Read Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... Online
Authors: Albert Espinosa
Tags: #Drama, Fantástico
Aquel pensamiento ocupó mi mente sólo un instante, aunque debió de ser muy intenso porque al momento escuché…
—¿Temes coger la mano de un moribundo, Dani?
Me asusté.
Le miré. Había abierto ligeramente los ojos. Me observaba…
Su mirada tenía la misma intensidad que cuando le había conocido, aunque parecía como si el gasoil que alimentaba sus venas hubiera perdido octanos. Algo en él iba a otro ritmo, a otra velocidad.
Notabas su poderosa fuerza, pero sabías que tarde o temprano se paralizaría.
Le sonreí y le cogí su mano. Fue instintivo.
—Aún me noto un pulmón —dijo tocándose el pecho—. Eso es que algo no ha ido bien, ¿verdad?
—Eso creo —respondí apretando su mano con fuerza.
—¿Te han dicho si me estoy muriendo, joven Dani?
«Joven Dani»… Nadie me ha vuelto a llamar así jamás.
Lo miré y supe que existen instantes en la vida en los que hay que decir la verdad y otros en los que hay que mentir…
—Sí, creo que se va a morir.
Ése era uno de esos momentos en los que había que decir la verdad, porque sabía que aunque le hubiese mentido no me hubiera creído.
—Gracias —contestó muy sereno—. Te lo agradezco, joven Dani.
Volvió la cabeza hacia la mesita como sabiendo lo que había allí, como si lo percibiera… Vio de reojo sus pertenencias trasladadas.
—¿Te has puesto al día sobre mi vida?
—Lo he intentado…
—Me gustas. —Sus ojos se cerraron levemente, aunque enseguida volvieron a abrirse—. ¿Sabes de qué son esas fotos?
—Son faros, ¿no?
Se puso a reír. No supe por qué… Aunque su potente risa se convirtió en pocos segundos en una tos profunda.
Odio cuando las risas cambian a toses o a lágrimas. Cuando el sonido emocional de nuestro cuerpo se modifica sin nuestro propio control.
Paró de toser.
—¿Me acercas las fotografías?
Dejé un instante su mano. Le pasé las fotos y las cartas, y enseguida volví a acariciar sus dedos.
Tocarlos era como mi salvavidas para no perder mi entereza.
Aquella situación era tan intensa que me superaba.
—No son sólo faros. Son parte de mí —dijo mientras miraba con extremo cariño cada foto—. Reflejos de mi mirada. —Hizo una leve pausa—. Yo he sido oculista de muchos de esos faros. Los he arreglado durante años, a eso me dedicaba…
Seguidamente respiró fuerte y a los pocos segundos continuó hablando…
—Visitarlos me producía la misma alegría que reencontrar a un hijo. Un hijo que siempre te mira de reojo y que constantemente vigila que nadie tenga un accidente.
»Entrar en ellos era como sentir sus tripas y tocar su esófago… Es el lugar donde más yo me he sentido en este universo…
Volvió a cerrar levemente los ojos.
No deseaba perderlo. Apreté con toda la fuerza que pude su mano.
—Aquí estoy, joven Dani. —Sonrió ligeramente—. ¿Por dónde íbamos?
—Me hablaba de sus faros.
—Mis faros, es verdad… —repitió sin aportar nada nuevo y a punto de caer nuevamente en el sueño.
—¿Y los adjetivos que hay detrás de los faros? —pregunté para que siguiera conversando conmigo—. ¿Es como se sentía al reencontrarlos?
Sonrió nuevamente.
—No… —Hizo una pausa larga—. Es como se sentían ellos. Cómo yo percibía que ellos se sentían.
Cogió unas cuantas fotos de esos faros, comenzó a darles la vuelta para ver los adjetivos y me los fue comentando lentamente…
—Algunos se sentían viejos, tristes… Otros, afortunados, felices, útiles… La mayoría cansados… Yo los arreglaba y me quedaba siempre a pasar la noche. Acariciaba su lomo desde el exterior, ponía mi oreja contra ellos y escuchaba todo lo que tenían que contarme. Han salvado tantas y tantas vidas…
Le miré. Sabía que los faros no estaban vivos, pero él hablaba con tanta realidad y fuerza de ellos que me hacía dudarlo…
Le observé fijamente; él también me miraba esperando mi veredicto. No deseaba darle la razón simplemente porque se estaba muriendo. Eso no era justo.
