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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida

 

Evitaré hablarle en acertijos. De modo accidental descubrí un terrible secreto. Al hacerlo firmé mi sentencia de muerte, pero logré burlarla hace seis años. Desde entonces me limito a huir, a ocultarme y a intentar comprender lo que tengo entre manos. En dos ocasiones me he atrevido a deslizar pequeños fragmentos de este asunto en oídos que me parecían fiables. Y lo he pagado caro… El precio que le exijo a usted, lector, si es que acepta conocer mi historia, se llama confianza. Necesito tener la certeza de que llegará hasta el final, de que se arriesgará conmigo. Después, deberá ser usted quien decida revelar mi existencia al resto de lectores o, por el contrario, silenciarme para siempre.

Julio Murillo Llerda

Shangri-La

La Cruz Bajo La Antártida

ePUB v1.1

libra_861010
12.09.12

Título original:
Sahngri-La. La Cruz Bajo La Antártida

Julio Murillo Llerda, 2008.

Editor original: libra_861010 (v1.1)

ePub base v2.0

Capítulo 1

Nueve Féretros

Heinz Rainer despejó con la palma de la mano el vaho que empañaba el cristal de la ventana. A través de esa discreta mirilla se abstrajo en el animado ajetreo que era la calle Wartburg al atardecer. Lloviznaba. Los transeúntes apretaban el paso y alzaban el cuello de sus gabardinas camino de casa. Un poco más allá, en la esquina, el halo rojo de los pilotos traseros de los coches se fundía con el hipnótico parpadeo del rótulo luminoso del colmado de Tarek, un libanés adusto y reservado que nunca cerraba antes de medianoche.

—Ese bribón siempre nos hace trampas en el peso, ¿verdad,
Liz
? —pensó Heinz en voz alta mientras encendía un cigarrillo—, pero es discreto y no pregunta demasiado.

Los ojos de una gata siamesa brillaron asertivos.

Rainer exhaló una vaharada de humo cálido que difuminó por unos instantes el agujero por el que miraba al mundo. Una mujer atravesaba la calle sorteando el tráfico. Los tacones la hacían trastabillar. Intentaba dominar, con poco éxito, un pequeño paraguas desarbolado por la ventisca. Estuvo a punto de caer de bruces sobre el piso mojado.

Suspiró con desasosiego. De entregarse al impulso irracional que invariablemente le asaltaba en el claroscuro de esas horas, descendería desde las alturas de su destierro en un tercer piso hasta hollar la libertad del asfalto. Perderse en el ruidoso tráfago de la ciudad se le antojaba un placer. Como tantos otros, vedado. No podía arriesgarse a que esa misteriosa e incomprensible ley llamada azar le llevara a toparse con una mirada que reconociera la suya. Tal vez por eso no soportaba ver reflejada su imagen en las lunas de los comercios. De algún modo —se decía Heinz en sus largos y aburridos soliloquios—, si consigo olvidar mi rostro, tal vez otros lo olviden a su vez.

Esa idea, un tanto peregrina, había llegado a convertirse para él en una sólida convicción. En su refugio, que más parecía una jaula, no existían espejos. Con el tiempo había aprendido a afeitarse palpando la piel del rostro y del cuello.

Una súbita ráfaga estrelló un puñado de pequeñas gotas de lluvia contra el cristal. Brillaron en su sesgado descenso hacia el alféizar. De estar más entrado el invierno se hubieran congelado a mitad de recorrido.

En ese caprichoso entramado de formas calidoscópicas, luces evanescentes y reflejos, el rostro desagradable del coronel Howard Rodby emergió como una maldición en el centro de los pensamientos de Rainer. Pudo ver la expresión contrariada del militar, imaginar su continuo ir y venir a lo largo de la pista de aterrizaje de la base Wichita, con las manos enlazadas a la espalda, echando constantes vistazos al reloj. Esos ojos saltones, de sapo, giraban en sus órbitas como las aspas de un ventilador, siempre en movimiento, y el rictus quebrado de sus labios, invariablemente oblicuo y hundido, probablemente aparecía más acentuado que de costumbre.

