Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (29 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—¿Cómo salió de allí?

—Del único modo posible, por mar. En el puerto había varias barcazas. Aparejé una de ellas. Supongo que ser noruego resultó decisivo en mi situación. En Noruega aprendemos a navegar a temprana edad —explicó Eilert—. En la base encontré un sextante y una brújula en buen estado; también cartas de navegación. El buen tiempo me acompañó. Al quinto día, en dirección a Sudáfrica, me crucé con un mercante holandés. El resto ya lo conoce.

—Asombroso —musitó el periodista—. Me pregunto cómo ha logrado subsistir desde entonces. Entiendo que no pudo recuperar su vida, volver a ser una persona normal.

—He vivido oculto, escondido como una rata, reuniendo más y más información, comprando testimonios y voluntades —confesó Lang.

—¿De qué modo?

Una risa soterrada escapó de la garganta del biólogo.

—Me llevé algo más que pruebas comprometedoras de esa ciudad bajo los hielos, Simon. Tengo dinero suficiente como para vivir cien vidas.

—¿Podemos probar todo esto? —preguntó aturdido el periodista tras un largo silencio—. Sería la noticia más importante de todos los tiempos.

—Podemos —sentenció Eilert. Desabrochó los dos primeros botones de su camisa y mostró al inglés una cadena en cuyo extremo oscilaba una pequeña llave—. Esta llave, en combinación con una secuencia numérica, abre una caja de seguridad del Coutts Bank de Londres. Hace algo más de un año deposité en ella todos los documentos y pruebas que he reunido. No dejan margen a la duda. Son una bomba de relojería. ¿Tiene usted buena memoria?

—Sólo para algunas cosas. Soy incapaz de recordar números de teléfono. Es la mejor excusa que esgrimo cuando mi madre me recrimina mi falta de atención.

Lang sonrió, se cruzó de brazos y adoptó una postura distendida. Una miríada de diminutas gotas perló la luneta del coche. Darden accionó los limpiaparabrisas.

—22… 28… 9… 77…

—Lo intentaré.

—Recuerde el número dos tres veces. Súmelos y añada otro dos, y ya tiene el cuarto. Añada uno y ahí está el quinto. Reste dos y ya tiene los dos sietes.

—¡Menudo recurso mnemotécnico, creo que es mejor memorizar la secuencia!

—Hágalo.

—Creo que lo tengo.

—Bien. Entonces acabaré. Queda muy poco —anunció Eilert dispuesto a concluir su historia—. Los documentos que hallé en los archivos de esa ciudadela subterránea me permitieron comprender la historia en toda su dimensión. Logré encajar todas las piezas. Encontré papeles que explicaban cómo los hombres de Dönitz construyeron Nueva Suabia; rutas detalladas seguidas por los submarinos; puntos de aprovisionamiento; información referida al paradero de criminales de guerra; pasaportes falsos; listas de contactos; ubicación de otros santuarios nazis en diversos puntos del planeta. Reparé en un detalle al revisar todos esos papeles…

—¿Qué detalle?

—Me di cuenta de que los documentos más recientes no iban más allá del verano de 1973.

—Parece muy significativo.

—Lo es. El Shangri-La del Führer fue sellado a cal y canto ese año. La pequeña guarnición que quedaba abandonó la base. El objetivo había sido cumplido. La semilla del IV Reich, los
lebensbom
, crecía en tierra adecuada; el mundo se había olvidado de ellos, poseían identidades nuevas, vidas estables y una misión que llevar a cabo.

—¿Se rindieron a los americanos?

—Ésa no es la palabra adecuada. No hubo rendición alguna. El alto mando estadounidense había creado la base Wichita muchos años atrás, después del descalabro de la operación Highjump. Sabían que los alemanes estaban allí, conocían el paradero y los escondrijos de la cúpula nazi, pero Última Thule está infiltrada en los más altos estamentos del Gobierno de Estados Unidos.

—¡Me cuesta creer lo que está insinuando, señor Lang! —exclamó Simon dando un respingo—. ¿Quiere decir que el Gobierno de Estados Unidos, sabiendo todo eso, no hizo nada? ¿No movieron un solo dedo?

—¡Me extraña que sea tan inocente! ¿Tiene mala memoria? —espetó en tono desdeñoso el noruego—. El mundo parece haberse olvidado de que, en los años previos a la guerra, la simpatía de los estadounidenses por Alemania era más que notoria. Buena parte de la población abrazaba las ideas germanófilas de pureza racial. ¿Recuerda al Ku Klux Klan? ¡Cualquier historiador riguroso desmontaría el mito de que eran sólo una pandilla de granjeros palurdos! Muchas organizaciones antisemitas, amén de la sociedad más rancia y conservadora de la época, veían con buenos ojos a los nazis. Incluso la esvástica fue un símbolo aceptado por los americanos en un pasado no tan lejano. Héroes como Charles Lindbergh, el célebre aviador, eran proclives al aislacionismo y firmes defensores de un pacto de no agresión con Hitler. En aquellos días, sumidos en la falsa seguridad que supone tener dos océanos de por medio, eran muchos los que apostaban por un mundo gobernado a tres bandas. Europa para los nazis; Asia para Japón; América para los americanos…

—Eso me recuerda el reparto apocalíptico de Orwell en
1984
.

