Read Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida Online

Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (36 page)

—¡Qué curioso! ¿No le parece todo muy curioso? —inquirió con voz afable mirándole por el rabillo del ojo.

—Perdone, no sé a qué se refiere —repuso Darden con desgana.

—Bueno, me divierte ver cómo la misma noticia es tratada de forma tan distinta por la prensa. Me refiero a la visita de Su Santidad, Benedicto XVI, a Turquía —el hombre señaló con el bastón uno de los diarios—. Fíjese, para éstos ha supuesto una humillación para la Europa cristiana; en cambio, para estos otros, significa un alentador y positivo acercamiento entre Oriente y Occidente. ¿
Y
qué me dice de los titulares de la visita de George Bush a Rusia o de las pruebas de misiles en Irán? ¡Muy curioso!

Simon se encogió de hombros. Aquello era una obviedad. Aún mayor a los ojos de un periodista acostumbrado a amoldarse a un libro de estilo que, más allá de las formas, venía marcado por la tendencia política del grupo editor.

—Es normal. Las tintas se cargan en función de unos intereses. Ya sabe, conservadores, laboristas…

—¿Cargar las tintas? ¡Me gusta la expresión, no la usamos en América! ¡Y deberíamos! —aseguró ufano—. ¡Sí, cualquier cosa, lo que sea, con tal de ahondar en el menoscabo del adversario! Supongo que así se forma la opinión pública, a base de estos mensajes tan sutiles.

—Sí, así, entre otras muchas estrategias a cual más ladina —zanjó Simon aburrido—. Disculpe, ya me iba, buenas tardes.

—¿En qué dirección va? ¿Le importa si caminamos juntos?

—No voy a ninguna parte… —alegó el periodista, poco dispuesto a conversar.

—La verdad es que tampoco llevo yo un rumbo predeterminado. A mi edad eso es un lujo. Además, estoy de paso, como un simple turista.

Simon le dedicó una mirada huraña. No tenía deseos de entablar una tediosa conversación salpicada de tópicos y cumplidos.

—Lamento no ser más cortés, pero tengo un mal día y no me apetece hablar. Discúlpeme. Buenas tardes.

Se giró y apretó el paso. La voz del hombre, ahora en tono seco, le detuvo.

—Todos tenemos días malos, señor Darden. Si no quiere hablar, no lo haga; pero permítame decirle algunas cosas.

—¿Cómo sabe mi nombre? —inquirió irritado girando sobre sus talones.

—Bueno, mi trabajo consiste precisamente en eso, en saberlo todo —aseguró el desconocido encogiéndose de hombros. Caminó la distancia que les separaba esgrimiendo una leve sonrisa.

—Creo que empiezo a entender.

—Me alegro. Vamos, andemos un poco, nos sentará bien a los dos —propuso—. Aunque si está cansado y lo prefiere podemos charlar más cómodos instalados en mi coche.

El caballero señaló con su bastón una elegante limusina negra estacionada al otro lado de la calle. Un chófer uniformado les observaba erguido como un poste junto a la puerta del conductor.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí? —indagó Darden en un estado cada vez más crispado— ¡Conteste! ¿Qué han hecho con mi mujer y mi hijo?

—Es cierto, no me he presentado. Para los ingleses las formalidades son un ritual sagrado. Lamento no poder revelarle mi nombre. Soy la Plomada…

—¿La Plomada?

—Gracias al concurso de ese humilde instrumento nuestro mundo se ha construido en impecable perpendicularidad —sonrió—. Escuadras, compases, niveles y plomadas, desde los lejanos días de Salomón.

—No me interesa la arquitectura. ¿Qué hay de mi familia? —interrumpió el periodista con gesto hosco y tono desabrido.

La Plomada echó un vistazo a su reloj de pulsera. Después le miró afable.

—Ahora mismo son las cinco menos veinte de la tarde —constató—. A las seis en punto su mujer y su hijo serán puestos en libertad, sanos y salvos, en algún lugar de Londres, como prueba de nuestra buena voluntad, pero antes tendrá que escucharme. ¿Damos ese paseo?

Simon Darden comprendió que debía sosegarse y controlar el violento impulso que le hacía desear agarrar a ese hombre por el cuello y golpearlo con saña. Apretó las mandíbulas y respiró hasta aplacar el torbellino de emociones y sentimientos encontrados que se agolpaban en la boca de su estómago.

Aceptó.

—Por lo que veo no le interesa la arquitectura, ¿qué me dice de la historia?

—¿La historia? Admito que de un tiempo a esta parte me fascinan las mentiras históricas. De hecho, empiezo a pensar que todo lo que se cuenta en los libros es una gigantesca patraña urdida por los de su condición —murmuró con desdén.

—¡Oh, vamos, Simon! Los dos somos lo suficientemente inteligentes como para no detenernos en aburridas entelequias —bromeó la Plomada—. Todos decimos buscar la verdad y a un tiempo no tenemos ningún interés real por ella. Jesucristo no respondió cuando le preguntaron qué es la verdad, y Buda dejó al interlocutor con el interrogante en los labios. Dio media vuelta y se marchó. Muy significativo. Recuerdo que en la biblioteca de mi familia hallé las obras de Remy de Gourmont, ¿le conoce?

