Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (32 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

—¿De qué modo fueron asignados usted y Gerald al Führerbunker?

—A finales de otoño de 1944 aquello empezó a ser un caos. De un día para otro todo cambiaba —musitó Münzel ensimismado en sus recuerdos—. La moral de las tropas era baja. Sólo nos llegaban malas noticias. De algún modo empezamos a ser conscientes de que la guerra estaba perdida. Hitler se había salvado milagrosamente de una conspiración; la defección, aunque velada, comenzaba a asomar en todos los niveles. En los siguientes meses las cosas aún fueron a peor. Supimos que los aliados habían pactado no hacer concesiones, no concedernos tregua ni cuartel hasta la capitulación incondicional del Reich. La gente abandonaba discretamente la capital, en un éxodo que luego sería masivo. Muchos civiles se dirigieron a Dresde, convencidos de que allí estarían a salvo de los bombardeos. Se equivocaron, esa ciudad sería su tumba. La aviación enemiga la desintegró un par de meses después. Pese a la confusión reinante, en la capital había música en los bares y la vida continuaba; de algún modo nos empeñábamos en permanecer ajenos a la debacle que se avecinaba.

—¡Disfrutemos de la guerra, la paz aún será peor! —exclamó Simon Darden, parafraseando el dicho acuñado por los berlineses en aquellos días inciertos.

—¡Sí, exacto, eso se oía decir por todas partes! —convino Münzel retomando a renglón seguido su historia—. Estábamos solos y aislados. Sólo Eslovaquia, Croacia y los restos de Hungría se mantenían de nuestra parte. Italia se daba por perdida. Y Japón, ¡Japón no servía de consuelo, al otro lado del mundo! Se llamó a filas a la quinta del 29 debido a que todos los que tenían entre dieciséis y sesenta años ya empuñaban las armas. En esos días se crearon las Volkssturm, las milicias populares, para defender Berlín calle por calle. Muchos jóvenes, incluso niños, sin preparación y mal armados, fueron movilizados. Recuerdo que más de una noche, cuando sonaban las sirenas y bajábamos a los refugios, les veía temblar. Intentaban disimular el miedo que sentían, pero en sus ojos asomaba su angustia. El silencio en aquellas ratoneras era impresionante. Aún mayor cuando las bóvedas parecían venirse abajo.

—Mientras tanto, los rusos avanzaban como una apisonadora, a razón de treinta kilómetros al día, entre el Vístula y el Oder, en pleno corazón de Alemania —apuntó Lang.

—Sí, una pesadilla. No hace falta rememorarla. Les contaré cómo Gerald y yo fuimos trasladados al Führerbunker. Lo que ahora explicaré sucedió a finales de marzo de 1945. Una noche se presentó Hans Krebs, el jefe del Estado Mayor del Ejército, en nuestro acuartelamiento, al norte de la ciudad. Una visita de inspección, algo rutinario. No tuvimos tiempo ni de ponernos el uniforme; saltamos de las literas y formamos en el centro del barracón. Él se paseó un par de veces, arriba y abajo, y terminó deteniéndose junto a nosotros. Comenzó a soltar una arenga. Aseguraba que en breve dispondríamos de un nuevo armamento capaz de cambiar el signo de la contienda. En medio de su discurso se detuvo. Se quedó mirando a Gerald y después a mí. Murmuró unas palabras en el oído de un teniente que le acompañaba y prosiguió. Al terminar, el oficial se nos acercó y nos dijo que cogiéramos nuestras cosas y les siguiéramos.

—¿Por qué les seleccionó? —preguntó Darden.

—Krebs había reparado en las dagas, la marca de Thule en nuestros hombros.

—Entiendo.

—Nos llevaron a la Cancillería. Allí se nos dijo que quedábamos vinculados al servicio del Estado Mayor. Realizábamos tareas de enlace entre Krebs y sus subordinados, pero lo cierto es que también Goebbels y Bormann, incluso Himmler y Göring, nos daban órdenes a las primeras de cambio. Todo era muy confuso en aquel agujero de hormigón. Cada vez que entrábamos allí teníamos la curiosa sensación de que todos ellos, y a un tiempo ninguno, detentaban el mando —ironizó Münzel sirviéndose más whisky.