—Los faros no están vivos, Sr. Martín —sentencié.
No dijo nada. Siguió mirándome un largo rato.
—¿Qué es estar vivo? —me preguntó.
Odio cuando te hacen preguntas que sabes que son absurdas o que tienen trampa o que son incontestables. No contesté.
—Estar vivo es… dar vida —se respondió a sí mismo—. Dar vida a los que te rodean. Cualquier cosa que dé vida está viva, recuérdalo. Imagínate las vidas que han salvado esos faros, las vidas que han evitado que se hundan en la mar…
De repente sonrió. Creo que había recordado algo personal que ejemplificaría más ese «dar vida»…
—Con diecisiete años me enamoré de una maniquí…
Rió tan fuerte que las tres enfermeras de la UVI se volvieron.
—Era una maniquí preciosa. Cada día a las tres de la tarde pasaba por delante de aquella tienda y admiraba su porte, la elegancia con la que llevaba los vestidos, su forma de observar a los transeúntes y cómo dominaba todo el aparador con esa quietud.
»Me gustaba tanto que no pude conformarme con verla desde fuera. Cumplí los dieciocho y entré a trabajar como vendedor en la tienda.
»Y entonces pude cuidarla, defenderla de los compradores que siempre querían llevarse su ropa, pues creían que era la que mejor les sentaría.
»Puedo asegurarte que jamás le quitaron una prenda; no lo permití. Hubiera sido humillante para ella quedarse desnuda en mitad de su aparador.
Volvió a sonreír, pero esta vez noté algo de nostalgia en su rostro.
—¿Sabes, joven Dani?, cada noche después de cerrar la tienda, yo ponía una canción y la bailábamos juntos…
»Ése era nuestro instante, sólo nuestro. Ella estaba viva… Porque me daba vida… —Me miró fijamente—. ¿Quieres saber las leyes para ser feliz en este mundo?
Me quedé sorprendido, no me esperaba en absoluto esa pregunta justo después de hablar de faros a los que se le acarician los lomos y maniquíes que bailan con vendedores al anochecer.
Ahora era él quien apretaba mi mano con fuerza. Con mucha fuerza…
—¿Quieres, joven Dani? ¿Te atreves a escuchar un código que te producirá felicidad sin límites?
Antes de que pudiera decir que sí, la enfermera llegó y me comunicó que debía marcharme porque se había acabado la hora de visitas.
Protesté ligeramente. En aquel tiempo no era tan beligerante y, además, sabía que el Sr. Martín necesitaba descansar.
Mientras salía de aquella UVI con sus objetos preciados, temí que mi felicidad futura muriera con él… Que jamás me contara ese código y yo estuviera siempre perdido…
—Abróchese el cinturón.
Aquella azafata que se preocupaba tanto por mi seguridad me apartó del recuerdo del hombre que poseía mi felicidad eterna.
Seguridad versus felicidad. En mi mano conservaba el faro de plata redondeado en forma de monóculo.
Aquella vez, mis súplicas habían conseguido el objetivo deseado; o quizá simplemente aquel guardia de seguridad había sentido empatía por mi historia porque también conoció a un Sr. Martín en su vida.
Lo que no logré fue desprenderme de su olor; después de aquella victoria no podía pedirle otro favor. Su fragancia estaba ahora encima de mi cabeza y podía percibirla.
Pensé que no perderla era una señal de que no era todavía el momento…
Apreté con fuerza el faro como en su día había apretado la mano del Sr. Martín.
Decidí que era hora de trabajar. Debía ocuparme de un niño desaparecido. En menos de dos horas, su padre querría hacerme un montón de preguntas y para eso antes yo necesitaba tener unas cuantas respuestas.
De camino a la pista de despegue, activé el correo electrónico de mi móvil y entró rápidamente el dossier que el padre me había enviado.
Sonreí. La tecnología todavía me fascina.
—Debe apagar el móvil.
Los policías disfrazados de azafata también me fascinan.
Yo necesitaba ver el rostro del niño desaparecido antes de despegar; me ayudaría mucho, pero aquella mujer no se apartaba de mí.
Quería ver su cara porque sabía que conectaría más con él. Siempre empatizaba con los chavales desaparecidos en cuanto les veía el rostro… Y es que entonces recordaba el mío propio cuando me fugué, y todo aquello me aportaba fuerza para la búsqueda.
