Read Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida Online

Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (2 page)

—Nada. No han dicho nada.

—Anda, vamos a sentarnos. Esto puede ser largo…

—No quiero sentarme. Siéntate tú.

La espera resultó exasperante, presidida por largos silencios. Alrededor de las once de la mañana, tras un tiempo prudencial en observación, trasladaron al niño a una habitación del quinto piso del centro.

—Estoy orgulloso de ti. Te has portado como un campeón —le susurró Simon al oído.

Brian miró a su padre con ojos ebrios. Su rostro tenía el color de la cera. Parecía regresar de un viaje a ninguna parte. Permanecía arropado hasta la barbilla con el gotero insertado en el brazo. El desordenado flequillo caía como una cortina sobre sus ojos grises.

—¿Ya está? —preguntó con voz cansina.

—Sí, ya.

—No recuerdo nada, papá.

Simon sonrió y atusó sus cabellos. Observó brevemente a Claudia. Permanecía sentada al otro lado de la cama con cara de circunstancias.

—Bueno, es normal. La anestesia actúa así. Como cuando enciendes y apagas una luz. ¡Clic, clac!

—Tengo mucha sed.

—Eso también es normal, pero no sé si podemos darte agua. Esperaremos a que pase el doctor a verte y nos diga si ya puedes beber, ¿de acuerdo?

—Bueno.

—Escucha, Brian, me tengo que ir, es muy tarde, pero…

—¿Ya tienes que marcharte? —interpeló Claudia arqueando las cejas.

—Debo ir al periódico. Tengo muchas cosas pendientes. Además, los jueves, ya lo sabes, mandamos la totalidad del
Saturday Review
a imprenta.

Claudia apartó la mirada. Su esbelta nariz se contrajo en un pequeño respingo que Simon conocía bien. Era algo involuntario. Un tic que afloraba en su rostro siempre que se sentía incómoda o molesta.

—Muy bien —aceptó. Se incorporó en ademán de acompañarle hasta el pasillo.

—Volverás, ¿verdad? —preguntó el niño.

—Claro. Volveré mañana, a primera hora. Te lo prometo.

—¿Te acordarás de mi juego?

—Sí, me acordaré:
Dome of Warriors
para la Gameboy.

Simon besó a su hijo y le guiñó un ojo. Se puso el abrigo y arregló la suave bufanda de cachemira escocesa igualando los extremos. La pareja salió al pasillo de la planta. Ella se cruzó de brazos y respiró profundamente.

—¿Estarás bien? —preguntó él, solícito.

—Supongo. El sofá parece bastante cómodo. Dormiré bien. Dentro de un rato bajaré a la cafetería a comer algo.

—Bueno, todo se ha quedado en un susto. No se puede negar que es hijo mío. A mí me operaron de apendicitis antes que a él —adujo Darden con una leve sonrisa en los labios.

—Lo que me angustia es que si esto le hubiera ocurrido durante el fin de semana, estando en casa de tu madre, en Bath…

—Pero no ha sido así. Deja de preocuparte por lo que pudiera haber ocurrido. El sábado estaréis de vuelta en casa. Y la semana próxima, al colegio. Escucha: llevo el móvil conectado. Llámame a cualquier hora, ¿entendido?

—Muy bien. Anda, déjame unas monedas.

—¿Monedas?

—Para la televisión. No tardará en pedirme que le ponga la televisión.

Simon rebuscó en el bolsillo de su abrigo. Logró extraer unas cuantas, mezcladas con un manojo de llaves, una tarjeta de autobús caducada, caramelos del Royal Bank of Scotland y un encendedor.

—Sólo tengo esto suelto.

—Bastará.

Acercó sus labios al rostro de Claudia. Ella se retrajo, esquiva. El beso aterrizó entre sus cabellos. La tocó levemente en el hombro y se puso a caminar en dirección a los ascensores.

En el exterior el día lucía gris y desapacible.

El aire se enredaba en la alfombra de hojas secas que cubría la calle.

Consiguió un taxi. Veinte minutos más tarde llegaba al edificio de
The Guardian
, en el número 119 de Farringdon Road. Saludó con un desganado monosílabo al encargado de seguridad de la recepción, un tipo orondo que vivía sin excesivos sobresaltos, mientras pasaba su cartera por el detector. Optó, en el último momento, por utilizar las escaleras. Dos de los ascensores estaban siendo revisados por el servicio de mantenimiento y un buen número de personas permanecían hacinadas ante los otros.

Llegó a la cuarta planta sin resuello. El precio del tabaco.

Susan Schuett le dedicó una sonrisa afectuosa. La telefonista atendía una llamada, mantenía varias más en espera y rellenaba las consabidas hojas de avisos con trazo nervioso. De forma expresiva le hizo saber que tenía algo para él.

—¡Dios mío, qué mañana, todo el mundo parece haberse vuelto loco! —exclamó al verse momentáneamente libre.

—No se han vuelto locos, Susan, ¡siempre lo han estado! Ocurre que la cosa va a peor —ironizó Darden—. ¿Sabes qué predijo la Organización Mundial de la Salud la semana pasada?

