habían dejado el coche allí, junto a una taberna donde les habían asegurado que la casa del noble se alzaba a tan sólo unas revueltas siguiendo el camino de tierra, en dirección al bosque.

Estaban a mitad de trayecto cuando distinguieron a un individuo que avanzaba con dificultad hacia ellos, cruzando a través de las altas hierbas de un prado. Vestía una chaqueta de
tweed
ocre y se tocaba con una gorrita de visera. Portaba un bastón en la mano derecha y una cesta colgando del brazo izquierdo. Le seguía de cerca un precioso golden retriever de color canela.

—Tiene toda la pinta de ser Harvington, ¿no? —aventuró el fotógrafo aguzando la mirada—. Camina con aires muy aristocráticos.

—No lo sé. No le he visto nunca —afirmó Darden riendo entre dientes.

De súbito, al sobrepasar una linde de piedra, el hombre desapareció. Se desvaneció como si la tierra se lo hubiera tragado.

—¡Se ha caído! ¡Menudo batacazo! —exclamó Stewart perplejo.

Se aproximaron al lugar a paso rápido temiendo lo peor. Encontraron a sir Edward Harvington gateando. Recuperaba, entre exabruptos y reniegos, el contenido de la cesta.

—¡Maldita sea! ¡Quietos, no se muevan! —rezongó al verles llegar—. ¡Están pisando las setas! ¡Santa Madre de Dios, qué desastre, qué desastre! ¡Y tú,
Tiberio
, estáte quieto, deja de dar vueltas!

—¿Se ha hecho usted daño? Permítanos ayudarle —propuso el periodista comenzando a recoger las setas—. Soy Simon Darden, de
The Guardian
. Mi compañero es John Stewart, uno de nuestros mejores fotógrafos. Habíamos apalabrado una entrevista con usted. Aunque tal vez hemos llegado antes de lo previsto.

El escritor le miró escamado.

—Habíamos acordado vernos mañana, jueves —puntualizó.

—¡¿Eh?! ¡Sí, claro, el jueves! ¡Hoy es jueves, sir Edward!

—¿Jueves? ¡No puede ser! ¿De verdad? ¡Caramba, qué despiste el mío! —se excusó ruborizado—, ¡ande, haga el favor, ayúdeme a levantarme! ¿Le gustan las colmenillas?

—Creo que nunca las he probado.

—¡Pues hoy las probará! ¡Pato guisado con colmenillas y miel! —anunció ufano—. Mi ama de llaves, la señora Lawrence, es una cocinera excelente. Tiene un carácter de mil demonios, siempre refunfuña, pero es insuperable trajinando entre peroles.

Darden y Stewart cruzaron una sonrisa cómplice y siguieron al noble de vuelta a la casa. Las nubes, al desgajarse, abrían en lo alto una ventana por la que asomaba un sol tímido, invernal, apenas reconfortante.

—Dígame, señor Darden, ¿por qué desea usted entrevistarme? —indagó Harvington deteniéndose a los pocos pasos. Comenzó a frotar sus rodillas con gesto dolorido—. ¡Mi nuevo libro no estará acabado antes del próximo verano!

—Estamos trabajando en una serie de artículos sobre escenarios ucrónicos —mintió el periodista con aplomo—. Ya sabe, consisten en aventurar hipótesis, en aceptar que algunos hechos históricos, que no ocurrieron, pero que podrían haber ocurrido, configurarían un mundo distinto al actual. También en un reportaje sobre ciertos misterios de la posguerra, hechos oscuros, no esclarecidos.

—¿Y esas tonterías interesan a la gente? —interpeló escéptico.

—Digamos que a la gente le divierte especular.

—¿Y con qué diablos especulan ustedes, si puede saberse?

—Con la posibilidad de que Alemania y sus aliados del Eje hubieran ganado la guerra; con el hecho de que Hitler no muriera en el búnker de la Cancillería de Berlín…

Por un momento pareció que sir Edward Harvington iba a deshacerse en una sonora carcajada, pero la hilaridad se le heló en el rostro antes de ser liberada.

—¿Le parece una hipótesis descabellada?

—¡Me parece una conjetura escalofriante! —afirmó, mortalmente serio—. ¿Sabe? Existe más de un historiador que ha dedicado mucho tiempo a elucubrar sobre eso.

—¿Cuál es su opinión?

—Que ningún investigador riguroso pondría la mano en el fuego al respecto. Yo, personalmente, prefiero creer que Hitler murió en Berlín, pero es cierto que eso no está claro en absoluto.

—He reunido bastante material que apoya esa tesis. Al parecer, el mariscal soviético Gregory Zhukov, al frente de las tropas que entraron en Berlín, informó a Stalin de que no habían hallado los restos de Hitler —recapituló Darden—. Encontraron un cadáver que examinaron detenidamente. Parecía él, pero acabaron concluyendo que se trataba de un
doppelganger
, un doble. Había muchos detalles que evidenciaban el engaño. Entre ellos, el hecho de que ese desgraciado llevaba calcetines de lana largos. Hitler los aborrecía, jamás los usó. El comandante general del sector americano en la ciudad, Floyd Parks, presente durante la batalla, se entrevistó con Zhukov. El ruso le confesó que el dictador había huido. Tiempo después, en Núremberg, el jefe del consejo americano, un tal Thomas J. Dodd, se pronunció en el mismo sentido. Son innumerables los testimonios de esa época. Bedell Smith, que más tarde asumiría la dirección de la CIA, llegó a afirmar públicamente que no había forma humana de asegurar la muerte de Hitler. Muchos otros fueron de esa opinión. La lista es muy larga. En una transcripción de las charlas mantenidas entre Stalin, Roosevelt y Churchill, el líder ruso fue taxativo: «Esos dos no están en nuestras manos…».

—Conozco esas conversaciones. No olvide, de todos modos, que tras esa afirmación, a renglón seguido, el taquígrafo hizo una acotación extraña, escribió en sus notas, entre paréntesis, «risa general». Y el asunto no se prestaba a mucha broma.

—Sí. Es cierto —concedió Darden—, pero son demasiadas pruebas como para ignorarlas. En 1952, siete años después, Dwight Eisenhower confesó —y cito literalmente sus palabras—: «Hemos sido incapaces de descubrir ni una sola evidencia que pruebe la muerte de Adolf Hitler. Mucha gente cree que Hitler escapó de Berlín…».

Sir Edward Harvington sonrió, se detuvo ante la puerta de su mansión y dedicó una mirada flemática al periodista.

—¡Muy bien! ¿Qué cambia todo eso? ¿Adónde quiere ir usted a parar?

—Ya tenemos una ucronía, un escenario ucrónico, ¿no? ¿Dónde cree usted que pudo pasar Hitler el resto de sus días?

—¡Uff! Probablemente en Argentina —apuntó con encantador cinismo el aristócrata—. ¿No sabe que Juan Domingo Perón entregó a los alemanes cien mil pasaportes en blanco en los últimos meses de la guerra?

—Lo ignoraba —confesó atónito Darden.

—Tendremos tiempo para hablar de todo, caballeros. Creo que podré añadir algún misterio más a su colección. Intuyo que le encantan los misterios, señor Darden —aseguró complacido Harvington, invitándoles a pasar al interior—. ¿Emma? ¿Señora Lawrence? ¡Ya estoy aquí, traigo más de un kilo de colmenillas!

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