Howard Rodby.

Maldito cerdo asesino.

Consumió un tercio del pitillo en una bocanada larga y espesa y se recreó en la agradable idea de su muerte.

—Cualquier día le encontrarán contraído y hecho un guiñapo —profetizó entre dientes—, una descarga lacerante y piadosa abrasará su negro corazón.

»Cuando eso ocurra —y Rainer deseó que fuera antes que después—, el mundo se habrá sacudido a un energúmeno de encima.

Se juró celebrarlo por todo lo alto, vaciando una botella entera en tres tragos. Aplastó la colilla como si le retorciera el pescuezo a un recuerdo indeseable.

—Y de acompañar Günter Baum a Rodby en su viaje al infierno —añadió entrecerrando los ojos—, dos…, dos botellas. De buen whisky, por supuesto.

Después saldría a pasear, dando tumbos, y seguiría bebiendo en la barra del primer bar que encontrara a su paso; dejaría de teñirse los cabellos; se olvidaría de las gafas de sol; se sentaría en un banco de un bonito parque a media mañana.

Siempre le había gustado el sol.

El rugido de una moto de gran cilindrada pasando bajo la ventana aventó a Rodby de sus pensamientos. Se desvaneció.

¿Qué fue lo que ocurrió en las siguientes horas?

Eso era algo que se había preguntado en infinidad de ocasiones.

Seguramente el avión aterrizó, a pesar del mal tiempo, el mismo día en que a él le dieron por muerto. Probablemente utilizaron un bimotor panzudo, más parecido a una zapatilla que a un avión. En sus tripas amontonaron los féretros, los aseguraron con correas e intercambiaron con los pilotos los albaranes de rigor. Horas más tarde, antes del amanecer, depositaron lo poco que quedaba de la Millenium Research 2000 en cualquier remoto hangar de Estados Unidos, en alguna instalación militar, tras mil vallas eléctricas y con los testigos indispensables.

Esos mal nacidos lo hacen todo a oscuras. Nunca dejan huellas.

Y en este asunto, dejar una sería imperdonable.

Probablemente le dieron carpetazo al tema a toda prisa. Contaron los ataúdes. Uno, dos, tres…, nueve. Tal vez tuvieron suficiente estómago como para abrirlos y examinar detenidamente su contenido.

Del japonés no debió de quedar gran cosa. Era un hombre menudo. Con un bigotito ridículo. A lo sumo unos restos de carbón desfigurados. Además, Hatsuka era feo. Y un japonés cuando es feo, lo es de verdad. No debió de ser fácil identificarlo a simple vista. Quizá comprobaron su identidad hurgando en su abrasado ADN.

La doctora Brandley, por el contrario, debía de lucir hermosa, blanca y mórbida, como si hubieran cincelado el escorzo de su muerte en un bloque de hielo milenario.

Pobre Angela.

A Stan Barets, el francés descreído y bromista, y a todos los demás, los cosieron a balazos; acabaron tan agujereados como un gruyer de buen tamaño. Después los rociaron con gasolina. Sus despojos no debían de tener muy buen aspecto.

No pienses más, déjalo estar —se propuso mientras recorría con la vista la silueta oscura de los tejados del lado opuesto de la calle—. Suficiente castigo es llevar grabado en las pupilas el horror de sus muertes.

La última luz del día se precipitaba por una estrecha franja crepuscular. Rainer encendió una pequeña lámpara y se dejó caer en un desvencijado sofá.

Con un salto elegante y elástico la gata descendió de la destartalada estantería. Se aproximó hasta él, frotó el lomo contra sus piernas y se aupó en su regazo.

—Quieres conocer lo que ocurrió después, ¿no? —interpeló en un bisbiseo apenas audible acariciando el cuerpo sedoso del felino—. Lo cierto es que no tengo forma de saberlo, bonita.

