Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (35 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

El proyectil se incrustó en el Stradivarius.

Siguiendo el ejemplo de la mujer, aceptando su propia muerte pero dispuesto a vender cara su vida, Simon Darden se arrojó a tumba abierta sobre un desconcertado Baum.

Eichel se halló, en un abrir y cerrar de ojos, derribado contra la chimenea de la estancia, en abierta desventaja. Había perdido su arma en el encontronazo. Elke estaba dispuesta a matarle. A cualquier precio. Cayó sobre él como una furia, descargando en su estómago un formidable golpe con la base del estuche. Viéndole a su merced, sin respiración, incapaz de defenderse, intentó estrangularle. Sus largos dedos se crisparon sobre la garganta del traidor como las garras de un halcón.

Fue entonces, en medio de ese derroche de violencia, cuando Elke reparó en las brasas al rojo vivo; se consumían en el centro de la chimenea, a la altura de sus ojos, a escasos centímetros de su mano. En un movimiento tan rápido como preciso se hizo con uno de los hierros que colgaban de un trípode y atrajo la montaña de tizones. Cayeron como una maldición sobre el rostro de Eichel, prendiendo, al punto, en su pelo y en su ropa.

Aullando como un animal, crispado por un dolor insoportable, el alemán se libró de Elke y consiguió incorporarse; recorrió la estancia a ciegas, enajenado, convertido en una antorcha humana, derribando, a su paso, sillas, mesas y objetos; propagando, en su locura, las llamas por telas y cortinas. Acertó a sobrepasar el cadáver de Klaus Münzel y continuó avanzando por la terraza, en un viaje a ninguna parte, hasta topar con una fina barandilla.

Se precipitó al vacío. Su cuerpo fue a estrellarse contra la rampa de la dársena de la casa, a tan sólo un metro de las aguas.

Elke, temblando, entendió que su terrible misión no había concluido. Sus ojos buscaron de inmediato a Lang. Yacía inmóvil, pálido, apenas aferrado a la vida por un frágil hilo de seda. Mantenía los ojos entreabiertos. Una pequeña chispa de consciencia aleteaba en sus pupilas. Parecía decirle que la amaba profundamente.

Ella hubiera deseado arrojarse en sus brazos, besarle, encadenarlo a la vida…

Pero la vida aún libraba una última y trágica batalla.

Simon Darden y Günter Baum habían trabado sus cuerpos en un brutal y desigual combate en el que el primero llevaba todas las de perder. Se aferraban el uno al otro por las muñecas, intentando dispararse; se propinaban sañudos cabezazos y rodaban por el suelo de la estancia como una pelota. El periodista no poseía la fortaleza del alemán. Luchaba con obstinación, al borde del agotamiento. Su tiempo estaba contado.

Elke respiró profundamente. Una y otra vez. Le resultó imposible controlar el latido de su corazón. Observó sus manos y sus brazos, palpó su rostro buscando reconocerse. Reparó, en un estado próximo al delirio, en que todo en aquel salón estaba teñido de rojo. Supo que el horror no cesaría mientras no se hubiera derramado hasta la última gota de sangre.

Miró una vez más al biólogo. En su último estertor, Lang parecía decirle lo que debía hacer.

—Sí, lo sé, lo sé —murmuró—. Maldito seas, Eilert, yo también te quiero. Nunca te olvidaré. Nunca.

Agarró con saña el atizador de la chimenea y avanzó como un espectro al encuentro de Baum y Darden, deshecha en un llanto silente, atenazado; sobrecogida ante el papel monstruoso que le tocaba en el reparto de la obra.

Envuelta en gélida inclemencia, con la insania aleteando en los ojos, esperó con aplomo a que la nuca de Baum fuera visible y todo pudiera resolverse con un único golpe, con la precisión de un
pizzicato
, veloz y poderoso, entre el puente y el diapasón del violín.

Tras hundir el cráneo del alemán, dejó caer la barra al suelo y se derrumbó.

