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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (34 page)

—No quiero morir —reiteró ella con la tristeza pesando en el ánimo.

—Nada malo te va a ocurrir. Lo sé.

—Escucha, Eilert, escúchame: tal vez si devolvieras a esa gentuza todos esos documentos nos perdonarían la vida —sugirió Elke temblando como una hoja.

—Eso no serviría de nada. Nos matarían a sangre fría. Cálmate, saldremos de ésta.

Tres disparos pusieron punto final a la recapitulación emocional en que todos andaban sumidos. La cerradura de la puerta principal de la casa saltó por los aires. Una patada seca contra la hoja y unos pasos precipitados les hicieron entender que el final era inminente.

—¿Ha asegurado el acceso a la cocina? —inquirió Münzel desabrido.

—¿De qué puerta está hablando? —preguntó en un respingo Lang.

—¡De ésa, mierda, de ésa! —rugió el viejo, dirigiendo el cañón de la escopeta hacia una discreta lámina, oscura y rectangular, disimulada a la derecha, tras un caprichoso requiebro de pared.

Lang supo que la advertencia llegaba demasiado tarde. Recordó haber visto en el vestíbulo un acceso que parecía comunicar con la zona de servicio de la casa. No había reparado, pese a todo, en que el peculiar trazado de la mansión unía esa parte con la estancia en que se hallaban a través de una portezuela de servicio.

—¡Ahí vienen! —anunció sobrecogido Darden.

—¡Esto pinta muy mal! —admitió Eilert.

Todo sucedió en décimas de segundo. Günter Baum y Ewald Fleischer penetraron en el salón como dos diablos, disparando a ciegas, con tal furia que Münzel, Lang y Darden no pudieron sino ponerse a salvo tras el mobiliario que les servía de parapeto.

Eilert intentó calcular la munición empleada por los matones de Thule. Su cerebro se esforzó en contabilizar las balas, según pasaban silbando sobre su cabeza, pulverizaban cristales o perforaban el respaldo de alguna de las butacas. Como si fuera capaz de leerle el pensamiento, Münzel, atrincherado a su derecha, parecía aguardar con nervios de acero el final del órdago, dispuesto a emplear sus dos cartuchos en el momento oportuno.

Ambos se alzaron simultáneamente, en medio del angustioso intervalo de silencio y desinformación que sobrevino cuando las pistolas callaron. Sólo Lang llegó a disparar sobre una sombra evanescente, a bulto, una única vez.

En ese momento todo se precipitó.

El ventanal que el noruego tenía a sus espaldas se vino abajo, traspasado brutalmente por un cuerpo a la carrera. Un asesino aterrizó en el interior de la estancia profiriendo un alarido desmesurado, sobrecogedor. Para cuando lograron comprender qué ocurría, éste, envuelto en cristales y astillas, agarraba ya a Elke Schultz por el cuello, en un abrazo poderoso, y amenazaba con hundir la hoja de su cuchillo en el centro del corazón de la mujer.

Capítulo 34

Contigo Al Infierno

—El juego ha terminado! ¡Arrojad las armas! —conminó Baum con voz imperiosa desde el otro lado de la estancia.

—¡Jódete! —gritó desaforado Eilert Lang.

El biólogo había girado sobre sus talones y encañonaba con rabiosa determinación al matón que retenía a Elke.

—¡Oh, vamos, Lang! ¿Acaso crees que lograrás salvar a esa zorra? ¡No seas imbécil, has perdido la partida! —aseguró Günter con sarcasmo—. Tirad las armas, arrojadlas en el centro, en lugar visible, y discutiremos sobre cómo resolver esto a gusto de todos. ¡Incluso podríamos tomarnos una copa!

—¿Las armas? ¡Venid a por ellas! —espetó Klaus Münzel apuntando al vacío.

—No tenemos nada que negociar, cabrón —rezongó Lang—. Te dije que iríamos juntos al infierno y así será.

