Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (5 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—¿Desea otro café, señor Drake? —preguntó por sorpresa la azafata.

—¿Eh? ¡No, no, muchas gracias! —repuso—. Con uno es suficiente. El café no es bueno para la tensión. La tengo un poco alta. Catorce y medio de máxima.

—¿Le ha gustado el desayuno?

—Todo estaba perfecto, Alice.

—Me ha dicho el comandante que su coche le espera junto a la pista del aeródromo deportivo. He aprovechado el vuelo para planchar su chaqueta, se había arrugado un poco.

Edwin Drake dirigió una mirada afable a la joven.

Llevaba dos años a su servicio y conocía desde la primera hasta la última de sus manías.

Al descender la escalerilla, Gregory Portman, erguido como un poste, gorra en mano, le abrió la puerta de su Cadillac DTS Limousine.

El coche se adentró en el condado de Fairfax por una tranquila y sinuosa carretera secundaria que atravesaba un encantador bosque caducifolio.

—Todo está realmente precioso, Gregory —afirmó el magnate entreteniendo la mirada en la filigrana dorada que formaban las hojas acumuladas al lado de la calzada.

—Sí, precioso. El otoño ha sido suave. Y gracias a Dios parece que el frío se retrasa un poco —convino el chófer echando un breve vistazo al retrovisor.

—¿Qué tal está tu familia?

—Estupendamente, señor. Muchas gracias por su interés. Rick está hecho todo un chavalote…, anda loco con el béisbol. Le han admitido en el primer equipo del colegio. El otro día hizo un partido sensacional. Y Marian está muy bien.

—Me alegra oírlo. ¿Querrías poner un poco de música?

—Por supuesto. ¿La primera o la quinta de Mahler, señor?

—Antes del mediodía, siempre la primera, Gregory.

Media hora después el coche circulaba junto al muro de una inmensa propiedad privada. Corría paralelo a la carretera a lo largo de casi tres kilómetros. Una docena de impresionantes abetos negros custodiaba la entrada de la finca.

Gregory bajó el cristal y sonrió a la cámara de vigilancia.

—La Plomada ha llegado… —anunció.

El ronroneo cansino de un motor acompañó la apertura de la cancela. El Cadillac atravesó dos vastos prados separados por una franja arbolada y bordeó un pequeño lago; por último, enfiló una avenida que desembocaba en la entrada de una gran mansión de estilo eduardiano. Más de una docena de lujosos Lincoln, Mercedes y Rolls-Royce negros permanecían en impecable formación.

Un ayudante con aspecto de chambelán de palacio abrió la puerta del coche cuando se detuvo frente a la escalinata principal.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, Charles.

—¿Ha tenido buen vuelo, señor?

—Inmejorable. Dime, ¿han llegado todos?

—Sí, todos. A excepción del Compás y la Escuadra.

—Entiendo…

Penetraron en el amplio hall de la casa. Una doble escalera de ónice, semejante a las serpientes rampantes de un caduceo y situada al final del atrio formaba una amplia balaustrada al desembocar en el primer piso. A izquierda y derecha del vestíbulo se abrían diversas estancias de noble artesonado.

—Tengo su ropa preparada. Sígame, por favor.

Edwin Drake se desprendió de la chaqueta. El mayordomo puso entre sus manos una túnica de paño púrpura provista de una amplia capucha. En el pecho, a la altura del corazón, aparecía bordada en hilo de oro una daga vertical, un largo estilete arropado por una corona de hojas de laurel trenzadas. Sobre el puño, encerrada en un círculo, hilada en plata, se dibujaba la sagrada esvástica.

—¿Qué tal? —inquirió Drake buscando aprobación mientras anudaba el cordón a la cintura.

—Le sienta muy bien. Impecable.

—Eso creo yo.

—Imagino que ahora deseará leer algún buen libro, ¿no? —indagó Charles.

—Nada me apetecería más.

Recorrieron un pasillo alfombrado, jalonado por altos ventanales que se abrían al jardín. Los rayos del sol penetraban oblicuos en el corredor, arrancando destellos añejos a la colección de armaduras que parecía custodiar el lugar. La biblioteca de la casa ocupaba buena parte del ala izquierda; disponía de varias zonas de sofás y butacas, mesas y chimenea. Los atestados anaqueles cubrían la totalidad de las paredes. Contenían unos siete mil volúmenes lujosamente encuadernados, catalogados por autores y materias. Un bellísimo globo terráqueo de finales del siglo XIX presidía el centro de la estancia.

El magnate puso el mundo en rotación a su paso.

—¿Alguna preferencia, señor? —inquirió circunspecto el ayudante.

Drake frunció el ceño mientras su mirada recorría el lineal más próximo.

—¿Qué me sugiere, Charles?

—Eh, bueno, tal vez alguna obra metafísica de René Guénon sería apropiada en un día como éste —propuso Charles levantando levemente una ceja—.
Le roi du monde
, por ejemplo. Ésta es la versión francesa, la original de 1927.

—No.