Capítulo 35

La Plomada

Cinco días después, en un vuelo regular de British Airways, Simon Darden aterrizó en el aeropuerto de Heathrow acompañado por dos abogados que Roger Alton, editor de
The Guardian
, había enviado a España con el propósito de agilizar los complejos trámites que retenían al periodista. Las autoridades españolas, pese a entender su papel circunstancial en los hechos, no le permitieron abandonar el país sin antes asegurarse de que una fuerte suma era depositada en concepto de fianza, y de que recibían, por parte del cónsul británico, plenas garantías de que el periodista comparecería cuando fuera requerido por el juez encargado de la instrucción del caso.

Cuando Alton lo vio aparecer por la puerta de llegadas internacionales, el corazón le dio un vuelco. Se diría que Darden había envejecido en tan sólo una semana. Andaba cabizbajo, unas profundas ojeras del color de la ceniza hundían sus ojos y un montón de nuevas canas asomaban entre sus cabellos.

Los abogados, tras intercambiar con el responsable del periódico unas frases, entendieron que éste deseaba conversar con Darden a solas y se despidieron.

—¿Alguna noticia? —balbuceó Simon sin vida cuando Alton le dispensó un fuerte abrazo—. Ten cuidado, el dolor del hombro aún es insoportable.

—No. Ninguna noticia.

—No es posible.

—Tal vez debamos prepararnos para lo peor, tal vez.

—No. Brian y Claudia están vivos, Roger —aseguró Darden agarrando al editor por las solapas de la gabardina—. Lo sé. Si les hubieran matado yo lo sabría, ¿lo entiendes? ¡Mi corazón me lo diría a gritos!

—Sí, lo entiendo. No quiero que te derrumbes, ¿me oyes? Nos mantendremos todos en pie, enteros, hasta que la policía descubra alguna pista —aseguró apesadumbrado Alton—. De momento no hay nada. Y John no sirve de mucha ayuda en su estado.

—¿Cómo está?

—Mal, pero saldrá de ésta. Al menos eso dicen los médicos del Royal London Hospital. Recibió un golpe muy fuerte. Una fractura terrible en el occipital —explicó llevándose la mano a la coronilla—. Salió ayer del coma tras casi seis días en ninguna parte.

—Vuelve a explicarme cómo sucedió todo —exigió Simon mientras se dirigían al aparcamiento de la terminal de vuelos internacionales.

Alton narró de forma pormenorizada lo que Simon sabía a grandes rasgos. Horas después de la llamada que él había realizado desde un área de servicio de la autopista, entre París y Lyon, unos desconocidos penetraron en el que había sido su domicilio; golpearon a Stewart, que dormitaba acomodado en un sofá, y secuestraron a Claudia y a Brian. La policía había descubierto, en los lechos de la mujer y del niño, rastros de cloroformo, lo que explicaba que ningún vecino hubiera oído petición de auxilio alguna.

—Scotland Yard asegura que eran profesionales, Simon. No forzaron la puerta del edificio, ni la de la casa. No han dejado huellas. Todo está en su sitio. Debieron cargarlos como a fardos y meterlos en un coche —conjeturó el editor.

—Esa gentuza es muy profesional. Mi familia es su mejor baza. Estoy seguro de que a estas horas ya saben que estoy en Inglaterra. Se pondrán en contacto conmigo —afirmó el periodista con absoluto convencimiento.

—Dime, ¿tienes toda la historia? —husmeó Alton mientras abría la puerta del vehículo.

Simon le miró desde el otro lado compungido. Apoyó las manos en el techo del coche y hundió el rostro.

—Sí. Tengo toda la historia —aseguró. Al hacerlo, notó el tacto leve de una pequeña llave oscilando en su pecho, y la secuencia numérica que el biólogo le había hecho memorizar se dibujó en su mente.

