Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (6 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—¿Quién cono es Rainer? —interpeló desde el final de la mesa el Crisol en un reniego sordo.

—Tras ese nombre se oculta Eilert Lang, uno de los pocos errores que hemos cometido en los últimos cincuenta años. Lang era uno de los nueve miembros de la Millenium Research 2000, ¿recordáis? Le dimos por muerto, a pesar de que no logramos recuperar su cadáver. Aunque parezca imposible, ese entrometido logró acceder a las entrañas de Neu Schwabenland. Sólo Dios sabe qué documentos se llevó consigo. Como comprenderéis, ante la gravedad de la situación, he tenido que pedir instrucciones a los Maestros de la Sociedad Vril, el último Círculo de Poder de los Arios.

El silencio se hizo opresivo.

—Tengo órdenes muy claras, taxativas, terribles —concluyó—. Todos debemos extremar las precauciones en las próximas semanas; congelar contactos y poner a buen recaudo cualquier indicio comprometedor. Eilert Lang, al igual que ese periodista, y todos aquellos con los que ambos hayan mantenido un mínimo contacto, serán eliminados. No fallaremos esta vez. Lamentablemente, como única forma de preservar nuestra existencia y el mayor de los secretos de la hermandad, la Primera Corona de Vril ha ordenado que los cinco
actores
que aún siguen con vida sean sacrificados.

Los miembros de Última Thule cruzaron miradas consternadas y asintieron. Eran conscientes de lo que esa decisión suponía.

Los últimos testigos de Shangri-La, camaradas en la sal, debían ser ejecutados.

Capítulo 6

Elke

Elke Schultz se abstrajo del bullicio que reinaba en la sala pentagonal de la Berliner Philharmonie. Inspiró lentamente, entrecerró sus ojos azules y ladeó delicadamente el rostro hasta acariciar con el mentón el cuerpo firme y perfumado de su amado.

Olía a madera de Cremona. Vieja y noble. Su voz era única, atiplada como la nota más brillante de un pájaro apostado en lo alto, cálida como el mejor terciopelo. No le amaba por ser una obra de arte irrepetible, una joya creada por las manos de Antonio Stradivarius en 1708; simplemente le amaba por haber pertenecido a su padre, Ernst Schultz.

—La ciencia, amor mío, aún no ha encontrado una explicación, un sistema de medición que permita comprender el milagro de un Stradivarius —solía decirle él mientras la rodeaba con sus brazos y corregía su postura infantil.

La concertista colocó una pequeña sordina de marfil sobre el
ponticello
y deslizó los dedos vertiginosamente a lo largo de la
tastiera
de ébano del mástil, arrancando al alma del instrumento una miríada de notas secretas, articuladas como una confesión amorosa a medianoche.

Cuando Carl Weisman subió al escenario, Elke regresó al mundo. Los ciento cuatro profesores, puestos en pie, dispensaron un largo aplauso al director. Siguiendo la costumbre distendida que presidía los ensayos, la tuba y los trombones de varas le obsequiaron con un breve e irónico fraseo, una melodía cuyas notas macilentas parecían ilustrar el andar patoso de Charles Chaplin tras golpearse contra el quicio de una puerta. Las flautas y el
piccolo
dibujaron, en un veloz trino, las consabidas estrellitas orbitando sobre la cabeza del máximo responsable de la Orquesta Filarmónica de Berlín.

La bienvenida concluyó con una feliz carcajada general.

Carl Weisman, aupado en la peana, tomó la batuta y sonrió. Dedicó un saludo deferente a Elke, primer violín y líder de la formación, a su izquierda, y encaró a todos los maestros.

Cuando la algazara de voces, atriles y partituras cesó, habló.

—Me alegra comprobar que están de excelente humor. Eso es bueno. Todavía queda mucho por hacer y sólo tenemos tres días de ensayos por delante. Las ideas de Elke Schultz son magníficas, pero suponen un trabajo añadido. ¿Quién nos mandaba desterrar de nuestro repertorio a BBB, nuestros queridos Berlioz, Brahms y Beethoven, y meternos donde no nos llaman?

La impecable acústica del lugar amplificó la batería de silbidos y abucheos de los profesores. Elke se encogió de hombros y, entre divertida y sonrojada, pidió disculpas a sus compañeros.

—Añadir a nuestro programa habitual grandes composiciones de algunos de los autores más importantes de aquellos países que visitaremos en nuestra gira será la tónica general para otras grandes orquestas en los próximos años —aseguró—. Es un reto complejo. ¿Seremos capaces de sorprender al público americano con ese
Concierto para violín y orquesta
, de Samuel Barber?, ¿emocionar a los parisinos con el
Pelléas et Mélisande
, de Gabriel Fauré?, ¿extasiar a los ingleses hasta el delirio redescubriéndoles al incomparable Delius? Ese debe ser nuestro objetivo. Por tanto, manos a la obra.