—Algo de teosofía…, ¿Gurdjieff, Uspenskii, Madame Blavatsky?

Drake señaló un tomo de piel oscura con letras doradas en el lomo.

—Creo que leeré ese libro de Otto Rahn…

—¿
Cruzada contra el Grial
?

—Sí. La primera edición alemana de 1933.

—Inmejorable elección, señor.

—¿Sabe usted que esta obra y la que ese joven de las SS escribió algo después,
La corte de Lucifer
, despertaron el interés de Heinrich Himmler por el catarismo?

—Lo ignoraba.

—Así fue. Himmler visitó personalmente Montségur, en Francia. También Montserrat, en España. Buscaba el Grial y la Biblia cátara…

Charles alargó la mano y presionó sobre el volumen. El libro se hundió emitiendo un chasquido seco. Al punto, todo un segmento de la biblioteca se deslizó lateralmente dejando al descubierto un pasadizo que se hundía en las entrañas de la tierra. Edwin Drake descendió los dos primeros peldaños recogiendo el vuelo de la túnica; de súbito, se detuvo y asomó el rostro.

—Sabe, Charles, nadie cumple con los protocolos, una y otra vez, con el ingenio con que usted lo hace —afirmó complacido.

—Es un honor, señor.

Drake accedió a una pequeña antecámara de bóveda de ladrillo. Se situó frente a una mesa de mármol en la que aparecían dispuestos diversos elementos. Lavó sus manos tres veces en una jofaina de porcelana, secándolas cuidadosamente en cada ocasión; después, cogiendo de un cuenco un pellizco de sal se lo llevó a los labios; finalmente derramó sobre su hombro izquierdo un puñado de ceniza. Hecho eso, ocultó su rostro bajo la capucha y empuñó un pequeño martillo de plata. Golpeó tres veces en la placa metálica de un portón de madera en cuyo centro aparecía, repujado en bronce, el mismo símbolo que él lucía en su pecho. Al poco, una voz preguntaba desde el otro lado.

—¿Quién llama a la puerta de Última Thule?

—La Plomada que evidencia todo error…

Sonó un cerrojo al descorrerse y la hoja giró sobre sus goznes sin un solo quejido. Edwin Drake distinguió, al amparo de la exigua luz del lugar, a una veintena de figuras que departían a media voz, aquí y allá, puestas en pie.

—Me alegra verte —murmuró el que le franqueaba el paso dispensándole un breve abrazo.

—También a mí. Acaban de decirme que el Compás y la Escuadra no estarán hoy entre nosotros.

—Sí. Es una lástima, pero las elecciones están a la vuelta de la esquina. Y nos jugamos mucho en ellas.

—Lo sé.

Se unieron al resto de los invitados. Drake los saludó uno a uno. A los pocos minutos penetraban en una amplia cámara anexa, ocupada en su parte central por una gran mesa triangular orientada al Norte. Siete recios sitiales en madera, coronados en lo alto del respaldo por la talla de una herramienta, se alineaban en cada uno de los lados del polígono. Tras tomar asiento en un orden protocolario permanecieron todos inmóviles hasta que el mismo silencio pareció enmudecer.

—¡Que la luz nacida en los lejanos días de Hiperbórea ilumine todo lo que hoy haremos y diremos aquí los arios, hijos de la Quinta Raza, vástagos del Séptimo Sol, herederos de Última Thule! —anunció en tono solemne el Cincel, que hacía las veces de maestro de ceremonias.

—¡Que así sea! ¡Cúmplase, realícese! —mascullaron todos a media voz.

—En primer lugar, queridos hermanos —prosiguió complacido—, permitidme expresaros mi satisfacción. A lo largo del último año todos habéis prosperado notablemente cuando parecía difícil hacerlo en tal medida; algunos hasta escalar tres y cuatro posiciones en el
ranking
de los 400 de Forbes… ¿qué pensáis hacer con tanto dinero?

Una risotada gruesa escapó de las gargantas de los congregados.

—La familia Werner, perdón, los miembros del Nivel, ya os aconsejamos invertir en el sector de hidrocarburos ruso —puntualizó una irónica voz femenina—. Rusia es un gran paraíso para el capital. Los días en que su único activo eran las botellas de Moskovskaia han pasado a la historia…

Una nueva oleada de hilaridad recorrió la mesa.

—Bien. Es suficiente. Debemos centrarnos —zanjó el Cincel, reconduciendo la atención de todos hacia las carpetas que aparecían dispuestas a lo largo de la mesa—. En los informes que hemos preparado hallaréis, como de costumbre, un detallado análisis de la situación mundial. No os entretengáis en sacar conclusiones, nuestros expertos ya lo han hecho. Así que si seguís sus recomendaciones aumentaréis vuestros beneficios en los próximos meses. Creo que será mejor que dediquemos el tiempo a comentar algunas de las cosas que ocurrirán en las próximas semanas.

Todos asintieron. Abrieron las carpetas y buscaron directamente el capítulo referido a geoestrategia.