—Confieso que la impaciencia me devora —admitió el editor de
The Guardian
—. Será la noticia del siglo. Vamos, sube y cuéntamelo todo.

Darden frunció el ceño y se opuso.

—Lo lamento, Roger. Te vas a quedar sin historia.

—¿Cómo?

—Ya me has oído. No hay historia, amigo mío. No la habrá mientras mi familia no esté a salvo. Incluso en el supuesto de que esto acabe bien, no la habrá. No voy a jugar con nitroglicerina. Ni ahora ni en el futuro. He sido un estúpido. El mayor de los estúpidos.

—No sabes lo que dices, Simon. El mundo merece conocer la verdad.

—El que no sabe en absoluto lo que dice eres tú, Roger. Por lo que a mí respecta el mundo se puede ir a la mierda, ¡a la mierda! ¿Dónde está el botón? —preguntó con crispado sarcasmo Darden, golpeando de forma expresiva la chapa del coche con el índice—. Mira lo que hago con el mundo, Roger Alton: ¡boooom! ¿Ves? ¿Cuántos somos? ¿Seis mil, siete mil millones? ¡No importa! ¡Miles de millones de cretinos a la mierda, en un acto rápido y piadoso! ¿El mundo, dices? ¡No me hagas reír!

—Me parece que no estás en tu sano juicio. Creo que necesitas descansar. Esto te ha afectado infinitamente más de lo que yo suponía —masculló Roger desconcertado.

—El horror, lo he visto con mis ojos. No sabes lo que es eso. Creo que ya nada me afectará jamás. El mundo no merece ser salvado. La verdad no le redimirá ni le hará más libre. Apenas quedan justos. Lot estaba equivocado. Los ángeles tenían razón.

—¿Lot?, ¿los ángeles?, ¿se puede saber de qué coño estás hablando?

—Déjalo, aunque te lo propusieras no lo entenderías, pero no te preocupes: esta aberración tiene cuerda para rato. Esa pandilla de cabrones del G-8 ya se las apañará en su próxima cumbre para que este estercolero se mantenga en órbita unos cuantos siglos más.

El editor de
The Guardian
apartó sus ojos de los del periodista. En sus pupilas parecía arder un incendio pavoroso, capaz de abrasar el planeta de un extremo al otro. Subieron al coche y mantuvieron un tenso silencio durante buena parte del trayecto.

—¿Qué sabes de esa mujer, la violinista? ¿Está bien? —indagó Alton temeroso.

—Lo único que sé de Elke es que las autoridades alemanas la repatriaron hace dos días —contó Darden abatido—. No nos volvimos a ver. Salimos de aquella casa en dos ambulancias. Ayer, en los juzgados, pregunté por ella a un funcionario. Le rogué que me dijera siquiera cómo estaba. Me contó que la mantuvieron en observación, en un hospital de Palma de Mallorca, en un estado enajenado, próximo a la demencia. La tuvieron que sedar. Espero que se recupere.

—Dios mío —balbuceó Alton.

—¿Sabes? ¡Creo que esto sí puedo contártelo! ¡Ahí tienes una gran historia con la que ensuciar más papel! —exclamó Simon soltando una risotada cínica—. Eilert y ella llegaron a quererse, de un modo extraño, enfermizo, como no podía ser de otro modo.

—¿Bromeas?

—En absoluto.

—Me parece increíble.

—Es lógico. Eres un hombre demasiado pragmático, pero sí, se amaron intensa y brevemente. Yo lo vi.

—Muy bien. Si tú lo dices, seguro que fue así —admitió Alton sin ganas de discutir. En un quiebro rápido cambió de tercio—. Escucha, Simon, Scotland Yard quiere interrogarte, pero supongo que antes querrás dormir un poco, ¿no? ¿Quieres que te deje en tu casa y te recoja más tarde, en dos o tres horas?

—No. Llévame al Roy al London Hospital, por favor. Quiero ver a John.

—Ya te he dicho que está inconsciente. Tal vez no sea una buena idea.