A lo largo de la siguiente hora, el mundo y todas las cosas que en él se contienen quedaron en suspenso. Elke Schultz efectuó una impecable ejecución de la majestuosa
Suite Florida
, de Frederick Delius, guiando a la orquesta hasta las mismas puertas del cielo. Y cuando volar más alto parecía imposible, suscitó el asombro general al evocar, en una intrincada y sutil acrobacia, el
Ascenso de la alondra
, de sir Ralph Vaughan Williams. Dos partituras que ella podía recrear con los ojos cerrados, ya que eran algunas de las favoritas de su padre, un enamorado de la música inglesa de finales del siglo XIX y principios del XX.

El ensayo volvió a repetirse a media tarde. De principio a fin. Al terminar, el sentimiento general era inenarrable.

Carl Weisman estaba eufórico.

—Insuperable, Elke. Esto merece ser celebrado con una botella de Veuve Clicquot bien fría. ¿Aceptas?

Ella sonrió. Le miró de soslayo mientras devolvía el violín a su estuche. Echó un vistazo al reloj.

—Acepto, pero no dispongo de mucho tiempo, Carl.

—Felicidades. Has estado brillante, Elke, brillante.

—Bueno, tampoco es para tanto.

—¿No me crees? Te aseguro que no miento. Hasta la mismísima Anne-Sophie Mutter palidecería de haber estado hoy aquí.

La concertista prorrumpió en una feliz carcajada. Nada más salir a la calle envolvió su cuello en una suave bufanda de lana inglesa.

—¿Bromeas? Anne-Sophie es una violinista excepcional; ya firmaría yo por llegar a ser siquiera la mitad de lo que es ella —apuntó escéptica.

Anochecía. Entraron en un lujoso bar próximo a la Postdamer Platz.

—¿Por qué me comparas siempre con Anne-Sophie Mutter? —indagó ella llenando sus ojos de encantadora malicia—. No nos parecemos demasiado.

—Eso es cierto. Tú eres mucho más guapa.

—¡Ah! Vaya, por un momento he creído que estábamos hablando de técnica y virtuosismo —adujo Elke con picardía.

—También.

—Recuerdo que hace una semana dijiste que de perfil me parezco a otra Sophie, esa actriz francesa… ¿cómo se llama?

—Sophie Marceau.

—Sí, exacto, ella.

—Es cierto. Sólo tú y Sophie Marceau tenéis un rostro tan perfecto. Ni Miguel Ángel podría esculpirlo mejor.

—Dime, Carl, ¿por qué tengo siempre la curiosa sensación de que flirteas conmigo a todas horas?

—Porque realmente lo hago.

El director esbozó una sonrisa malévola mientras llenaba las copas de champán.

—¿Sabes? Estoy convencido de que esta gira será uno de los mayores éxitos de nuestras carreras —afirmó, distrayendo la mirada en el hipnótico ascenso de las burbujas—. Además, me muero de ganas por invitarte a cenar en un pequeño restaurante cerca de los Campos Elíseos, un lugar íntimo, encantador.

—Eso huele a velas y a final previsible.

—Tú y yo no podemos pasar por París sin regalarnos una noche.

Elke suspiró. Dejó la copa sobre la mesa y cruzó sus dedos gráciles en un expresivo gesto de reflexión. El director intuyó que algún tipo de amonestación u objeción se avecinaba, pues se retrajo hasta acomodarse en el respaldo de la butaca.

—Escucha, Carl Weisman, creo que será mejor que los dos nos hagamos a la idea de que lo que ocurrió hace un mes no volverá a repetirse.

—¿Por qué?

—Porque fue un error.

—¡No digas tonterías!

—No son tonterías. Fue un error. Un magnífico error. No lo lamento. Pero creo que haremos bien evitando cualquier tentación que pueda propiciar que eso suceda otra vez.

—¿Bromeas?

—En absoluto. No puedes olvidar que estás casado.

—Me he casado tres veces.

—¿No pretenderás hacerlo una cuarta?

—¡Quién sabe!

Carl se acodó en la mesa. Se quedó mirando a la violinista absolutamente embobado. Ella chasqueó los labios en señal de desaprobación. Se sentía halagada de que el director le dispensara tantas atenciones. Incluso estaba dispuesta a reconocer que él le gustaba. A sus cincuenta y un años poseía un porte juvenil, algo indolente y salvaje. Tal vez era esa melena desordenada, poblada de rizos canosos, la culpable de su irresistible atractivo.

—Marisa es una persona maravillosa, Carl. Ya tienes una
mezzo soprano
en tu vida. Una mujer guapa e inteligente —adujo—. ¿Qué más quieres?

—Necesito a una violinista.

Elke le miró impotente, como si le diera por imposible.

—Me temo que deberás proponérselo a Anne-Sophie Mutter —sugirió con encantador cinismo—. Escucha, se está haciendo muy tarde. Me encantaría poder quedarme un rato más, pero debo irme ya. Te veré mañana.

—¿Quieres que te lleve a casa?

—No, gracias, he dejado el coche en un aparcamiento a dos calles de aquí.