—Como veréis, Última Thule Europa nos comunica una excelente noticia —prosiguió—. El proceso de adhesión de Turquía a la UE se va a ralentizar. Junto a las exigencias que se les han planteado en cuestión de derechos humanos, que se unen al proyecto de ley francés de castigar incluso con penas de cárcel a aquellos que nieguen el genocidio armenio, salta ahora a la palestra el contencioso de Chipre. Un contencioso que en su día no se abordó y que puede, felizmente, dar al traste con ese inmenso error.

Un murmullo de satisfacción reverberó en la sala subterránea.

—Veremos qué ocurre, no cantemos victoria. Nuestros asesores están barajando algunas posibilidades. Acciones futuras que nos permitan torpedear, de ser preciso, esa aberración.

—Creo que la postura de la prensa turca, al respecto, nos favorecerá… —apuntó el Cartabón—. Están hartos de los desplantes de lo que ellos denominan «El club cristiano». Todos sabéis que varias de mis compañías tienen filiales en Ankara. Sé de buena tinta que piensan contraatacar esgrimiendo listas exhaustivas de los crímenes y genocidios protagonizados por Europa a lo largo de la historia.

—De eso no cabe duda alguna. Nos conviene. Cuanto mayor sea el foso que nos separe de ellos, tanto mejor —convino el Cincel—. Afortunadamente, los sentimientos raciales, de identidad, crecen día a día en Francia, España, Alemania, Holanda, Austria… ¡Vamos por buen camino! Recordad Babel. Dejemos que gobiernos, partidos de izquierda y organizaciones vinculadas a los derechos humanos añadan, con su política de manga ancha y permisividad, leña al fuego. Cuanta más leña en la pira, mayor será el incendio.

—¿Qué pasa con nosotros? —preguntó Edwin Drake,
la Plomada
—. México está caldeando el ambiente de la próxima Cumbre de Países Iberoamericanos de Montevideo.

—El muro a lo largo de la frontera está aprobado, se construirá pese a quien pese. Sin duda esa conferencia de desharrapados realizará una declaración formal. Un poco de pataleta mediática y punto. Nada que deba preocuparnos seriamente. Por fortuna, a Castro le quedan dos cafés y un buen entierro, y a Chávez nadie le toma demasiado en serio. Hablemos de las elecciones, de nuestras elecciones. Como ya sabéis, los pronósticos no son halagüeños.

Sobrevino un largo silencio.

—Lo diré sin rodeos —continuó hablando el Cincel—, todo apunta a que se producirá un vuelco. Iraq nos va a pasar una factura muy alta. La lucha será enconada y podemos quedar atados a una mayoría demócrata, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado.

—¿Qué medidas se han tomado en función de esa hipotética victoria de los
burros
? —indagó abúlico el Martillo.

—Están previstos algunos gestos, algunas concesiones… —adelantó el maestro de ceremonias—. Donald Rumsfeld será destituido. Sé que es amigo personal de muchos de los que estamos aquí, pero su sacrificio es inevitable. El Pentágono necesita una nueva cara. Y los dos años de mandato que le quedan a George estarán presididos, no nos engañemos, por una constante fiscalización por parte de los demócratas. De todos modos, no os inquietéis. Comprar
burros
siempre resulta más económico que comprar
elefantes

La carcajada general fue estentórea y larga.

—Si os parece, hablaremos de las elecciones y de muchos otros asuntos durante el almuerzo… —propuso el Cincel—. Ahora deberíamos ocuparnos de algo grave. Muy grave. Algo con lo que no contábamos. De hecho, todos los puntos a tratar en nuestro orden del día no revisten ninguna importancia en comparación con lo que ahora os diré.

Un halo sombrío se instaló en la tiniebla que eran los rostros de los diecinueve miembros de Última Thule.

—Recordaréis que, hace unos cuatro o cinco años, un hombre al que no logramos identificar, un individuo que se entrevistó con el cónsul americano en Damasco, dijo tener información vital sobre nuestra organización… —rememoró el presidente de la mesa—. Por fortuna, la luz roja se encendió y todos los mecanismos funcionaron correctamente, aunque ese intruso logró escapar. Le perdimos la pista. Tiempo más tarde se puso en contacto con un periodista de Budapest. Le hizo llegar algunos documentos comprometedores…, en concreto una lista con los primeros mil nombres del proyecto Lebensborn; otros, referidos a la Base 211. Reaccionamos a tiempo y pudimos recuperar todas esas pruebas. El periodista fue
retirado
de forma limpia, pero ese advenedizo logró burlar, una vez más, a los nuestros. Esta vez, eso sí, con un buen balazo en la pierna.

El Cincel hizo una pausa, respiró profundamente y continuó dando explicaciones con una inflexión, si cabe, más azorada y lúgubre.

—Ya sabemos a quién nos enfrentamos. Teníamos abiertas sospechas, pero en absoluto total certeza. Hace dos días nos confirmaron, desde Londres, que un periodista de
The Guardian
, un tal Simon Darden, ha recibido una foto del Führer; una foto que según nuestros archivos fue realizada en Nueva Suabia. El remitente es Heinz Rainer.

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