—No. Supongo que es mejor no saberlo… ¿qué?

—Escucha, dicen que dos de cada cinco ciudadanos de este maravilloso mundo feliz acabarán esquizofrénicos, paranoicos o con serios trastornos mentales en los próximos diez años. Cazando moscas. Toneladas de Prozac para todos. En el peor de los casos, bonitas camisas de fuerza de Harrods.

—Menudo panorama.

—Lo peor será, de todos modos, lo que les ocurrirá a los otros tres —apostilló con una sonrisa malévola el periodista—. ¿Quieres saber qué pasará con ellos?

Susan se echó a reír. Simon siempre le sacaba punta a todo con su ácido sentido del humor. Además, del enjambre de articulistas, redactores, maquetistas, directivos y diletantes que poblaban el edificio, él era uno de los más atractivos. A pesar de que pintaba canas y más de un día su aspecto era el de un cadáver redivivo.

Darden se aproximó. Su cuerpo sobrepasó la ordenada formación de sobres y paquetes que iban a ser recogidos por los mensajeros, como si quisiera participarle un gran secreto.

—Escucha, el destino de los otros tres es mucho peor —reveló con la sorna dibujada en los labios—. Terminarán aplastados por el peso de sus hipotecas o encarcelados debido al impago de sus pensiones de divorcio; cirróticos de tanto alcohol, con un
by-pass
en el corazón o un cáncer en las tripas.

—¡Qué alegría, Simon! ¿Nadie se salvará?

—Tú y yo, encanto, ¿no te he dicho que tengo una pequeña casa junto a un lago en Escocia? Saldremos por piernas cuando todo se desmorone. Yo me pondré un sombrero de esos que usan los amish, me dejaré crecer la barba y cortaré leña mientras tú preparas un delicioso postre de manzana en el horno.

—Muy bucólico y tentador. En fin, escucha: los pelmazos del departamento comercial quieren que hables con ellos —anunció al ver que las luces de la centralita comenzaban a parpadear—. No sé de qué va, pero te están buscando desde primera hora. Peter me dice que te ha mandado su columna de opinión en un correo. Que si hay que recortarla que se lo digas ya. Estará fuera hasta el lunes. Y, finalmente, ha llamado alguien que no ha querido darme su nombre. Tres veces. Dice que tiene algo muy importante para ti.

—No me pases llamadas. Sálvame. ¡Hoy va a ser de órdago!

Darden se adentró en la caótica redacción del periódico. Parecía un campo de batalla tras el encontronazo de dos ejércitos. En todas las mesas, a excepción de las ocupadas por las secretarias de los numerosos directivos —que se veían impecables—, se amontonaban en precario equilibrio revistas y prensa extranjera, informes, comunicados internos, diseños de páginas, fotografías y pruebas de edición que amenazaban con venirse abajo de un momento a otro.

—Ya estoy aquí —anunció Simon.

Se despojó del abrigo y de la bufanda. La atmósfera del lugar resultaba agobiante. En las oficinas —solía decir el periodista— uno se muere de frío en verano y se ahoga en sudor en invierno. No hay término medio.

El rostro de Richard Garnet emergió entre el desorden de su mesa de trabajo. Se desprendió de los pequeños auriculares a los que permanecía conectado de la mañana a la noche. Darden los odiaba, la mayor parte del tiempo se veía obligado a comunicarse con su subalterno a gritos o por señas.

—¿Cómo está tu hijo? —preguntó el redactor.

—Bien. Todo ha ido bien. ¿Qué tal por aquí?

—De infarto. El director de arte quiere que le eches un vistazo a la portada y a la primera página de Internacional. Ha dejado algunos diseños en el servidor —anunció rascándose la coronilla. Después se estiró y bostezó.

—Juraría que estás hecho polvo.

—Lo estoy. Ayer trasnoché. Estuve en el Soho, en el Jazz After Dark de Greek Street. Tocaba una banda excelente. ¡Excelente!

Darden sonrió. Mientras su ordenador arrancaba intentó recordar cuándo había asistido por última vez a un concierto. Abrió el cajón del escritorio y se llevó un caramelo a la boca. No había comido nada desde hacía horas. Su cerebro reclamaba azúcar a gritos. Después rebuscó en el laberinto que era el servidor común y accedió a un área restringida. Abrió los archivos y se quedó durante unos minutos ponderando lo idóneo de cada una de las opciones de apertura de las páginas de información internacional.

—Dime, Richard, ¿qué crees que deberíamos destacar al comienzo del bloque? —preguntó al tiempo que chasqueaba los dedos frente a las narices del redactor.