Los ojos del noruego, acostumbrados a la oscuridad se esforzaban en escudriñar, de soslayo, la estancia, sin dejar de apuntar, con ademán crispado, al asesino que retenía a Elke. La voz de Baum llegaba, inequívocamente, desde la parte posterior de la gran chimenea central.

—Tranquilízate, Eilert. Enfría ese ánimo. Voy a encender la luz. Así nos podremos ver todos las caras. El viejo, el periodista, la putita, tú y yo. Haremos una bonita foto de familia —masculló Günter con voz cantarina. A renglón seguido se dirigió a su compinche—: ¿Estás ahí, René? ¡Escucha: si cualquiera de estos héroes de pacotilla intenta algo, degüella a la mujer de inmediato! ¿Me has entendido?

El matón asintió con un gruñido. Un sonido desesperado, gutural, pugnó por escapar de la garganta de Elke cuando notó que el filo del cuchillo se deslizaba lentamente sobre su piel.

—¿Dónde está Pierre Signoret? —inquirió Baum.

—En la terraza, agujereado. El viejo se lo ha cargado —contestó René sañudo.

—¿Y Gilbert?

—¡A ese hijo de puta lo he despachado yo! —informó Eilert—. Si hacemos caso del marcador, estáis perdiendo por goleada.

Un silencio espeso flotó en el salón.

Baum caminó hasta la entrada y accionó el interruptor de la luz. Después, seguido por Ewald Fleischer, se plantó ante ellos, bien visible, retador. Parecía un dios invulnerable. Alzó lentamente el arma y apuntó a la cabeza de Lang mientras su compañero mantenía a raya a Simon Darden y a Klaus Münzel.

—Así será más fácil —aseguró el miembro de Última Thule—. Y también infinitamente más divertido. Un juego mortalmente divertido. Te voy a explicar en qué consiste, Eilert: tú apuntas a René, René degüella a Elke, yo te mato a ti, Ewald despacha al viejo y…

—Te olvidas de mí, bastardo —advirtió Simon Darden en tono agrio.

El periodista estaba blanco como el papel de fumar, pero curiosamente su pulso no temblaba en la medida en que lo había hecho en los minutos precedentes. Parecía comprender, de un modo u otro, que sólo su concurso lograría deshacer el complejo nudo de voluntades en el que todos se hallaban trabados.

—¡Oh, sí, perdón, qué descortesía! —bromeó Baum cruzando una mirada cómplice y divertida con Ewald—. ¡Nos olvidábamos del audaz reportero que nos inmortalizará a todos escribiendo esta fantástica historia!

—Escucha, cabrón, no intentes reírte de mí. No he disparado en mi vida, pero a esta distancia te juro que te llenaré la boca de balas —amenazó el inglés pugnando por mantener sus nervios bajo control—. Dispararé, una y otra vez, hasta verte vomitar sangre.

—¡Joder, nos ha salido gallito el
paparazzi
! Es una pena que un periodista de
The Guardian
esté tan mal informado de lo que se cuece en su país —Baum chasqueó los labios fingiendo infinito fastidio—, ¿tú crees, Ewald, que deberíamos explicarle lo que pasa en Londres?

—Creo que nos lo agradecerá —convino Fleischer.

—¿Qué están insinuando? —tanteó Darden confuso.

—Que yo no me preocuparía tanto de política exterior como de la suerte de su familia, estúpido. Lamentablemente ya es un poco tarde. Seguramente a estas horas su encantadora esposa y su adorable hijito flotan en el Támesis, camino del mar.

Las palabras de Baum acribillaron el cerebro del periodista. Un alarido inhumano brotó de su pecho. Invadido por una furia irracional, amartilló la pistola y crispó el dedo sobre el gatillo. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Eilert Lang calculó, en décimas de segundo, todas las posibilidades del macabro juego. Las fichas, sobre el tablero, habían llegado a una posición en la que ninguna victoria era posible. Poco importaba quién pudiera ser el primero en lanzar los dados. Todos iban a ser derrotados por la muerte en esa habitación. No habría supervivientes.

