Read Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida Online

Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (9 page)

Simon Darden y John Stewart asistieron divertidos a un ritual que parecía repetirse con frecuencia. El ama de llaves apareció en el hall de la casa con una bandeja. Mientras el escritor colgaba con parsimonia la gorra, la bufanda y la chaqueta en un perchero, ella procedió a seleccionar las setas. Después se dirigió hacia la cocina a paso rápido, amonestando en su retirada al escritor.

—He encendido la chimenea de la sala de lectura —dijo—. ¡Haga el favor de vigilar el fuego, deje de comportarse como un irresponsable, yo no puedo estar en todo! ¡El otro día casi se quemó la alfombra!

Harvington cruzó una mirada resignada con sus invitados al tiempo que esbozaba una sonrisa de circunstancias.

—¿Saben? Enviudé hace nueve años. Y tentado estuve de volver a casarme con una viuda de Abberley —susurró—, pero lo pensé mejor. En aquella época yo leía mucho a Émile Cioran. Ese hombre estaba bendecido por la lucidez. Topé con una de sus innumerables máximas. Esa que dice: «Un enemigo distante es siempre mejor que uno a las puertas».

Capítulo 10

Esvástica

—¿En qué trabaja ahora, sir Edward? —preguntó Simon Darden mientras admiraba distraído la vasta colección del escritor. Los libros formaban líneas abigarradas a lo largo de las paredes de la estancia, desde el suelo hasta el techo. Sus ojos se detuvieron en infinidad de objetos ubicados allí donde los volúmenes dejaban un hueco libre. Distinguió una daga alemana; condecoraciones; un viejo fusil de cerrojo, un máuser de la Primera Guerra Mundial; cascos; una bayoneta; prismáticos; modelos del Spitfire británico y del Stuka alemán y un gran mapa político de 1945. Incluso un obús que parecía intacto. El lugar olía a museo.

Harvington, tras escanciar un excelente jerez en tres preciosas copas de cristal tallado, permanecía sentado en un escabel bajo, frente a la chimenea. Extendía sobre una hoja de
The Times
, al amor de las llamas, la colecta de colmenillas.

—Estoy escribiendo
Simbología, esoterismo y mística en el Tercer Reich
.

El periodista y el fotógrafo se miraron incrédulos.

—Me parece inconcebible que esos descerebrados tuvieran algún afán o sincero interés por la mística —comentó John Stewart con desdén.

—¿Descerebrados? No se equivoque, amigo —reprobó suavemente el aristócrata, interrumpiendo por unos instantes su metódico quehacer—. Llámelos dementes, asesinos, desalmados, lo que usted prefiera, pero no descerebrados. Le explicaré algo. Un hecho significativo. Durante las interminables sesiones del juicio de Núremberg, tal vez buscando mantener ocupados a los reos, acaso en un intento por expugnar su compleja personalidad, les sometieron a todo tipo de pruebas. A diario les entregaban un cuestionario complejo, sutil, capcioso, lleno de trampas y contradicciones. Analizaban de forma pormenorizada todas sus respuestas. Invariablemente les invadía la consternación a la hora de extraer conclusiones. El más
descerebrado
de esos criminales era infinitamente más inteligente y astuto que usted y yo juntos.

Ante reconvención tan contundente el fotógrafo optó por vaciar de un trago su copa y cruzarse de brazos.

—No se puede hacer lo que los nazis hicieron sin una ideología muy sólida detrás —prosiguió el escritor—. Siempre que la gente poco informada habla de ellos suele limitarse a mencionar su obsesión por la pureza racial sin entender lo que ese concepto significa.

—Reconozco saber muy poco sobre el tema, pero me interesa. Todo lo que pueda contarme me servirá —admitió Darden—. ¿En qué creían los nazis?