—Sí, Orwell —convino Lang—. Existen muchos otros factores que llevaron a Estados Unidos a mirar hacia otro lado y encogerse de hombros. La guerra fría les hizo entender que los jerarcas nazis podrían ayudarles en el futuro. Si algo odiaban, por encima de cualquier otra cosa, era el comunismo. Stalin era la bestia negra. Además, no lo olvide, la mano de Última Thule es muy larga. Todos sus miembros, durante generaciones, han pertenecido a la plutocracia del país. Ellos son los verdaderos gobernantes.

—Es una acusación muy seria.

—Usted es periodista. Posee más información de la que dispone cualquier ciudadano medio. ¿No recuerda que hace poco más de un año salió a la luz el origen de la fortuna de la familia Bush? —inquirió el biólogo.

Simon asintió. Todo parecía encajar.
The Guardian
se había hecho eco de una noticia que venía a confirmar que el abuelo del actual presidente de Estados Unidos, el senador Prescott Bush, mantuvo lucrativos negocios con la Alemania nazi como representante de los intereses de la familia Thyssen en América. Prescott Bush era director de la Union Banking Corporation, entidad financiera que trabajaba en exclusiva para uno de los bancos de Thyssen en los Países Bajos. La poderosa familia alemana se había enriquecido poniendo al servicio del Reich su industria metalúrgica, contribuyendo decisivamente al rearme de Hitler. Esa y muchas otras acusaciones ponían en tela de juicio al antepasado del Presidente.

—Conozco ese turbio asunto de la familia Bush.

—Muy bien —aceptó Lang—. Veamos a qué velocidad funciona su capacidad sináptica. Conteste rápidamente, sin titubeos.

—¿Me propone un juego?

—Algo parecido —murmuró Eilert esbozando media sonrisa—. ¿Quién apoyó el golpe de Estado que acabó con Allende, presidente democrático, e instauró una dictadura en Chile?

—Sí…, Estados Unidos.

—Correcto. La verdad es que Última Thule estuvo detrás de esa intromisión fascista. Sus intereses en la industria del cobre, que Allende pretendía nacionalizar, le llevó a organizar, en Viña del Mar, esa infamia que entregó el poder a Pinochet.

—Lo sé.

—¿Qué me dice de Sadam Husein?

—América le armó hasta los dientes.

—¿Y de Bin Laden? ¿O del auge de la extrema derecha en muchos países? ¿Todo le parece casual?

—Sí, es cierto, no siga, intuyo adónde quiere ir a parar, pero…

—No hay peros que valgan, Darden. No me salga con que ésas son cuestiones de geoestrategia. No mire hacia otro lado —reprobó Lang—. ¿Recuerda lo del Nuevo Orden Mundial? Al lobo siempre se le ven las orejas. Al menos no se muestre sorprendido si le digo que Estados Unidos hizo la vista gorda con los nazis. Así fue. Antes le he asegurado que le diría qué fue de todos aquellos jóvenes
lebensborn
. ¿Sabe dónde están ahora peinando canas?

—Puedo imaginarlo.

—Todos ellos se integraron, siguiendo un meticuloso plan, en el seno de familias ultraconservadoras, en Estados Unidos, en Austria, Francia, Alemania, Italia, Inglaterra, España… —reveló—. Ellos y sus hijos detentan el poder económico y tiran de los hilos de lo político desde la sombra; son miembros activos de las logias que Última Thule tiene en infinidad de países; pertenecen y asisten a las reuniones anuales del prestigioso club de los Ciento Treinta de Bilderberg; se relacionan con familias aristocráticas europeas; se codean con los principales líderes mundiales; son, en definitiva, y usando una vez más una imagen cinematográfica, la semilla del diablo.

La desazón inundó el pecho del periodista. Asintió.

—¿Qué significa todo esto? —acertó a preguntar casi sin voz tras un notorio silencio—. Creo que estoy perdiendo el norte.

Eilert Lang no tardó en contestar. Lo hizo en tono lúgubre.

—Todo esto significa que el armamento ha sido renovado; que las estrategias de antaño han encontrado un nuevo terreno de juego, más adecuado y sutil: un tablero maldito en el que se desarrolla una partida macabra. Ellos son los jugadores y todos nosotros, no lo dude, las piezas.

—¿Por qué me habla con metáforas?

—Porque si le dijera, de forma simple y llana, que la Tercera Guerra Mundial se está librando ahora mismo, usted me tomaría por loco.

Capítulo 29

Lyon

Una violenta explosión sacudió la avenida Louis Dufour de Lyon dos minutos antes de las ocho de la mañana. El inmueble situado en el número 4, una casa de dos plantas próxima a la confluencia con la calle del Général Leclerc, voló por los aires y se desplomó estrepitosamente, en medio de una inmensa nube de humo, cascotes, vigas y cristal que barrió la zona como una tormenta, desatando un infierno de caos y confusión en el centro de una ciudad que apenas despertaba.