—¿Conocieron a Hitler personalmente?

—Sí, a él y a la mayor parte de sus generales. Hicimos buena amistad con las secretarias de Hitler. Especialmente con Trauld Junge —recordó Münzel—. Era una joven encantadora, tímida. Creo que muy ingenua. Hace diez o doce años un colega me facilitó su dirección en Munich y le mandé una postal. Me remitió una larga carta en la que me decía que me recordaba perfectamente. Ella me bautizó cordialmente con el mote de Flaco. Yo era un joven muy delgado —Klaus alzó expresivamente su dedo índice—, y para colmo no comíamos demasiado. Así que más bien debería decir famélico. O escuálido. Volviendo a Trauld, su verdadero sueño, en aquella época, era bailar; esa chica tenía la cabeza llena de pájaros, pero Albert Bormann la forzó a presentarse a esas pruebas de mecanografía y su destino, durante la guerra, quedó unido al de Hitler. Le siguió a todas partes. Lo cierto es que le llegó a apreciar sinceramente. No sé si saben esto, pero les aseguro que el Führer era un hombre sumamente afable con la gente. Ella jamás tuvo conciencia de las aberraciones que se cometían; los asesinatos, las deportaciones, los campos de concentración…

—¿Qué me dice de usted y de su amigo? —interpeló a bocajarro Lang.

La pregunta no pareció sentar muy bien a Klaus Münzel. Se removió en la butaca y vació el vaso de un trago largo. Después arrugó los labios.

—Si le digo que no teníamos idea clara de lo que ocurría, ¿me creería?

—Supongo que sí.

—Lo intuíamos. Ésa es la verdad. Todos lo intuíamos, aunque curiosamente nadie hablaba de esas cosas. Le aseguro que en todos esos años nunca oí mencionar Treblinka o Auschwitz a nadie.

—Hábleme de Hitler, ha dicho que le conoció —resolvió el biólogo cambiando de tercio—. ¿Es cierto que estaba enfermo?

—Desde luego, no estaba en su mejor momento —convino Münzel—. Habló con nosotros en un par de ocasiones. Nos estrechó la mano. A mí me pidió que intentara conseguirle un buen hueso de ternera, una rótula.

—¿Cómo dice?

—Un hueso, un hueso grande, para
Blondie
, su perra. La hacía cantar, se lo juro. La adoraba. Luego la hizo matar.

—Lo sé.

—Lo cierto es que no gozaba de mucha salud. Le temblaba el pulso. En algunas ocasiones le vimos deambular con mirada torva, enajenada. Movía divisiones fantasmas, convocaba reuniones a horas intempestivas, su ánimo oscilaba como un péndulo. Pero ese mito de que estaba acabado no es cierto. Se lo aseguro. Era un hombre de una fortaleza enorme. Aun envejecido y abatido era tremendamente magnético.

Münzel hizo una breve pausa. Parecía estar sacando hechos y sucesos de un baúl no abierto en años así los iba encontrando.

—Gerald y yo estábamos en el búnker el día 20 de abril —mumuró perdido.

—¿Qué ocurrió ese día?