—Yo diría que lo que toca es dar mayor relevancia a todo lo relacionado con inmigración, ¿no? —propuso Garnet encogiéndose de hombros y ladeando el rostro de modo expresivo—. El Gobierno mexicano ha presentado una protesta formal por la construcción del gran muro que van a levantar los yanquis en la frontera. ¡Pobres
espaldas mojadas
! Francia ha firmado un acuerdo de extradición con Senegal; España busca desesperadamente, en Bruselas, una política común por parte de la Unión Europea en esa materia; Alemania se cruza de brazos ante el tema; crece el recelo ante el ingreso de Turquía en el
club europeo

—¿Por no reconocer el genocidio armenio?

—¡Psss, eso es una nadería! ¡Cuestión de imagen! —afirmó Richard ahogando una risilla de hiena—. Lo que les inquieta es que ésa va a ser la puerta trasera de todos los que quieran colarse en Europa.

—Ya lo predijo Gadafi, ¿recuerdas? Dijo que Turquía sería un verdadero caballo de Troya —convino Simon divertido.

—Pues eso, ahí lo tienes.

—¿Crees que ese tema es mejor que la nueva escalada de tensión entre israelíes y palestinos? —dudó el jefe de Internacional frunciendo el ceño—. Hezbolá ha disparado tres misiles Katiuska sobre los asentamientos judíos en las últimas cuarenta y ocho horas.

—¡Como si son treinta y tres! —rechazó Garnet con un mohín asqueado—. ¡Que se maten esos empecinados, nos cae lejos y es lo mismo de siempre! ¡El mundo se acabará y ellos estarán en las mismas! ¡La invasión de Europa y Norteamérica, Simon, eso sí que va a ser el pan nuestro de cada día!

Darden asintió con una vaga tristeza flotando en el ánimo.

—Tienes razón. Es cierto.

—La tengo, pero hay algo más.

—¿Qué?

—El servicio secreto francés, el RG, alerta de que tiene información sobre la que se prepara. Se va a cumplir el primer aniversario de la revuelta de la
banlieu
, los disturbios en los cinturones industriales de París, Lyon y otras ciudades —aseguró alzando el índice en señal de advertencia.

—¿Miles de lujosos Audi, BMW y Mercedes destinados a ser pasto de las llamas?

—¡Exacto, querido Watson!
Anarchy to the world!

—Brindo por eso. Abriremos con el tema de la inmigración. Habrá que buscar un buen titular.

—Ya lo tengo. Apunta: ¡«La caída del Imperio romano»!

Los dos prorrumpieron, de inmediato, en una gruesa y sonora risotada.

A lo largo de la jornada Simon Darden supervisó el contenido de las páginas de información internacional y retocó pequeños detalles de estilo de los textos, mientras mordisqueaba desganado un bocadillo y el café de máquina encendía su estómago hasta convertirlo en una caldera. Pidió al departamento de documentación el cambio de algunas de las fotografías; liberó la bandeja de entrada de su programa de correo de un alud de
spam
que invitaba a participar en inversiones millonadas, adquirir relojes de lujo o probar fármacos que prometían la panacea sexual y acabó discutiendo acaloradamente con el director del departamento comercial, empeñado en convencerle de la necesidad de incluir cierta información que convenía a los intereses de un anunciante habitual. Todo ello, sumado a un par de reuniones inesperadas y tediosas, le llevó a consumir, en la escalera de incendios del edificio, medio paquete de Benson&Hedges. A razón de un cigarrillo por hora.

Al atardecer sólo unos pocos redactores y periodistas permanecían en sus puestos cerrando secciones. La mayor parte de la plantilla se había concentrado en una sala de la segunda planta, dispuesta a seguir las incidencias del partido del mes. El Chelsea jugaba contra el Manchester United.

El teléfono de Darden sonó cuando se disponía a llamar al hospital.

—¿Simon?

—Dime, Susan.

—Es ese hombre del que te he hablado —alertó la telefonista—. Sigue sin darme su nombre. Dice que es muy importante. Insiste en que le atiendas. Ha llamado tres o cuatro veces más a lo largo de la tarde.

—¿Por qué todo el mundo es tan pesado? Hazme un favor, dile que me mande un correo, que lo que me quiera decir me lo cuente en un correo electrónico. Pídele que incluya sus datos y teléfono; asegúrale que yo me pondré en contacto con él en cuanto pueda.

—¿[email protected]?

—Sí, exacto.

Media hora más tarde, mientras intentaba poner un poco de orden en su mesa, una señal acústica, parecida al sonar de un submarino, le alertó de que acababa de recibir un correo. Más por abulia que por verdadero interés decidió echarle un vistazo.

En el campo destinado al título se podía leer: «¿Hablará ahora conmigo?».

Pensó de inmediato que el remitente, un tal Heinz Rainer, era un guasón con ganas de divertirse. Utilizaba uno de los muchos correos gratuitos disponibles en la red.

Durante unos instantes sintió la tentación de borrar el mensaje, pero acabó por abrirlo.

Una foto de gran formato comenzó a dibujarse. Barrió lentamente el monitor. Era una imagen en blanco y negro, digitalizada en alta resolución. Parecía muy antigua.

Cuando por fin el último pixel quedó encajado en la pantalla, al periodista se le borró el escepticismo del rostro de un plumazo.

Esa foto era imposible.

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