Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... (10 page)

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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Sabía lo que debía preguntarle para que volviera inmediatamente.

—¿Jugamos juntos?

Las inspiraciones volvieron, los aparatos callaron, aunque yo ya sabía que aquello no duraría. Lo estaba perdiendo.

Me miró con un cariño supremo. Me acarició la cara, los labios, el cuello y finalmente las manos.

—Me encantaría, joven Dani… Pero mi tiempo se acaba…

Hizo una pausa, pensé que era la definitiva. Pero aún quedaba una última cosa que contarme. Miró el faro monóculo. Lo cogió y me lo puso en la mano.

—Es para ti… Para que no me olvides. Es un faro de Capri que me entusiasma, es mi hijo favorito. Cuando encuentres la foto que le hice, verás que detrás escribí la palabra «mágico». Es mágico y consigue que sientas su magia… Si algún día tienes problemas, ve allí, mi niño favorito te cuidará…

»El monóculo oscuro que hay pegado es para observar las nubes… Durante un tiempo trabajé en el mundo del cine y era el encargado de calcular cuánto tardarían las nubes en marcharse y retornaría el sol… Lo necesitan saber para poder rodar con el mismo tipo de luz para que no queden claroscuros en la fotografía de la película…

»Yo era bueno en eso… He sido siempre bueno en todo aquello que tenga que ver con faros, nubes, sol, mar y viento.

»Si te pones el monóculo en el ojo y miras las nubes, observarás el sol por detrás de ellas y sentirás la velocidad del viento y así podrás calcular el tiempo que tardará en volver a brillar.

»Los uní, porque este faro es pura magia y adivinar cuándo regresará el sol también es algo muy mágico…

»Recuerda, si un día necesitas magia ve a Capri…

Comenzó a respirar con mucha dificultad. Todos los aparatos volvieron a zumbar como locos.

Llamé a la enfermera a todo pulmón. Él se estaba yendo y yo estaba asustado y triste.

De repente, el Sr. Martín me llamó con la mirada; quería que me acercara. Puse mi oído en su boca y él repitió tres o cuatro veces unas palabras que no entendí.

Las decía siempre con la misma cadencia, con la misma fuerza. Era un mensaje para mí, pero no lograba comprenderlo, ya no hablaba de una forma inteligible…

Finalmente el mensaje cesó y el Sr. Martín me dejó.

Le miré y de repente noté cómo llegaba a mi cuerpo una energía que me producía tranquilidad y felicidad.

Era como si su energía atravesase mi ser.

Médicos y enfermeras trataban sin éxito de devolverlo a la vida… Pero yo ya sabía que se había ido.

Apreté su mano con toda la fuerza que pude, le di las gracias y le besé la mejilla…

Lloré nuevamente en aquel coche junto a un padre desconocido.

Es imposible recordar al Sr. Martín y no romper a llorar. Recuerdo que el hijo de una bailarina me dijo una vez que la gente tan sólo rompe a reír o a llorar, y que vale la pena hacerse añicos por esos dos sentimientos.

El padre del niño me miraba sorprendido, mi tristeza le sobrepasaba, pero no dijo nada. Es tan difícil comprender las lágrimas ajenas si no tienes todos los datos…

Creo que fue en aquel instante cuando me di cuenta de que me dedicaba a buscar niños perdidos por culpa del Sr. Martín.

De alguna manera, la primera vez que me perdí no fue en aquel barco rumbo a Capri, sino en aquella UVI repleta de ternura y pasión sin límites.

Y es que el Sr. Martín era un hombre pasional, un hombre que amaba imposibles.

Tuve suerte al encontrarlo, ya que no se apropió de mi cuerpo y mi mente de diez años un malvado depravado ni un hijo de puta pederasta. Me topé con una gran persona que intentó enseñarme la importancia de ser diferente en este mundo.

Poca es la gente que no claudica a vivir de forma mediocre.

Yo busco niños que desaparecen, creo que ésa es mi manera de huir de la convención, de la mediocridad…

Además, pienso que se me da bien porque mi parte de niño y de enano hace que les comprenda, que empatice con ellos y con sus problemas. Es como si conectara con mi yo perdido y eso me sitúa cerca de su esencia…

Miré al padre y noté que necesitaba contármelo todo. Darme datos, sentirse útil… Pero también sabía que aquello me condicionaría. Me llevaría a comprender al padre en lugar de al niño.