—No tengo el gusto.

—Pues era un periodista, como usted. Ese francés solía decir que cincuenta testigos hacen cincuenta verdades.

—Eso es demagogia. Nunca he soportado a los sofistas.

—Ya que menciona usted la Grecia clásica le recordaré el terrible destino de Edipo: el que se empeña en buscar la verdad debe atenerse al castigo que supone encontrarla.

—Comprendo. Se refiere a Eilert Lang, ¿no? ¡Dios mío, qué vergüenza!

—Ese hombre se entrometió en nuestros asuntos. Se llevó cosas que nos pertenecen: papeles, documentos, pero, sí, lo admito, su caso es terrible. Una tragedia.

—Me conmueve su compasión. Si va a derramar alguna lágrima dígamelo y le ofreceré mi pañuelo.

—Le ruego que no sea cínico. En estos momentos usted se está beneficiando de esa virtud.

Simon Darden se detuvo. Miró cara a cara con infinito enojo a ese asesino de modales refinados y voz imperturbable.

—Ahora mismo estoy siendo víctima de un miserable chantaje. Ésa es la única verdad. Intuyo adónde quiere ir a parar. Busca comprar mi silencio, ¿no es así? ¡Por descontado, ya lo tiene, puede estar tranquilo!

La Plomada le miró con expresión flemática.

—¿No lo entiende?

—¿Qué es lo que no entiendo?

—El que Hitler no muriera en Berlín no tiene ninguna importancia, señor Darden. Eso es sólo anecdótico, una minucia. ¿No me cree? Salga de dudas, pregunte a toda esta gente, a todos los que pasan por nuestro lado, si ese hecho ha afectado a sus vidas de un modo u otro. Le aseguro que se llevaría una enorme sorpresa. A nadie le interesa algo así.

Se quedaron durante unos instantes en silencio. Darden miró a su alrededor. Eran sobrepasados por un tráfago de ciudadanos anónimos. Todos parecían moverse marcados por las prisas. La Plomada alzó levemente el bastón, apuntando a unos y a otros.

—Mire a esa mujer —susurró señalando a una oficinista que descendía de un autobús—. Seguramente cada día se apea en esta parada, con la misma expresión atribulada. Tal vez llega tarde a recoger a su hijo. Lleva un montón de horas trabajando por un pequeño sueldo. Y ese hombre, el que camina taciturno, casi con total seguridad va pensando en cómo resolver sus muchos problemas. Tiene aspecto de haberse divorciado recientemente. Y aquél, y el de más allá, de vivir agobiados por el peso de sus pagos. Míreles a la cara, míreles bien. ¿Hitler, dice? ¡Menuda tontería! El mundo se ha convertido en algo muy complejo, Simon. Y nadie atiende ni presta atención alguna a lo que queda fuera del ámbito de sus intereses inmediatos. Son una masa silenciosa, aquiescente, preocupada sólo por su seguridad, por consolidar su posición en el tablero de juego y por aquellas satisfacciones que pueden ser disfrutadas de forma inmediata. Un partido de fútbol, una buena cena, más dinero, algo de compañía…

—Eso no es cierto. Se equivoca al considerarles meros peones en su juego macabro.

—Lo son. Permítame continuar. En un segundo orden de cosas, pero de forma más ambigua, todos manifiestan interesarse por el mundo, por lo que dicen los periódicos y televisiones: la economía, el cambio climático, la seguridad internacional, el terrorismo, la inmigración… Todos esos tópicos los mojan en el café con leche de la mañana y les permiten llenar la hora de la comida de charla apasionada. Sugieren esto y aquello, y lo otro, con vehemencia. De algún modo se convierten, durante unos minutos, en dictadores liberales, a la vieja usanza de los tiranos ilustrados de la Grecia clásica, capaces de arreglarlo todo; con
La República
de Platón en una mano y un látigo en la otra. Y hecho eso vuelven a sus trabajos y rutinas. De algún modo, saberse sobre un polvorín, una santabárbara que puede explotar en cualquier momento, les lleva a aceptar su suerte y a entender que, después de todo, sus vidas no están tan mal. En su fuero interno se alegran de ser tan limitados, tan poca cosa. Ese pensamiento les libera de tener que tomar cualquier tipo de iniciativa y aplaca, de paso, la pequeña voz airada que es su conciencia. Después, duermen como benditos.

—Su discurso comienza a parecerme absolutamente repugnante —afirmó Darden con una mueca asqueada en los labios—. Imagino que ahora vendrá lo mejor.

Por un instante, los ojos de la Plomada brillaron desconcertados.

—¿Algo más? No. No hay nada más.

—Claro que hay algo más. No me tome por estúpido. Permítame proseguir en el punto en que usted lo deja —propuso el periodista con expresión malévola—. Está eludiendo, de forma astuta, hablar del fin último que usted y los suyos persiguen al alimentar ese estado de cosas. Sí, es cierto: todos estamos sentados sobre un gran barril de pólvora. Buena metáfora. Ocurre que ustedes tienen la mecha, y posiblemente la voluntad de hacer que el barril salte por los aires cualquier día de éstos, ¿me equivoco?

