Read Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... Online
Authors: Albert Espinosa
Tags: #Drama, Fantástico
Justo entonces recordé el gran consejo que me había dado uno de mis maestros, un buen hombre que conocí cuando me iban a extirpar las amígdalas.
Sólo coincidí con él unos pocos días en aquel hospital de mi ciudad natal, pero marcó parte de mi vida. Hacía tiempo que no pensaba en él, creo que demasiado… Pero ese «no» me había transportado a él inmediatamente…
Supongo que debo hablaros de él, ya que sin conocer lo que viví a su lado hace treinta años es difícil comprender por qué soy como soy y por qué ella no quiere seguir estando conmigo.
Y es que me convertí en quien soy gracias y por culpa del Sr. Martín.
Sin embargo, antes de dejar que mi memoria vuelva al pasado, y escuchando como banda sonora de ese instante el extraño sonido que ella produce al llevarse todas las cosas de nuestra habitación, debo decir ese trío de frases godardnianas que una vez significaron para nosotros «Te amo»…
«No puedo vivir sin ti…
»Sí que puedes…
»Sí, pero no quiero».
Me las susurré a mí mismo suavemente, dulcemente…
Pero es difícil gozar con un «Te quiero» propio.
El día que conocí al Sr. Martín, yo ingresaba en el hospital con diez años, para perder las amígdalas, y él estaba a punto de desprenderse de un pulmón y medio.
Yo tenía tanto miedo cuando entré en aquella habitación que conseguí que se sintiera cómodo con el suyo propio.
—Pensaba que yo era la persona con más miedo del mundo, pero veo que tú triplicas el mío. Eso me tranquiliza —me dijo muy serio.
Era muy grande, medía casi dos metros y rozaba los 150 kilos.
Todo en él era inmenso, superaba los noventa años y su barba grisácea inundaba todo su rostro.
Me habría dado miedo si me lo hubiera encontrado en la calle, pero allí, con aquella bata que no le cubría ni el culo, me parecía totalmente inofensivo.
Mis padres habían ido a firmar mi ingreso; me alegré de que no los conociera. En aquella época aún sentía vergüenza de ellos.
Mi gran aliada contra aquel gigante era aquella enfermera que parecía no interesarse mucho por mí, pero que cumplía los cánones de estatura, peso y edad.
Pero mi escudo desapareció al poco de acomodarme en aquella enorme cama.
Así que me quedé solo junto a la persona más impresionante con la que he compartido respiración en mi vida. Nadie más me ha robado tanta ni he sentido tan cerca la suya propia.
Nos quedamos en silencio. Él no paraba de mirarme.
Fueron casi dos minutos iniciales de gran tensión. Él olía mi miedo, pero no parecía que fuera a atacarme. Finalmente rompió el instante…
—Me llamo Martín. ¿Y tú?
Me tendió la mano. Yo dudé si encajarla.
Mis padres me habían enseñado que jamás debía saludar a desconocidos. Aunque, teóricamente, Martín no era un desconocido completo, ya que dormiría junto a él durante las siguientes tres noches si nada se complicaba.
Era curioso, era un desconocido que debía convertirse rápidamente, por obligación, en alguien cercano.
—Dani…
Me salió casi como un susurro. Pero creo que me oyó.
Apreté con fuerza la mano que me tendía. Él sonrió y no apretó nada. Fue un bonito gesto sentir que tenía más fortaleza que él.
Estuve a punto de decirle algo, pero justo en ese instante apareció un celador para llevárselo al quirófano.
El camillero le habló fuerte. Manías que tiene la gente con las personas mayores. Creen que les facilitan la vida subiéndoles el tono o bajándoles el ritmo vital.
—Sr. Martín, es hora de ir al quirófano. ¿Dónde está su acompañante?
El Sr. Martín le indicó con la mano que bajara el tono. Fue divertida la forma como lo hizo.
—No tengo acompañante —replicó seguidamente, sin ningún tipo de vergüenza.
—¿No tiene a nadie que le espere fuera mientras le están operando? —repitió aquel chaval veinteañero con un tono que rozaba la grosería.
—Tengo muchos que me esperan fuera si la cosa va mal, pero nadie si la cosa va bien.
Ahora el celador era quien sentía vergüenza.
—Lo siento —musitó.