Volví a pensar en la frase de George sobre perderse de pequeño para evitar perderse de mayor. En estos instantes de mi vida no estaba muy de acuerdo con aquella sentencia. Yo me había perdido de pequeño y ahora estaba totalmente perdido de mayor.
Apagué el móvil.
La azafata se marchó feliz tras su pequeña gran victoria.
Estábamos a punto de despegar. Inconscientemente, me palpé el bolsillo interior de mi americana. Siempre lo hacía antes de comenzar un viaje en coche, barco o avión.
Sentí alivio al notar el pequeño saquito negro donde llevaba mis dos anillos.
Uno era el de mi padre. Se lo quité el día del entierro. Jamás me lo había puesto. Mi padre se llama Mikel, en el anillo tan sólo quedaba grabado «mi», el «kel» se había borrado con los años.
Ese «mi» significaba muchas cosas… Mi padre, mi destino, mi anillo, mi fuerza… Mi…
Aunque yo todavía no era digno de él… Cuando él llevaba puesto el «mi», ese anillo hasta brillaba porque poseía una fuerza increíble…
El otro anillo que llevaba era el que ella me había regalado el día que me quiso al máximo. Sé que es difícil de creer que yo sepa cuál fue el día exacto que me quiso hasta el nivel más alto.
Pero os juro que cuando se acaba una relación, puedes llegar a saber cuál fue ese día. Lo notas… lo presientes…
Supongo que cuando recorres el trayecto, ver los altos y los bajos es imposible, pero cuando la carrera acaba puedes percibirlos claramente.
Sé que os debo todavía explicar mi relación. Os lo prometí. Debo hablaros de ella, de cómo la conocí, de cómo me cautivó, de cuántos errores cometí, del porqué los hice y de cómo ellos habían acabado con todo lo que antes había sido amor. Todo lo que antes había sido amor…
George me dijo una vez que es imposible entender una relación si no has visto a una pareja discutir, amarse y dormir junta.
Discutir, amar y dormir…
El avión despegó y apreté con fuerza los dos anillos; me daban la seguridad de que nada malo pasaría… Y es que desprendían la fuerza de las personas que más he amado…
Lamenté no haber visto la foto del chaval desaparecido, deseaba volver a mis días como niño perdido.
Tras el despegue, decidí cerrar los ojos, obviar el viaje y recordar un poco más mis días junto a George…
Después de despegar, volví al instante en que el barco atracaba en Capri.
George cogió el saco de boxeo y se lo colocó en la espalda. Temí que su pierna ortopédica cediera ante el peso de aquel inmenso saco que yo había golpeado con tanta y tanta fuerza minutos antes.
—¿Temes que me caiga al suelo? —dijo mientras bajaba una pasarela intransitable aunque no llevaras nada a cuestas.
—Un poco —contesté apartándome ligeramente de él para que no me aplastara si tropezaba.
—Nunca me he caído. No sufras. Antes de enseñarme a caminar con la pierna, me enseñaron a caer.
—¿Antes a caer que a caminar? —indagué curioso.
—Sí, así perdí el miedo a las caídas. Y si pierdes el miedo a las caídas, caminas mejor y hasta puedes atreverte a correr.
»Todo en la vida debería ser así. Primero caerse y luego caminar.
Sonreí, me acerqué a él, quería que supiera que confiaba en sus andares.
—¿Qué edad tenía cuando la perdió? —pregunté.
—La misma que tú cuando decidiste escaparte.
No se volvió, pero noté su media sonrisa plagada de ironía.
Me enfureció.
—No me he escapado. Ya se lo dije —insistí.
—Entonces… ¿qué ha pasado?
—Me he ido —afirmé con seguridad.
No preguntó nada más. Continuamos caminando en silencio durante treinta minutos.
Sufrimos cuestas imposibles, giros muy cerrados, largas calles… Él jamás varió el paso, siempre constante, siempre al mismo ritmo.
Llegamos finalmente delante de una pequeña casa blanquecina.
La puerta estaba abierta. No metió llave alguna.
Entramos, bajó el saco por una escalera que conducía a una planta inferior. Yo me quedé esperando en la puerta.
Dudé si marcharme. Fue tan sólo un pensamiento que surgió de quedarme sin su influjo.