Cruzó una última mirada con Münzel. El semblante del anciano decía a las claras que estaba resuelto a bañarse en sangre ajena.

—¡Te has equivocado, hijo de la gran puta! —chilló convulso Darden avanzando un paso en dirección al matón—. Si los míos han muerto, no tengo ningún deseo de seguir viviendo. Es hora de ir al infierno. Y tú me vas a enseñar el camino. Adiós, Günter Baum.

Una décima de segundo antes de que la locura les arrastrara a todos al abismo, dos nuevos jugadores se sumaron a la partida.

—¡Quietos, que nadie se mueva! ¡Nadie se irá al infierno sin mi permiso! —advirtió una voz gruesa y autoritaria a espaldas de Baum y Fleischer—. ¡Vosotros dos, hijos de puta, soltad las armas o estamparemos vuestros sesos contra el techo!

Los dos agentes de Thule dejaron caer las automáticas al suelo y alzaron lentamente las manos al saberse encañonados.

—¡Vamos, Christian, recógelas! —ordenó—. ¡Por una vez en mi vida consigo llegar al final de una buena película sin haberme dormido! Me llamo Bruno Krause, señores, de la Policía de Berlín. El primero que parpadee es hombre muerto, ¿entendido? Vamos a calmarnos todos mientras esperamos la llegada de la Policía española. Les hemos avisado de esta fiesta.

El comisario hundió con saña su revólver en el pescuezo de Günter, obligándole a arrodillarse. Lo mismo hizo su ayudante con Fleischer tras apoderarse de las armas.

—Usted debe ser Klaus Münzel, ¿me equivoco? —indagó el alemán.

El anciano asintió. Seguía apuntando a Ewald Fleischer con su escopeta.

—¿Y quién de ustedes es Heinz Rainer?

—Yo.

—Pero su verdadero nombre es…

—Eilert Lang.

—Muy bien, Eilert, ¿le importaría bajar la pistola? No sé cómo se las apaña el diablo, pero, créame: siempre consigue que se disparen solas. Y sería una lástima que eso sucediera cuando ha llegado la caballería, ¿no? —ironizó el comisario. Al punto clavó su mirada en René—. En cuanto a usted, le recomiendo que arroje el cuchillo y suelte a esa mujer. La paciencia no es una de mis virtudes. Si cuento hasta tres y no lo ha hecho, mataré a sus dos compinches y le obligaré a limpiar la sangre del suelo con la lengua.

Ante la contundente mirada de Baum, René optó por dejar caer la daga sobre un sofá y liberó a Elke Schultz. La violinista respiró con ansiedad y buscó refugio junto a Lang.

—Esto empieza a gustarme algo más —aseguró satisfecho Krause—. Me alegro de que esté bien, señorita Schultz. Le confieso que he temido seriamente por su vida. Tendrá que contarme algunas cosas que no acabo de entender. Lo cierto es que estoy en un verdadero dilema. Nunca me había pasado algo parecido. Tengo un montón de preguntas y no sé cuál es la primera. ¿Tú por dónde empezarías, Christian?

Christian Eichel sonrió y se encogió de hombros.

—Supongo que sería bueno saber qué papel juega cada uno de estos señores en esta historia, ¿no? —sugirió el subordinado.

—Estos matones son agentes a sueldo de Ultima Thule, una organización nazi con ramificaciones en todo el planeta —declaró Eilert Lang señalando a Baum y a Fleischer.

—Es curioso, ¡de todo lo que podría explicarme ha ido a decir precisamente lo único que ya sé! —afirmó jocoso Krause—. ¿Algo más?

—Los asesinatos. Los crímenes cometidos en los últimos días, en Alemania y Francia, buscan eliminar a los últimos testigos de un hecho que sucedió en Berlín, al final de la guerra —añadió el biólogo—. Una operación secreta.