Quizá tras un rápido examen forense rellenaron los nueve informes pertinentes, cavaron un buen agujero y los sepultaron allí, en mitad de un desierto —caviló—. O en el otro extremo del mundo. Tal vez quemaron lo poco que quedaba en algún horno. Sin banderas, sin honores, sin ninguna explicación oficial; ni siquiera una miserable carta de condolencia, de esas que los familiares guardan en un cajón, entre papeles de seda, o cuelgan, como hacen impúdicamente los estadounidenses, en el salón de la casa, sobre la chimenea, con un bonito marco que enseñan a las visitas y ante el que brindan, estirados y orgullosos, el 4 de julio.

Lo cierto es que nunca había logrado averiguar qué hicieron con los ocho cadáveres. Los medios de comunicación no dedicaron demasiado espacio al asunto. Hablaron de un terrible accidente, de cómo una sima oculta bajo el hielo se abrió bajo sus pies y se los tragó a todos.

Una irreparable pérdida para la comunidad científica fue la frase más socorrida. Luego, todo se echó al olvido.

Oficiaron una ceremonia simbólica ante nueve túmulos vacíos.

Después, silencio.

Tras estampar en la carpeta el consabido sello de alto secreto olvidaron el dosier en el fondo de un archivo metálico al que echaron el cerrojo.

Así debió de ocurrir, más o menos así.

Casi seis años atrás. A finales de enero.

Llevaba oficialmente muerto seis años. Seis años recreándose en el pensamiento de que quizá a esas alturas todos se hubieran olvidado de él. El tiempo lo borra todo —solía repetirse—, tal vez ya nadie recuerde que uno de esos nueve féretros regresó vacío.

Aunque esa idea le reconfortaba, Heinz Rainer seguía comportándose como si formara parte del mundo de los espectros. Con el mismo sigilo, con la misma actitud evanescente. La muerte, tras rondarle una y otra vez, había dejado de causarle inquietud. Vivía como si ya transitara por sus desolados páramos; y su ámbito, frío y gris, se le antojaba más cálido y protector que las calles de los vivos.

—¿Para qué queremos las calles? ¡Que se las queden! Tú y yo se las regalamos, ¿verdad? —musitó con desdén—. Lo nuestro,
Liz
, son los callejones —
Liz
parpadeó de forma asertiva—. Lo que no imaginan esos bastardos nazis de Thule es que les hemos preparado un poco de su propia medicina —apostilló con una inflexión taimada.

En el exterior la lluvia caía ahora con mayor fuerza.

Una delicada melodía de violín llegaba desde algún punto indeterminado del edificio.

Capítulo 2

Una Foto Imposible

Cuando el teléfono del pequeño apartamento que Simon Darden ocupaba en el barrio londinense de Hampstead sonó a altas horas de la madrugada, el periodista, entre sueños, intuyó que algo no andaba bien. Mientras sus dedos intentaban alcanzar el auricular desechó la idea de que alguna noticia de importancia hubiera llevado a los dos redactores del turno de noche a recurrir a él.

Al descolgar reconoció de inmediato la voz nasal de Claudia.

Encendió la lamparilla de la mesita de noche, se frotó los ojos y echó un vistazo al despertador. Las cinco menos veinte. Después se quedó mirando al techo, mascullando una inconexa retahíla de monosílabos que buscaban acomodo en el precipitado discurso que llegaba a través de la línea.

—No te preocupes, tranquilízate, todo irá bien. Me visto y voy para allí ahora mismo —balbuceó una fracción de segundo antes de que ella colgara.

Media hora más tarde llegaba al St Thoma's Hospital de Lambeth Palace Road.

Encontró a su ex mujer destemplada y nerviosa, caminando a lo largo del pasillo frente al área de quirófanos.

—¿Dónde está Brian?

—Acaba de entrar, hace cinco minutos escasos.

—¿Qué te han dicho los médicos?

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