—Buena pregunta. No es fácil contestar a eso —advirtió Harvington—. Evidentemente, cuando se habla de la mística de los nazis uno debe evitar pensar en tópicos místicos, ¿me comprende? ¡No piense en san Juan de la Cruz! ¡Olvídese de su concepción cristiana de la existencia! Hitler no pisó en toda su vida una iglesia. En realidad, tras la bambalina, tras el lienzo pintado del nacionalsocialismo, se escondía un explosivo cóctel de creencias. Los jerarcas nazis estaban fascinados por el paganismo ancestral, la visión telúrica del cosmos que la llegada del cristianismo barrió. Investigaban la criptohistoria, los ritos de Odín, lo esotérico, lo oculto, incluso lo paranormal.

—Entiendo.

—Su filosofía, eh, o mejor dicho, su ariosofía, acabó convirtiéndose en un compendio de tradición milenaria, un cuerpo doctrinal en el que las runas teutonas convivían armónicamente con conceptos budistas e hinduistas; interpretación social de las teorías de Darwin, aplicadas, por supuesto, a su aspiración de sangre y tierra, raza y patria, tal y como preconizaba Walther Darré, y también Alfred Rosenberg, para muchos el verdadero padre del credo nazi, y un sinfín de ideas y supuestos que a cualquier ser racional se le antojarían un auténtico dislate, una locura.

—¿A qué se refiere?

—Los ideólogos nazis, y me refiero a Guido von List, Liebenfels, Rudolf Glaner, Herman Pohl y muchísimos otros, compartían una visión inquietante —Harvington volvió a llenar su copa y, al punto, abrió una caja rectangular, plateada, de la que extrajo un largo cigarro puro—, ¿fuman, caballeros?

—¿Eh? Sí, pero sólo cigarrillos, ¿no le molesta? —preguntó Darden.

—¿Molestarme? ¡En absoluto! —exclamó—. Deseo morirme fumando y bebiendo whisky, amigo mío. Hasta hace algún tiempo, por las tardes, sobre todo en primavera y verano, acostumbraba a dar un paseo hasta alguna de las tabernas de Abberley. Tomaba una pinta y charlaba con la gente. Debería verlos ahora. Están todos en la puerta, con una cara triste como lechuzas. ¿Qué les estaba diciendo?

—Se disponía usted a explicarnos con mayor detalle alguna teoría asombrosa —recordó Stewart.

—¡Ah, pues bien, sí! ¿Conocen el concepto de panspermia?

—No demasiado —vaciló el periodista.

—Los nazis creían que el origen de los arios se hallaba en una tierra mítica, oculta por la bruma del tiempo y los hielos. Creían en la legendaria Hiperbórea, la cuna de su raza, crisol de pureza. Herodoto, el historiador griego, mencionó a los hiperbóreos; se refirió a ellos diciendo que eran el pueblo «que habita más allá de las brumas de Borea», en el Norte. Los nazis creían que el origen de esa civilización superior se hallaba fuera de este mundo, que habían llegado del espacio exterior. Su capital era Thule, Última Thule.

Nada más pronunciar sir Edward Harvington esas palabras, un fogonazo encendió la mente de Simon Darden. Durante su conversación con Heinz Rainer, dos días atrás, éste había asegurado que Goebbels y su esposa habían aceptado morir para revestir de credibilidad el suicidio de Hitler. Afirmó que los dos eran miembros de Thule, la Logia Luminosa. Y no quiso añadir más.

—¿Existe alguna organización con ese nombre? —inquirió el periodista.

Harvington aspiró una espesa bocanada de humo. Le miró con recelo.

—Me parece que si le cuento todo esto acabaré perdiendo a un lector potencial —adujo divertido.

—Le aseguro que pienso leer su libro.

—Si no lo quiere leer, no lo lea; pero debe prometerme una buena crítica en el
Saturday Review
de
The Guardian
—puntualizó.

—Cuente con ello.

El aristócrata suspiró.