—Era el cumpleaños de Hitler. Aquello se llenó, todos acudieron a felicitarle, ¿no es gracioso? ¡El mundo se desplomaba a nuestro alrededor, la ciudad estaba estrangulada, no quedaban esperanzas, y a pesar de todo eso se descorcharon muchas botellas de champán en esa cueva! ¡Incluso Eva Braun puso ese disco en su honor! ¿Cómo se llamaba? ¡Sí, exacto:
Las rosas rojas te hablan de amor
! —rememoró con la sorna en los labios—. Todos pudimos oír claramente cómo Keitel, Speer, Göring y otros rogaban al Führer que se pusiera a salvo, que saliera de Berlín, pero él negó una y otra vez esa posibilidad, con obstinación, con la terquedad propia de un capitán que se resiste a abandonar la nave. Su aplomo nos insufló unas mínimas ínfulas. Se diría que aquel calvario iba a durar para siempre, pero dos días más tarde sucedió algo —advirtió el anciano, adelantando el cuerpo en dirección a la mesa—. Escuchen bien: el día 22 de abril tuvo lugar una reunión a la que asistieron todos los generales. Rochus Misch, el radiotelegrafista, andaba desesperado. La poca información que le llegaba era contradictoria. Tan pronto se decía que el Cuarto Ejército Panzer se movía hacia Görlitz, dispuesto a cortar el avance soviético, como todo lo contrario. Los gritos del Führer resonaban por todo el búnker. Ni siquiera se tomaron la molestia de mantener la reunión a puerta cerrada. Hitler decidió que el Ejército del general Walther Wenck, que si no me equivoco estaba en esos momentos al sureste de Magdeburgo, socorriera la ciudad. Como saben eso no resultó. El Führer salió de aquella sala enajenado, furioso. Le habían vuelto a insistir para que escapara de Berlín. Cuando ya todos se disponían a abandonar el lugar, Hans Krebs, en persona, se acercó hasta mí. Recuerdo que me cuadré y contuve la respiración. Aquel hombre imponía verdadero respeto. Me susurró al oído algo que me intranquilizó.

—¿Qué le dijo? —indagó el periodista.

—Palabra por palabra: quiero que ustedes dos estén a medianoche en la entrada del Ministerio de Propaganda.

—¿Nada más?

—Sólo eso, y al punto señaló a Gerald, que estaba algo más allá, de forma inequívoca.

—Obviamente acudieron a esa cita.

Münzel se carcajeó.

—Sí, obviamente.

—¿Se encontraron con él?

—¿Con Krebs? ¡No, en absoluto! Uno de sus oficiales nos esperaba. Nos invitó a fumar un cigarrillo en las escaleras del ministerio y nos comunicó que el general contaba con nosotros para un trabajo sumamente delicado. Un trabajo que debería realizarse en cualquier momento, en las siguientes horas o días. Añadió que deberíamos obedecer las órdenes de alguien que se identificaría con una contraseña, una clave que constaba en un sobre que nos entregó a continuación, no sin antes hacernos jurar que no lo abriríamos bajo ningún concepto.

—Me parece que empiezo a entender.

—¿Sí? ¡No lo creo! —zanjó Münzel con desdén—. Al menos no creo que tenga la menor idea de quién estaba detrás de ese trabajo delicado. Como podrán suponer, tanto Gerald como yo nos quedamos en un estado de tremenda ansiedad. No teníamos la menor idea de lo que se esperaba de nosotros. Pasamos la noche consumidos por los nervios. Los días siguientes fueron terribles, interminables. A medida que se sucedían, se desmoronaba lo poco que quedaba en pie. Llegó un teletipo de Göring en el que anunciaba que ante la ausencia de noticias daba por sentado que el proceso de sucesión del Führer debía ponerse en marcha; se dijo que Himmler intentaba negociar, a través de un diplomático sueco, con los aliados; supimos del final de Mussolini… —enumeró—. Y en medio de toda esa demencia, los niños de Marta Goebbels correteaban por los pasillos jugando al escondite. Hitler apenas salía de su habitación. Comía con las secretarias o tomaba el té con ellas por la noche, en silencio, mientras los oficiales vaciaban botellas y hablaban de cuál era el método idóneo para quitarse la vida sin demasiado sufrimiento.

—La caída de los dioses —apuntó burlón Lang—. ¿Cuándo les llegó la orden de abrir ese misterioso sobre?