—Yo no. Mi tiempo ya no es éste. Es normal entonces que ya no tenga a mi gente conmigo, ¿no?
Un nuevo silencio nos absorbió a los tres.
Yo nunca había imaginado que alguien no tuviese a nadie sufriendo tras una puerta de quirófano. Nadie a quien el médico pudiera salir a tranquilizar por la tardanza o por los problemas derivados de alguna complicación.
—¿Qué le van a hacer? —pregunté poniendo el mejor tono de adulto que supe imitar.
Él se volvió y clavó de nuevo su mirada en mí.
—Me van a dejar medio pulmón dentro. Lo justo para poder respirar y soltar un poco de aire. Aunque tampoco necesito mucho más a mi edad. Me han dicho que se puede vivir hasta con un cuartito de pulmón. Así que me sobra…
Me quedé tocado. Yo perdía unas amígdalas y vendrían para estar conmigo mis padres, los dos abuelos que me quedaban y mi hermano. Él perdía parte de su respiración y no tenía a nadie a su lado…
Creo que en aquel instante descubrí que el mundo era injusto. A partir de ahí he sido testigo de tantas injusticias que he dejado de contarlas y he convivido con ellas sin inmutarme.
—Yo le esperaré fuera —solté casi sin darme cuenta de lo que decía.
Él sonrió por primera vez. En su sonrisa había mucha felicidad.
Se acercó a mí y me abrazó. Y con el abrazo me llegó todo el miedo que sentía ante aquella operación que le privaría de aspirar tanto aire como desease.
—Gracias —me susurró—. Hace más ilusión salir de ahí dentro si sabes que alguien te va a esperar aquí fuera. Me dará la sensación de que actúo para alguien y eso es importante… ¿Sabías que en teatro sólo actúan si hay como mínimo tantos espectadores como actores interpretando?
Negué con la cabeza.
—Ahora ya puedo actuar, porque tengo un espectador observándome. Lo haré bien por ti.
El abrazo cesó y dejó de susurrarme cosas.
El celador se lo llevó y cuando me quedé solo fue cuando comprendí la gran responsabilidad que había aceptado.
Él estaría cerca de ocho horas en aquel quirófano y yo estaba decidido a comportarme como su fiel acompañante.
Un chico de diez responsable de un hombre de noventa.
Me pareció algo normal en aquel tiempo… En este momento, lo encuentro extraño.
Aunque ahora todo era diferente, sin ella, sin nuestro código de amor, me había quedado un poco huérfano.
Sé que queréis saber si el Sr. Martín volvió del quirófano con su medio pulmón, pero yo debo seguir contándoos el viaje que hice hasta encontrar a aquella señora que creía que a algunas canciones de amor les faltaba un verso para ser completas.
Es por ello por lo que debemos regresar a la llamada y al nuevo trabajo que me querían encargar…
Mientras ella recogía sus cosas de la habitación, yo estaba en el salón hablando por teléfono. La situación era surrealista.
El sonido que ella producía al introducir sus pertenencias en la maleta me superaba. Sabía que aceptaría aquel caso fuera el que fuese. No deseaba quedarme solo en aquella sala donde acabábamos de discutir ni mucho menos en una casa vacía sin ella.
Sé que podía haber ido tras ella. Aún no se había marchado, pero teníamos tantos problemas, arrastrábamos tanto pasado que era imposible que se solucionase como en una de esas películas de cine.
No hubiera servido de nada aparecer en la puerta de la habitación, mirarla, apartarla de la maleta, darle uno de esos besos increíbles y decirle que no se marchara.
No serviría de nada y yo lo sabía. Ella necesitaba que le dijese otras cosas que yo no podía decir en aquel momento.
Y es que hay veces que una pareja arrastra tanto que ni el amor es suficiente… Ni el amor es suficiente.
En el papel que acababa de coger para apuntar los datos del trabajo escribí: «Ni el amor es suficiente».
Me fascina cuando el cerebro ordena inconscientemente a la mano y repite los pensamientos que el corazón expresa, pero que no han sido dichos en voz alta.
El pensamiento a veces es tan intenso que potencia lo que seguramente sólo es una simple idea y te demuestra lo insertada que está en tu mente.
Continué apuntando los datos del trabajo.