—Mirémonos como lo que en realidad somos. ¡Somos hiperbóreos! —recitó revestido de pompa y circunstancia Harvington, alzando los brazos hacia lo alto—. ¿Reconocen estas palabras, caballeros? Así empieza
El Anticristo
, de Nietzsche.

—No las recuerdo, leí esa obra en mis días de universidad —afirmó Darden.

—Última Thule era, en efecto, una sociedad secreta. Poderosísima. Se nutrió de muchas otras… Los Caballeros del Sol Negro o los Illuminati. Mantenían contactos con la Golden Dawn inglesa, con la logia del Dragón Negro en Japón. No existen pruebas de que siga en activo. Aunque no me extrañaría. La fundaron Herman Pohl, que fue Canciller de la Orden Germánica y Maestro de la Orden Teutónica del Grial, y Rudolf Glaner, un misterioso personaje, experto en astrología y técnicas sufíes, Gran Maestro de la Orden Bávara.

—Increíble…

—Sí, pero hay más —anunció en tono intrigante el escritor. Exhaló una voluta de humo, un aro perfecto que flotó en el aire largo tiempo—. No es mucho lo que sabemos de Última Thule. Eran la máxima expresión de lo hermético. Estaban estructurados en siete círculos concéntricos, a cual más pequeño. Un oficial, un miembro de las SS, por ejemplo, podía pertenecer a alguno de los dos o tres primeros círculos. Última Thule constituía el sexto círculo de poder. Existía un séptimo, del que jamás se ha sabido nada. Sólo que estaba ahí, en la sombra. Apenas unos pocos rumores. Me refiero a la Sociedad Vril. A los Siete Sabios de Vril.

—Suena muy filosófico —ironizó el periodista.

—¿Filosófico?

—Estaba pensando en los siete sabios de la Grecia clásica, ya sabe: Solón de Atenas, Tales de Mileto…

—Nada que ver —negó Harvington chasqueando los labios—. Los Siete Sabios o Maestros de Vril eran llamados Coronas, siete coronas que reinaban sobre Thule; gobernadas, en última instancia, por la Primera Corona de Vril.

—¿Cuál era el postulado, el objetivo de Última Thule y Vril?

—La criptocracia, el gobierno oculto, el dominio del mundo, la supremacía blanca, la pureza racial, el odio al marxismo, el exterminio de lo que ellos denominaban la escoria judía, negra, gitana, homosexual…

—¿La cúpula nazi formaba parte de Última Thule?

—Sí, todos ellos. Himmler, Rosemberg, Hess, Walther Darré y… Hitler, por supuesto. Uno de sus miembros, Dietrich Eckart, aleccionó al Führer. Le enseñó técnicas de persuasión. Era un experto en mesmerismo, esa capacidad malsana de hipnotizar a las masas. Hitler, en agradecimiento, le dedicó su
Mein Kampf
. Otro de los veintiún consejeros permanentes de Thule, Friedrich Krohn, sugirió a Hitler la utilización de la esvástica como símbolo de la nueva Alemania…

—Pero la esvástica, al menos eso tengo entendido, es un símbolo universal. Un símbolo sagrado, de evolución espiritual, que pertenece a muchas culturas.

—En efecto. Es un símbolo diseminado por toda la tierra. Aparece en la milenaria cultura védica; en los textos sánscritos; en el mazdeísmo; la usaron los hititas y los persas; Heinrich Schliemann la descubrió en sus excavaciones en Troya…, pero, y eso es lo más sorprendente, aparece en lugares ilógicos: en China, Japón y Corea; en el África negra; en los monumentos egipcios; en la cultura de los kunas de Panamá; entre los indios navajos en América. Por descontado, entre celtas, griegos y germanos. Curioso, ¿verdad?

—¿Cómo se explica su universalidad, su uso, entre civilizaciones que jamás mantuvieron contacto entre sí a lo largo de los tiempos? —indagó John Stewart, que asistía atónito a las explicaciones de Harvington.