—Hitler y Eva Braun se casaron el día 28. Después de eso, el Führer dictó a Trauld Junge su testamento político y personal. Todos entendíamos que cumpliría, en las siguientes horas, su promesa de quitarse la vida. Lo había dejado claro en numerosas ocasiones —explicó Klaus—. Trauld procedió a pasar a máquina sus notas de taquigrafía. Hizo tres copias. A mí me ordenaron que llevara una de ellas a Karl Dönitz, gran almirante de la Kriegsmarine. Estaba en la Cancillería. Permanecí ante él mientras leía las últimas voluntades de Hitler, en silencio, sin expresión alguna en el rostro, en medio de una estancia desmantelada, llena de cristales rotos y polvo, en la que sólo quedaba una pesada mesa y algunas sillas. Al terminar, dobló cuidadosamente los papeles, me miró y me preguntó si tenía cierto sobre en mi poder. Yo asentí con recelo. Sonrió brevemente y me pidió que lo abriera. Nunca me ha temblado el pulso, pero en aquellos momentos no podía controlarlo. Rompí el sobre y saqué una cuartilla al tiempo que él decía alto y claro: «211».

El rostro de Eilert Lang se llenó de estupefacción.

—¡211! ¡Ahí tiene su base en la Antártida, señor Lang! —exclamó ufano el anciano—. Nunca he sabido qué sentido tenía esa contraseña hasta esta misma noche. Créame si le digo que la he recordado un millón de veces sin entender por qué Dönitz escogió ese número y no cualquier otra cosa para identificarse.

—Extraordinario.

—Sí. Al principio no entendía nada. Apenas podía pensar. Tampoco me atrevía a hablar. El almirante abrió un cajón de la mesita y me entregó un documento en el que se detallaba todo lo que debíamos hacer. Instrucciones muy concretas. Me pidió que lo examinara, allí, en su presencia, y al terminar me preguntó si tenía alguna duda. Le dije que no. Me acompañó hasta la puerta y se despidió de mí con un saludo que sólo utilizan los miembros de Thule.

—¿Qué decían esas órdenes?

Un brillo diabólico iluminó los ojos de Klaus Münzel.

—Eran órdenes terribles, parte de un plan complejo en el que estaban involucrados otros miembros de la orden, muchos de ellos adscritos a las SS. Lo que se nos pedía a Gerald y a mí era que resolviéramos un pequeño fragmento del puzle sin el más mínimo error. Y sin preguntas.

Eilert, Simon y Elke cruzaron una mirada de perplejidad. El relato del anciano les había conducido a un estado de tensión insoportable. Él debió de entenderlo así ya que se apresuró a desvelar el final del misterio.

—Si la incertidumbre de los días previos nos había crispado de un modo inconcebible, las horas que pasaron hasta la tarde del día 30 nos dejaron exhaustos —rememoró abstraído—. Gerald se había quedado sin cigarrillos, no paraba de ir de un lado a otro, mirando el reloj cada cinco minutos. Yo me enfrentaba a un dilema terrible, se lo aseguro. Cumplir esas órdenes significaba mancharse las manos con sangre inocente. A eso del mediodía, con un nudo en la garganta, nos presentamos los dos en la casa de August Borsen.

—¿Quién era ese hombre? —interrumpió Darden.

—Ese pobre hombre era un profesor de ciencias naturales, una persona tranquila y amable a la que el destino había castigado con una única maldición —confesó Münzel apesadumbrado—. Era exactamente igual que el Führer. Su vivo retrato. Diría que sólo unos centímetros de altura les diferenciaban. Nos abrió la puerta y no se sorprendió al vernos. Eso aún me intranquilizó más. Estaba acostumbrado a que le hicieran salir de casa a horas intempestivas, cada vez que Hitler debía viajar o presentarse en zonas que se intuían peligrosas para su seguridad. Nos pidió que le concediéramos unos minutos. Se puso el abrigo y una bufanda y nos siguió.

El anciano detuvo su relato. Parecía seriamente afectado. Su rostro denotaba sincera aflicción.

—¿Le llevaron al búnker?

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