—Nosotros sólo haremos lo que la gente…, toda esta gente, nos pida.

—Le felicito. Es un plan magistral. Eilert Lang logró que yo lo entendiera. ¡Qué fácil y divertido debe resultarles manipular los acontecimientos, analizar la posición a la que llegará la partida de mover esta o aquella pieza! ¿Cuántas veces lo han hecho?

—Sólo cuando no queda más remedio —aseguró inmutable la Plomada.

—Vamos, admítalo. Hasta un niño sería capaz de verlo. En pocos años Europa será un caos —espetó Darden—. El mundo entero será sacudido, de Norte a Sur, de Este a Oeste. Se desplomará el sistema estrepitosamente, estallarán guerras por el agua, por el control de las fuentes de energía; millones de seres desesperados se lanzarán al asalto de un Occidente aterrorizado, dispuesto a defender sus recursos y su identidad, en una lucha a vida o muerte. La violencia y el odio entre razas se desatará en las ciudades, como una riada incontenible. Cuando eso ocurra, esos millones de ciudadanos anónimos…

—… Nos pedirán que tomemos el control —concluyó la Plomada—. Siempre ha ocurrido así, a lo largo de los siglos. Recuerde cómo los muy republicanos senadores de Roma otorgaban el poder a un déspota cuando todo se tambaleaba.

—Brillante, lo admito. Lamentablemente, para entonces reinarán ustedes sobre un montón de escombros.

—Los imperios se reconstruyen. Un mundo nuevo resurgirá como el Fénix de sus cenizas. ¡Un verdadero Reich de mil años! ¡Un tiempo de paz y prosperidad! ¿Le importa si seguimos caminando? La humedad me está entumeciendo.

—No pienso dar un paso más en su compañía. Termine con lo que tiene que decirme y despidámonos.

—Como prefiera. Lamento su poca predisposición al diálogo. Tal y como le he dicho, cumpliremos con lo prometido. En breve podrá abrazar a los suyos, pero debo recordarle que eso tiene un precio. Su silencio es el precio.

—¿Algo más?

—Deberá devolvernos los documentos que Lang nos robó.

—¿Documentos…, qué documentos?

—No pretenda engañarme.

—Le aseguro que no sé de qué me habla.

La Plomada le observó con recelo durante unos instantes.

—Muy bien. Le creeré. Escuche, señor Darden: no me gusta amenazar, no es mi estilo —advirtió anclado en su bastón—. No obstante, me veo obligado a decirle de forma clara que si este pacto no es respetado, usted y los suyos…

—Ahorre palabras.

—Perfecto. Una última cosa…

—Le escucho.

—Mañana, cuando tome su café, preste atención a las noticias. Si lo hace, entenderá lo irreductible del propósito que nos anima. Por nuestros ideales somos capaces de sacrificar incluso lo que entendemos más sagrado.

—Tomo nota.

—Adiós, Simon Darden. Buena suerte. No volveremos a vernos.

Edwin Drake,
la Plomada
, uno de los veintiún miembros de Última Thule América, se alejó a paso decidido en dirección a su coche.

El periodista le siguió con la mirada hasta que su figura se perdió entre la multitud.

Una hora más tarde el teléfono comenzó a sonar. Roger Alton, eufórico, le comunicaba que Claudia y Brian habían sido liberados en las inmediaciones de Queen's Park.

Simon Darden no pudo evitar, pese a la felicidad que la noticia suponía, sentir el peso contundente de la derrota aplastar su ánimo.

Capítulo 36

Por Un Ideal

Cuando Simon llegó a la redacción de
The Guardian
a media mañana del día siguiente, experimentó, de inmediato, la extraña sensación de haber estado ausente durante mucho tiempo. A pesar de que la noticia del secuestro de su familia había causado un auténtico revuelo en la empresa, no tuvo que hacer frente a ninguna de las situaciones embarazosas que esperaba encontrar. Agradeció, por primera vez en su vida, que la contención emocional formara parte del acervo cultural británico. Siempre había aborrecido ese comedimiento social, que ahora, de modo providencial, le ahorraba tener que detenerse y corresponder con cara de circunstancias a las escuetas palabras de aliento que unos y otros articulaban a su paso. Ni siquiera la sonriente Susan Schuett, desbordada por el correo y las llamadas, le dedicó su habitual guiño cómplice. Simplemente no reparó en su presencia.

En el área de información internacional todo parecía no haberse movido de su sitio. Un disciplinado ejército de redactores lidiaba con las páginas y noticias del día en medio del habitual desbarajuste visual y sonoro que era el departamento.

Darden pensó que sólo él había estado fuera del mundo.

Richard Garnet, el jefe de redacción en funciones, abrió los ojos de modo desmesurado cuando lo vio acercarse.

—¡Dios mío, Simon, qué susto! ¡Lo hemos pasado todos muy mal, muy mal! —tartamudeó ante lo inesperado de la visita. Se puso en pie y le dispensó un largo abrazo—. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar con tu familia?

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