—Lo es. Si él no puede hablar, yo hablaré por los dos.

Alton no discutió. Optó por acompañar al periodista hasta la entrada principal del centro. Darden masculló unas palabras de agradecimiento y se apeó del vehículo. Tras preguntar por la habitación de John Stewart, buscó los ascensores y subió a la sexta planta.

Entreabrió la puerta de la habitación 614 suavemente. Distinguió a una enfermera. Puesta en pie, junto a la cama, procedía a cambiar la bolsa de suero del fotógrafo y a anotar sus constantes en un amasijo de papeles prendidos a una tablilla. Le miró con recelo.

—Disculpe, señor, las visitas a este paciente están restringidas —susurró—. ¿Es usted un familiar?

—No. Sólo soy un buen amigo. Le ruego que me permita quedarme siquiera unos pocos minutos. No molestaré, se lo aseguro —rogó apesadumbrado—. ¿Cómo se encuentra?

—Sus constantes son buenas. La actividad cerebral parece normal. Hace un par de horas ha entreabierto los ojos y ha pestañeado, pero su estado es aún muy delicado. Procure no hacer ruido —aconsejó.

—Entiendo. Se lo agradezco. No tardaré en irme.

La mujer abandonó la habitación con paso liviano. Darden trasladó con delicadeza una silla y se sentó junto al lecho. Se quedó ausente, embargado por una extraña tristeza. Sólo los ojos y una mínima parte del rostro bonachón de Stewart asomaban entre el grueso vendaje que comprimía su cabeza.

—¿Qué te han hecho, amigo mío? —murmuró.

Rozó levemente su mano. Al punto, un reflejo eléctrico pareció animar los dedos del fotógrafo.

—Soy yo, Simon. Todo va a ir bien —aseguró en un bisbiseo deslizado en su oído—. Saldrás de ésta. Pronto este mal sueño habrá terminado para todos. Nos iremos a la frontera con Canadá, a tu casa de las montañas. Repararemos las viejas piraguas, barnizaremos el porche y escucharemos cada noche a Neil Young con una botella de tu maldito bourbon hasta llorar y caer derrumbados.

Un ligero temblor sacudió la mano de John.

—Me oyes, ¿verdad? Estoy seguro de que me puedes oír —susurró el periodista—. Saldremos a cazar ciervos, con los arcos. Esta vez no dejaremos que el olor nos traicione. Pasaremos toda una jodida semana sin comer carne, escuchando los consejos de ese indio borrachín amigo tuyo.

A medida que hablaba, los ojos del periodista se fueron llenando de lágrimas. Quince minutos después, convertido en una sombra, abandonó la habitación. Se detuvo durante unos instantes en el umbral, respiró profundamente y salió.

Hacía frío en la calle. Alzó el cuello del abrigo, se llevó un cigarrillo a los labios y paseó sin rumbo, errático, con las manos metidas en los bolsillos, mirando con desinterés los escaparates, decorados con alegres bolas de colores. Quedaban pocos días para Navidad. La imagen de Brian acudió a su mente al pasar ante una juguetería.

Acabó por detenerse frente a un quiosco y repasó, ausente, la miríada de publicaciones y diarios expuestos. No pudo evitar examinar con detalle la portada de
The Guardian
y esbozar una sonrisa circunstancial, contrariada, al comprobar el poco tino de su subordinado, Richard Garnet, a la hora de poner título a las noticias. Siempre apostaba por el catastrofismo.

Pensó que al redactor no le faltaba razón.

Se disponía a proseguir su camino cuando la presencia de un hombre, detenido a sus espaldas, le sobresaltó. Su aspecto era el de un caballero inglés, de porte aristocrático; cabellos plateados, cuidadosamente peinados, y abrigo impecable, de tres cuartos, en paño azul. Se apoyaba en un fino bastón de madera de arce mientras sus ojos saltaban de una cabecera a otra con expresión divertida.

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