—¡La pregunta del millón! —exclamó el aristócrata—. Bueno, podríamos tragarnos la hipótesis de Carl Sagan. Sagan aventuró que, en un pasado remoto, la cola gaseosa de un cometa dibujó esa cruz en lo alto del firmamento. Todos los seres humanos pudieron contemplarla durante mucho tiempo. Vivieran donde vivieran. Si esa propuesta no les complace, existe la teoría de los nazis.

—¿Cuál?

—Nuevamente la herencia de la mítica Thule. La esvástica era su símbolo sagrado. La Atlántida, según ellos, fue uno de los reinos fundados por esa cultura superior —murmuró—. Los que sobrevivieron al gran cataclismo que la sepultó en el fondo de los mares originaron, a su vez, civilizaciones a ambos lados del Atlántico. De ahí que la cruz gamada aparezca entre mayas y egipcios. De ahí la similitud entre las pirámides, los zigurats mesopotámicos, los templos precolombinos…

—Fascinante.

—Lo es. Supongo que ahora comprenderán cómo esos
descerebrados
nazis lograron forjar un cuerpo doctrinal, místico, tan formidable. Himmler, pieza clave en el Holocausto judío, envió a cientos de agentes de la organización Ahnenerbe por todo el mundo, con órdenes muy concretas. Visitaron el Tíbet, Persia, Crimea, el Cáucaso; buscaron el Grial por todo el planeta; buscaron, hasta dar con ella, la legendaria Lanza del Destino, la Lanza de Longino, el centurión romano que abrió la brecha en el costado de Jesucristo.

—¿Por qué deseaban poseer esa lanza?

—El Reich de los Mil Años pretendía ser heredero de la grandeza del Imperio romano. Hitler, en sus escritos, afirmó que la historia es una lucha eterna, a muerte, sin piedad, entre civilizaciones. La leyenda dice que aquel que posea la Lanza del Destino dominará el mundo —concluyó el aristócrata—. Ellos casi lo lograron.

La interrupción de Emma Lawrence quebró el silencio que se instaló en la biblioteca de la mansión Harvington.

—La comida está lista, señores, cuando gusten —anunció—. ¡Por Dios, sir Edward! ¿Cuándo dejará de fumar esos apestosos cigarros? Deberé volver a ventilar, ¡y se enfriará toda la casa!

Mientras se dirigían al comedor de invierno, situado en una acogedora habitación orientada al sol de la tarde, en la cabeza de Simon Darden se amontonaban las preguntas; un amasijo de interrogantes que el derrotero de la conversación le había llevado a posponer. En su fuero interno estaba resuelto a despejar la incógnita de esa ecuación maldita. Un enigma que parecía tornarse más críptico a cada paso que daba.

Recordó la advertencia de Heinz Rainer.

Y entendió que lo visible es sólo un pálido reflejo de lo oculto.

Capítulo 11

Un Caso Para Bruno Krause

—Maldito pedante! ¡Así te mueras, cornudo de mierda! —rugió el inspector Bruno Krause, descargando un contundente manotazo en la mesa de su despacho.

Después comenzó a estornudar.

Christian Eichel, desde el otro lado de la habitación, alzó la mirada y olvidó por unos instantes el dilema que le embargaba. No sabía dónde archivar el informe forense de una prostituta asesinada tres días atrás. Parecía asunto de drogas.

—¿Otra derrota por goleada? —preguntó con malsana satisfacción.

—Sí, joder, sí. Ese cerdo hace eso para joderme. Lo hace cada día.

Eichel se deshizo en una carcajada silente. Disfrutaba lo indecible viendo al enjuto e inconmovible comisario estrellarse contra el muro de tinta y papel que ese campeón del
Die Welt
levantaba a diario. De conocerle personalmente no dudaría en pagarle una copa por los buenos ratos que le hacía pasar.

Colocó el dosier en el lugar más lógico y esperó la consabida petición de auxilio que Krause le lanzaba invariablemente cuando tiraba la toalla.

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