Como siempre, la voz que me encargaba el trabajo intentaba parecer tranquila, pero denotaba un pánico atroz.
Casi superaba quince o dieciséis veces el miedo de un niño a punto de perder las amígdalas. Y es que siempre tomé aquel pavor inicial como la medida básica del miedo puro.
—¿Qué edad tiene el niño? —solicité.
Si tenía menos de once años no aceptaba jamás el caso. Era muy estricto con esa norma. Ojalá con otras cosas de mi vida lo tuviese tan claro como en mi trabajo.
—Está a punto de cumplir los diez —contestó el hombre del teléfono. Su voz tembló ligeramente.
Aquello ya imposibilitaba que cogiese aquel caso, pero seguí preguntando. Supongo que para no colgar y enfrentarme con ella. Necesitaba tiempo para decidir qué hacer, al menos un poco más…
—¿Cuánto hace que ha desaparecido?
Si el tiempo era inferior a los tres días o superior a dos años tampoco lo aceptaría. Era como un código. Con el tiempo he descubierto que los códigos tienen sentido en lo laboral, en lo personal jamás.
—Dos días justos.
Dos de dos. Aquél no era un caso para mí. Tenía que ser realista y dejárselo claro a aquel hombre antes de que se ilusionase con la idea de que podría ayudarle.
—Llame a la policía —dije intentando sonar todo lo seco que pude—. Le podrán ayudar mejor que yo.
Se creó un silencio intenso.
No le escuchaba ni respirar. Perder a un niño de diez años durante dos días es algo que rompe toda tu vida y te hace sentir un vacío muy intenso. Es por ello que pones las esperanzas en cualquiera que crees que pueda devolvértelo.
Y no estoy haciéndome el listo, lo sé de primera mano. Llevo años dedicándome a investigar desapariciones de niños y adolescentes.
Al principio no había códigos y buscaba hasta a niños desaparecidos menores de diez años, pero lo que acabé encontrando hizo mella en mí.
No sé qué día decidí especializarme en los niños mayores de diez y en los adolescentes. Creo que surgió para evitarme dolores insoportables y por descarte… Como casi todo en esta vida.
Siempre quise ser policía, investigar cosas… Pero sobre todo buscar a gente que se hubiera marchado de su hogar sin una explicación aparente.
Creo que me decanté por los adolescentes y los niños porque es la época de la vida en la que fui más feliz y la única que todavía comprendo. Por esa razón conecto con la gente que todavía no es adulta.
Teóricamente, la niñez y la adolescencia duran hasta los dieciocho años. Aunque yo creo que eso no es cierto; hay mucha gente que vivimos una niñez y una adolescencia perpetua, aunque a muchos eso les fastidie.
Creo que lo mejor, para que entendáis esa fijación por las pérdidas, por los niños, por los adolescentes y por mi trabajo en general, será hablaros de mi propia niñez-adolescencia. Quizá es la mejor manera para que me conozcáis.
Escuché el sonido de la puerta cerrándose.
Ella se había marchado.
La soledad de la casa me impactó de golpe y se mezcló con el silencio del hombre que aún permanecía expectante en el teléfono.
Dos silencios diferentes con dos tonalidades bien distintas. Aunque en ambos había cosas en común… Mucho gris y mucho dolor.
Me acerqué a la habitación.
Su parte del armario estaba totalmente vacía. Fue un golpe tremendo. Nunca imaginé que unos cajones vacíos pudieran contener todavía tanto de lo que estaban llenos ni tampoco que nadie pudiera ser capaz de guardar tan rápidamente una vida en una maleta.
El padre del teléfono comenzó a suplicar.
Yo no podía quitar la vista de aquellos seis cajones medio abiertos a distintas alturas. Parecía que formaban una escalera de desolación…
Fui hasta su mesita de noche.
Abrí los dos cajones que siempre estaban llenos a rebosar de numerosos objetos. Podría parecer que ninguno de esos cachivaches que ahí residían era importante, pero yo siempre le decía que todo lo que acababa en una mesita había superado el día, te había acompañado hasta la cama, hasta tu sueño, hasta tu noche y que por ello era muy valioso.
Lo primero que yo miraba cuando entraba en el cuarto de un niño era su mesita; allí tenía los objetos más importantes de su vida y de su pequeño mundo.