Decidí evitar su mirada, pero sabía que no tardaría en hablarme porque segundos antes había conectado conmigo visualmente.

—¿Tiene usted hijos?

Fue lo segundo que le escuché decir tras lo del cheque y lo peor que podía preguntarme.

Y es que aquella simple cuestión estaba intrincada con mi ruptura, con ella y con nuestro gran problema…

Yo, ella y los niños deseados.

Sé que debo hablaros de ella. Os estoy ocultando desde hace tiempo mi ruptura y sus razones.

Pero antes debo acabar de relataros mi vida junto a George, porque, si no, no me podréis comprender.

Ojalá siempre intentáramos entender a las personas antes de juzgarlas. Y ojalá la gente fuera capaz de ser honesta y contarnos su vida para que pudiéramos valorarla con comprensión.

—No tengo hijos.

Debía contestarle.

—Yo sólo le tengo a él —me explicó.

No añadió nada más porque se emocionó y volvió a llorar. Sabía que debía calmarle antes de volver a mi pasado. Era lo justo; no puedes retornar a tus recuerdos cuando en tu presente alguien sufre.

Además, con el trabajo iba incorporada la comprensión.

—No tiene por qué haberle pasado nada malo —apunté—. Que alguien lo tenga secuestrado no implica que vayan a hacerle daño… Mucha gente…

Me interrumpió ferozmente.

—¿No ha leído el dossier que le envié? —me gritó.

Negué con la cabeza.

—Soy juez de casos de pederastia. He metido a más de cien pederastas en prisión —gritaba más de lo que yo había chillado a aquel guardia de seguridad en el aeropuerto—. No me diga que no será nada porque, si lee la carta del secuestrador, sabrá que el que se ha llevado a mi hijo es un pederasta al que condené a ocho años de cárcel…

No le repliqué…

Había sido poco profesional.

Mi vida personal me había afectado. Ese dato lo cambiaba todo, aunque también sabía que no era definitivo.

Quizá aquella nota fuera falsa. A veces, un crío huye por falta de cariño. Ver que su padre se preocupa más por otros niños que por su propio hijo puede ser una razón de peso para marcharse y llamar la atención con una carta falsa.

Decidí dejar de mirarlo. Sabía que había perdido parte de su confianza.

Estábamos ya muy cerca del barco que nos llevaría a Capri. Nuevamente ese ferry retornaba a mi vida; no había cambiado nada con los años.

Entramos con el coche hasta la bodega y aproveché para volver a mis
Horizontes de grandeza
… A aquella primera obra maestra que vi junto a George en el Capri de mi adolescencia.

Os prometo que después os hablaré de ella y de la razón de nuestra ruptura.

Vimos
Horizontes de grandeza
y George tenía razón, me sentía igual que Gregory Peck. Yo también era alguien que intentaba luchar contra las normas, contra lo correcto y contra todo lo que la gente esperaba de mí.

Sentía todo eso y tan sólo tenía trece años. No deseaba ni imaginarme qué pasaría a posteriori.

Admiré la inmensidad del Oeste y la pequeñez de los humanos… Me recordaba mucho a nuestra presencia en Capri.

Y es que parecía que George y yo fuéramos los únicos habitantes de aquella ciudad. Dos figuritas enanas en una isla inmensa.

Respiré y noté la pequeñez propia de la grandiosidad natural.

Justo en ese instante fue cuando me di cuenta de que podía jugar a «qué haría otro si estuviera en mí…» con él. George era la persona perfecta para disfrutar con el juego del Sr. Martín.

Lo miré fijamente. Quería preguntárselo, pero me daba vergüenza.

—¿Te ha gustado la película? —me preguntó.

—Mucho.

Le volví a mirar y esa vez sí me atreví.

—¿Quiere jugar conmigo a qué haría otro si estuviera en mí…?

Él sonrió.

—Cuéntame.

Y se lo conté todo. Le hablé del Sr. Martín, de entrar en otra persona cuando estás muy perdido. De aconsejarle qué harías si estuvieras dentro del otro durante dos días y luego te marcharas.