Carl Weisman apuró la copa. No parecía tener prisa alguna. Siguió con la vista la silueta elegante de Elke mientras se ponía el abrigo. La forma en que arreglaba el vuelo de sus cabellos, lanzándolos hacia atrás, como una capa, y la parsimonia con que enfundaba sus manos en los guantes de piel avellana se le antojaban absolutamente fascinantes. Todo en ella lo era. El único inconveniente —se dijo mientras sus deseos se precipitaban por el acantilado perfecto de sus piernas— es que ella es consciente de la admiración que suscita a su paso. Lejos de sentirse incómoda al saberse escrutada, aún dedica mayor celo a la hora de exhibirse.

La violinista sonrió. Parecía leerle el pensamiento. Le lanzó un beso breve antes de encaminarse hacia la salida del local.

—¿Te quedas? —interpeló.

—Unos minutos más. Ahogaré mis penas en los restos de este excelente champán. Luego llamaré a Anne-Sophie Mutter —ironizó—. Creo que esta noche está tocando en Melbourne.

—Reconozco que me encanta tu forma de bromear.

—Te lo advierto: pienso seguir intentándolo —anunció él en el último momento.

—Estoy convencida de ello.

Media hora más tarde la concertista llegaba a su casa. Ocupaba un pequeño apartamento situado en la calle Wartburg. Al atravesar la portería comprobó el buzón. Después enfiló las escaleras y subió hasta el tercer piso.

Al llegar al rellano el corazón le dio un vuelco.

Un hombre de unos cuarenta años, desgarbado, alto, con barba de tres días, permanecía ante su puerta con mirada intranquila.

—¿Busca a alguien? —preguntó atemorizada.

Un mal presagio aleteó en el centro de su pecho. Una semana atrás se habían producido varios robos en domicilios de la zona.

—La buscaba a usted —aseguró él en tono grave.

Por un instante, Elke Schultz consideró la posibilidad de descender los tres pisos como una exhalación, salir a la calle y pedir auxilio.

Capítulo 7

Cinco Claves

—Disculpe, pero creo que no nos conocemos —murmuró inquieta Elke Schultz, retrocediendo instintivamente unos pasos.

—¿Ésta es su casa, no? —inquirió él.

—Sí.

—Soy su vecino. Nos hemos cruzado en un par de ocasiones. Vivo ahí, en la primera puerta del rellano. He mirado su buzón. Se llama Elke, ¿verdad?

La violinista asintió. Recordó haber visto de refilón a ese hombre. Siempre se había mostrado esquivo, huraño, parco en palabras, a pesar de que ella había intentado entablar en varias ocasiones una mínima conversación. Era realmente atractivo, pero parecía una sombra.

—Perdone, no le había reconocido. ¿Ocurre algo?

—Nada grave, eso espero —explicó intentando esbozar una media sonrisa con poco éxito—. Se trata de
Liz
, mi gata. Ha salido por la ventana, atravesado la cornisa, y se ha metido en su salón. Llevo dos horas intentando convencerla de que vuelva, pero parece que no se atreve. Está en el alféizar, hecha un ovillo.

Elke respiró profundamente y sonrió. Se llevó la mano al pecho, como si la sombra de un mal presagio se alejara definitivamente. Rebuscó en su bolso hasta dar con la llave.

—Siento molestarla —se excusó el hombre—. Ocurre que el apartamento que nos separa está vacío. De otro modo ya lo habría resuelto.

—No se preocupe, no tiene importancia —le tranquilizó Elke abriendo la puerta—. Le confieso que por un momento he llegado a asustarme. Llevo poco tiempo aquí. Me instalé en este barrio buscando tranquilidad, aunque últimamente no pasa semana sin que ocurra algo. Pase, haga el favor.

—Sólo espero que esa calamidad no le haya causado ningún estropicio.

—No creo. Los gatos son muy cuidadosos. Mi madre tiene cinco en su casa en el campo. El mayor problema es el pelo. Uno tiene que acostumbrarse a convivir con el pelo que sueltan a todas horas.

—Su madre debe de educar muy bien a los suyos.
Liz
lo araña todo.

Elke dejó el bolso y el estuche del violín sobre el sofá del salón. La gata permanecía adormecida en el alféizar de la ventana. Parecía una estatua. Era evidente que el frío la había paralizado.

—Supongo que es mejor que la coja usted, eh, señor…

—Heinz. Me llamo Heinz Rainer. Sí, será mejor, podría asustarse.

Liz
ni se inmutó cuando su dueño la tomó en sus brazos.

—Ya hablaremos tú y yo con calma, renegada.

—Pobrecita. No la riña —aconsejó Elke acariciándola entre las orejas.

—No lo haré. Además no conseguiría nada. Es medio salvaje. La encontré hace unas semanas en la azotea. Me siguió. Creo que fue ella la que me adoptó a mí.

Elke rió con ganas. Se despidieron.

—Dime, gata infiel, ¿te gusta mi nuevo nombre? ¿Heinz suena convincente, verdad? —susurró dejando al animal en el suelo.
Liz
corrió a olisquear su comedero—. Ahora, haz el favor de ser una buena chica y pórtate bien, tengo que hacer una llamada.

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