Günter Baum y Ewald Fleischer no se movieron de la mesa que ocupaban en el interior de una pequeña cafetería próxima cuando todos los clientes, tras el sobresalto inicial, abandonaron periódicos y tazas y salieron precipitadamente al exterior intentando comprender qué había sucedido.

—Algo ha fallado… —murmuró Baum con rictus impasible echando un vistazo al reloj—. Ha estallado antes de lo previsto. El temporizador no ha funcionado bien.

—Lo ha hecho. Ocurre que a veces olvido que mi reloj retrasa algo más de dos minutos —ironizó Ewald sorbiendo tranquilamente su café.

—Entiendo. Deberías cambiar de reloj.

—Debería.

—¿Qué tal esa mano?

Fleischer movió los dedos, contrayéndolos una y otra vez, como si estuviera realizando un ejercicio de rehabilitación. Ocultaba el vendaje bajo un guante negro.

—Bien. No duele demasiado. Un agujero limpio.

El sonido apagado de un teléfono móvil se dejó oír. Günter desdobló el abrigo que había dejado en el respaldo de la silla contigua, comprobó el número con una leve sonrisa en los labios y contestó.

—Buenos días, Florian —murmuró. Se apoyó en el respaldo de la silla y extrajo un largo cigarrillo de un paquete de tabaco.

—¡Serás estúpido! ¡No vuelvas a pronunciar mi nombre!

—¡Oh, vamos!, ¿a qué viene tanto temor? —indagó guasón.

—Eres un imbécil, Günter. Me la estoy jugando. Y no me gusta jugarme el tipo por un chapucero como tú.

—¿Ahora me insultas? ¡Mide lo que dices o me encontrarás!

—¡Bueno, basta, basta ya! —zanjó crispado Florian—. Escucha, Günter: en Thule se están empezando a poner muy nerviosos. Mucho. Lo que hicisteis ayer en París clama al cielo. Una escabechina sin sentido, una barbaridad; toda la prensa lo publica en primera página.

—Lo que se hace bien merece ser noticia.

—Métete la ironía por el culo. Has perdido a dos hombres en poco más de tres días, y un comisario de Berlín te está siguiendo la pista de cerca —alertó—. Es un sabueso, un hombre inteligente y muy metódico. El nombre de Thule ha salido a colación.

—Eso no es posible.

—Lo es. Aunque no logra comprender el alcance del asunto, ese policía te pisa los talones. Tiene claro que todo esto guarda relación con la operación Shangri-La. Lo verás aparecer por Lyon de un momento a otro. Atando cabos ha logrado entender qué ruta estás siguiendo.

—Lo de Lyon está resuelto, cálmate —sugirió Baum—. Hans Dietrich Steinmeier ha muerto apaciblemente mientras dormía. Ya nos vamos.

Un silencio largo ocupó la línea.

—Ya, bueno. Sólo espero que en esta ocasión haya sido un trabajo discreto.

—Un trabajo limpio y discreto, no temas.

—¿Qué pasa con Eilert Lang?

—Volvió a escaparse. Está con esa mujer, la del violín, y le acompaña ese periodista de
The Guardian
.

—Simon Darden.

—Sí, creo que se llama Darden… ¿Verdad, Ewald?

Ewald Fleischer asintió desde el otro lado de la mesa. Se entretenía observando a través de la luna de la cafetería el incesante tráfago de agentes de policía y bomberos por la zona.

—De ese entrometido ya nos estamos ocupando. Nuestro enlace en Inglaterra me acaba de confirmar que tenemos a su mujer y a su hijo. Elimínalo. Sin titubeos. A él y a Elke Schultz, pero, sobre todo, ocupaos de Lang. Ese cabrón ya nos ha causado demasiados problemas.

—Entendido.

—Algo más.

—¿Qué?

—Dirígete a Marsella.

—¿Para qué?

—Busca a Pierre Signoret. En el puerto. Él y varios de los suyos os acompañarán. Son tiradores de élite. Os esperan con un crucero potente —explicó Florian—. Estaréis en Mallorca en muy pocas horas. Liquidad a Klaus Münzel. Este asunto debe quedar resuelto mañana, ¿me has oído?

—Alto y claro. Adiós, Florian, recuerdos a los nuestros en la BKA.

—¡Bastardo!

Günter colgó y dejó el teléfono sobre la mesita.

—Parece que el tal Bohm tiene problemas de estreñimiento, ¿eh? —observó con aparente desinterés Ewald ante la expresión contenida de Baum.

—Para variar.

—¿Nos vamos?

Salieron a la calle. El área estaba siendo acordonada. La policía desviaba el intenso tráfico de la zona por rutas alternativas e impedía el acceso de los transeúntes a sus trabajos.

Baum abordó a un agente que le salió al paso.

—Perdone, ¿qué ha sucedido?, ¿podemos ayudar en algo?

—Pueden ayudar no pasando por aquí —contestó desabrido el gendarme—. Una explosión de gas. Parece que ha sido una explosión de gas. Váyanse, hagan el favor.

El alemán alzó el cuello del abrigo, se metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar satisfecho, en dirección al coche, seguido de cerca por Ewald.

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