—¿Quizá algo relacionado con el Führerbunker? —olfateó Bruno suspicaz entrecerrando los ojos como un zorro. Ante la expresión asertiva de Eilert no dudó en exclamar—: ¡Te lo dije, Christian, te lo dije! ¡El Führerbunker!

—Sí, es cierto. El Führerbunker. Creo saber a qué operación se refiere el señor Lang —murmuró Christian Eichel con voz pausada—. Usted siempre ha dudado de mi capacidad de análisis, inspector, pero para mí todo este asunto está muy claro.

El policía miró de soslayo a su ayudante. Enarcó una ceja, desconcertado.

—¿Qué es lo que está tan claro?

—De entrada, la existencia del destino, ¿recuerda? Me he resistido siempre a aceptar sus teorías sobre el destino, pero debo reconocer que estaba equivocado. En esta obra todo está escrito, desde el principio. Incluso mi texto.

—¡Mierda, Christian, que no estoy para acertijos! —gruñó Krause visiblemente irritado—. ¿De qué coño está hablando si puede saberse?

Christian Eichel sonrió, un brillo taimado asomaba en sus ojos.

—Conteste, Bruno: animal de cuatro letras que simboliza la intrusión no deseada.

Bruno Krause no acertó a comprender el significado sutil que encerraban las palabras de Eichel. Apenas comenzaba a dibujarse la perplejidad en su rostro cuando su ayudante dejó de encañonar al matón de Thule. En un movimiento rápido colocó la pistola en el parietal de su superior y le disparó a quemarropa.

La cabeza del comisario alemán reventó como fruta madura.

—Siempre fuiste malo resolviendo crucigramas —susurró Eichel, limpiándose la sangre del rostro con una mueca de asco en los labios. Al instante, arrojó las dos automáticas entre Baum y Fleischer. Los matones habían asistido a la breve conversación tan desconcertados como el resto—. ¿A qué esperáis, pandilla de ineptos? ¡Acabad vuestro trabajo!

El diablo arrojó los dados, buscando poner fin a la partida.

Eilert Lang y Simon Darden tardaron en reaccionar. El sorpresivo vuelco de los acontecimientos les había paralizado. Sería Klaus Münzel el primero en tomar cartas en el asunto. El viejo no había dejado de apuntar a Fleischer en ningún momento. Cuando vio que éste se incorporaba, arma en mano, crispó su dedo en el doble gatillo de la escopeta de caza y liberó un infierno de pólvora contra su pecho. No tuvo tiempo de recargar. Günter Baum, desde el suelo, le atravesó de parte a parte. El anciano trastabilló, con el rostro desencajado, y fue a desplomarse ante la puerta de la terraza.

Christian Eichel abrió fuego contra Darden y Lang. Una de sus balas destrozó el hombro izquierdo del periodista, mientras la otra alcanzaba de lleno al noruego.

El biólogo notó cómo la fuerza de sus rodillas se quebraba. Se vino abajo, desvencijado, contraído por el dolor. Consciente de su irremediable fin, decidió emplear sus últimas energías en detener la demencial embestida de René. El matón había recuperado el cuchillo y se abalanzaba como un mastín furioso contra Elke Schultz.

La realidad desaparecía por momentos para Lang. Su vista comenzaba a nublarse. Apuntó antes de que todo se convirtiera en un amasijo informe y apretó el gatillo. El sicario francés, acribillado, aterrizó sobre la mesa, con una mueca grotesca en los labios.

Eichel no había imaginado una resistencia tan enconada. Dos de los suyos habían perdido la vida en tan sólo unos segundos. Cuando vio que Eilert se revolvía en el suelo, convulso, e intentaba fijarle como blanco, se dispuso a rematarlo.

Elke Schultz, en un estado próximo al paroxismo, destilando ira por todos los poros de su piel, no vaciló en lanzarse frontalmente contra el policía. Cazó al vuelo el estuche de su violín y, utilizándolo como escudo, se interpuso en la trayectoria de la bala destinada a Lang.

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