Él me escuchaba y parecía encantarle lo que oía. Y yo estaba feliz de sentir que por segunda vez en mi vida una persona mayor me trataba como a un adulto.

Cuando acabé de explicárselo todo me dijo que le gustaba mucho la idea, pero que antes debíamos conocernos un poco más. Él pensaba que para cambiar la vida de otra persona debes entrar un poco más en ella.

Dudé, pero pensé que tenía razón.

Me ofreció ir a revelar las fotos juntos.

—Compartir la pasión del otro es la mejor manera de conocerle —me dijo.

Me gustó la propuesta, así que acepté.

Su laboratorio estaba dos plantas por debajo del salón donde habíamos visionado
Horizontes de grandeza
.

Para llegar allí tuvimos que bajar casi cincuenta escalones. Aquel desván subterráneo olía a mar y sus paredes eran de roca maciza.

Tuve la sensación de estar en el centro de la isla.

Y lo mejor de todo es que no sentía nada de miedo… Estaba solo junto a un desconocido en una cueva que parecía una mazmorra y me sentía muy cómodo.

Lo único que notaba era cansancio. No recuerdo cuántas horas hacía que no dormía. Sentía mi cuerpo dolorido, pero había algo en ese agotamiento que me resultaba placentero.

Enseguida se puso a revelar las fotos. Fue explicándome todo el proceso. Yo jamás había revelado nada y me encantó la técnica precisa, los tiempos que se han de respetar y esa seductora iluminación que producía aquella bombilla roja.

—Revelar es como pescar —dijo George—. Pescar sabiendo que atraparás algo que tú mismo criaste.

De repente me di cuenta de que, colgado en medio de aquel desván subterráneo, estaba el enorme saco rojo de boxeo que había transportado por media isla.

Las fotos tardaban en aparecer. Seguían sumergidas en aquellos extraños líquidos, y nosotros estábamos deseosos de su aparición.

Aunque mi mirada pasaba de ese saco que me tenía fascinado a las fotos… Y de las fotos al saco fascinador…

Hasta que vi colgado en la pared del fondo del desván algo extraño… No podía descifrar claramente lo que era, porque estaba oscuro debido al rojo proceso fotográfico… Pero intuía que había algo allí…

Me acerqué lentamente. Noté su mirada en mi nuca…

A los pocos segundos también escuché sus pasos detrás de mí…

Cuando llegué a la pared ya sentía cercana su respiración…

Fue el único instante en que le tuve miedo, y eso que antes os he jurado que no sentía pánico en aquel lugar.

Pero presentirlo tan cerca de mí, y sin saber qué había colgado en aquella pared, me provocaba como mínimo cierta incertidumbre.

Ése es el pavor en el que siempre pienso cuando busco niños en peligro. Es lo que me da alas para no tirar la toalla y lograr hallarlos.

Y lo peor de todo es que me he encontrado muchas de esas buhardillas donde han estado retenidos niños y noto cómo sus paredes conservan el miedo de los chavales que han cobijado.

Los niños marcan ese terreno de tal manera que ese pánico infinito queda impreso.

Lamento asociar ese recuerdo con George. Él nunca me hizo nada malo y no me provocó más que felicidad. Jamás me hubiera lastimado.

—¿Quieres saber qué hay colgado en esa pared? —me dijo en un tono que consiguió tranquilizarme.

Asentí en silencio.

De repente, cogió la luz roja que había en el centro de la habitación y la enfocó hacia allí.

La pared quedó iluminada y me encontré frente a frente con un mural lleno de fotos polaroid.

Las instantáneas estaban agrupadas de doce en doce… Estaban separadas por años… Creo que conté que debía de haber casi cuarenta años seguidos en aquella pared…

Las fotos eran primeros planos de hombres y mujeres en diferentes lugares y realizando actividades cotidianas… Tomaban café, fumaban, reían…

Si no hubiese visto años atrás los faros del Sr. Martín, creo que aquello me hubiera extrañado más.

Pero cuando a los diez años has visto la colección más fascinante de imágenes rubricadas con adjetivo, nada puede sorprenderte ya.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—Mis perlas. —Sonrió—. Cada año de mi vida he buscado doce perlas. Doce personas que no conociera pero que se me aparecieran y marcaran mi mundo de tal manera que mi yo virara.

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