Read Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... Online
Authors: Albert Espinosa
Tags: #Drama, Fantástico
Salí rápidamente de casa, pero no cerré con llave. No me importaba que entrasen a robar; no quedaba nada de valor en aquel hogar.
Cogí un taxi al vuelo. De esos que parecen que saben que vas a salir de casa, pues fue increíble la sincronía entre mi aparición por la calle y su giro en el cruce.
Y allí, dentro del taxi, en silencio, esperé.
Tan sólo deseaba que pasaran los minutos hasta llegar al aeropuerto. No necesitaba ni conversación ni música.
Tan sólo que el tiempo pasase.
Hacía muchos años que no necesitaba vivir el momento. Pero ahora me era imprescindible porque el momento no me aportaba nada de valor. En cambio, el futuro, el paso del tiempo, tenía la clave de todo y me devolvería mi propio yo sin dolor.
Creo que la última vez que no necesité vivir el momento fue cuando esperé a que el Sr. Martín regresase del quirófano. Solo deseaba que pasaran las horas y él volviera operado. Y es que, como os comenté, yo era su acompañante y me lo había tomado muy en serio.
El taxista rompió mi momento y puso la radio.
Sonó un ballenato. Siempre he pensado que esa música es demasiado triste. Son peores que los boleros: hablan de amores perdidos, imposibles, sin ningún futuro y los cantantes se regodean en esa pérdida como si fuera algo bello.
Odio los ballenatos. Aquél se llamaba «Me ilusioné» y su letra iba poco a poco rasgando mi propio ser. Quería pedirle al taxista que quitase la canción pero aquello me obligaría a comunicarme con él, justamente lo que no deseaba en ese instante. No quería por nada del mundo interaccionar con otro ser humano más que lo justo y necesario…
Así que decidí huir con mi mente hasta aquel hospital donde de pequeño esperé a que un desconocido volviese con medio pulmón…
El Sr. Martín entró en el quirófano a las once de la mañana. A la una vino una enfermera para comentarme que todo iba bien. Me sentí tranquilo. Tan sólo faltaban seis horas más de vigilia.
Mis padres habían ido a comer algo, así que estaba solo en aquella habitación; el lado del cuarto del Sr. Martín me seducía y me llamaba poderosamente.
Quería saber quién era aquel hombre gigantesco por el que esperaba con anhelo. Creo que fue la primera vez en mi vida que investigué.
En esa ocasión no era el cuarto de un niño ni de un adolescente lo que allanaba, pero la adrenalina de rebuscar entre los objetos de otra persona fue igual de intensa. Eso nunca cambia, ese placer siempre se te mete en el cuerpo porque es muy potente encontrar objetos que desconoces.
Además, creo que estaba en mi derecho. Estaba esperando por él, así que, como mínimo, debía conocerlo.
Abrí el cajón de su mesita. Ya sabéis lo que opino de esos cajones…
Había allí un montón de cartas, una pequeña libreta y numerosas fotografías polaroid. Para mí, todo aquello era como de otra época.
Observé las fotos. En ellas había retratados numerosos faros.
Faros de distintas medidas y tamaños. Pero, a diferencia de lo que podáis estar pensando, no estaban tomadas desde tierra, ni tan siquiera salía él en ellas.
Estaban tomadas desde un barco o desde la mar. Siempre se veía parte de un mástil o una proa o una popa y, de fondo, el inmenso faro. Además, casi todas las instantáneas eran nocturnas y el faro estaba captado en movimiento.
En ninguna había rastro de personas…
Faros y trozos de barcos… Barcos y trozos de faros. Había casi quinientas; las observé todas detenidamente… Tenía tiempo de sobra.
Vi que detrás de cada una de ellas había una fecha y una palabra. Eran adjetivos que no parecía que hicieran referencia ni a las características del faro ni al lugar ni a la hora que habían sido tomadas… Yo estaba casi seguro de que hablaban de él, del Sr. Martín.
Se titulaban: «triste», «enamorado», «añorado», «infiel», «alejado», «solo» y una que me impactó enormemente «afortunado»… Ese adjetivo aparecía en casi diez o doce fotos. Creo recordar que fue la primera vez que vi escrita esa palabra en un papel. En mi mundo la gente no era afortunada, y mucho menos se le ocurriría escribirlo en tinta para que quedase constancia para siempre.
Cuatro horas más tarde volvió la enfermera y me dijo que ya le habían quitado un pulmón y todo iba bien. La enfermera me soltó: «Tu amigo es un hombre afortunado».
Yo sonreí. Ya lo sabía. Lo estaba descubriendo en sus pertenencias… Me daba cuenta de que era un luchador implacable, lo notaba en su letra.
Mi padre siempre me había aconsejado que tuviera buena letra, porque es la forma que tienes de demostrar a los demás que eres de fiar.
Creo que poseo una letra de fiar, de la que mi padre estaría muy orgulloso. No sé si lo estaría tanto si supiera que me gano la vida revolviendo objetos de desconocidos. Pero eso tampoco lo sabré nunca…
También encontré numerosas cartas en su mesita. Dentro de cada una había una sucesión de números. Números que carecían de sentido. El 12, el 36, el 9, el 7, el 2… Iban cambiando sin ton ni son.
En cada una de esas cartas había cientos de hojas con números y, finalmente, en la última cuartilla había dos números en grande. Cada sobre llevaba el nombre de una ciudad.
Parecía una clave, pero en aquel instante no llegué a descubrirla. Quizá el Sr. Martín era un espía. Me quedé mirando esos dos números finales que estaban en tinta roja y con una letra grande de fiar.
Me fascinaba cada vez más aquel hombre misterioso y no deseaba perderlo sin haberlo conocido.
El hecho de tener ese pensamiento hacia él hizo que se me pusieran todos los pelos de punta.
En mí no era nada extraño, y para que comprendáis por qué lo digo os he de contar algo… Siempre que lo deseo puedo poner mis pelos de punta… Mi madre también podía hacerlo.
De pequeño, siempre que le comentaba a mi madre algo importante o le entregaba algún trabajo que había realizado en el colegio, ella me decía que se le habían puesto todos los pelos de punta.
Yo me lo creía, y me emocionaba de tener una madre tan sensible.
Hasta que un día mi hermano mayor me contó que aquello era una habilidad de mi madre que nosotros también poseíamos.
No le creí; aquella afirmación era insultante. Recuerdo que quise pegarle y, aunque éramos de la misma altura, yo acabé de morros contra el suelo y él encima de mí, zurrándome…
¿Sabéis?, quizá ya es hora de que os cuente algo que no os he explicado pero que es esencial para entenderme a mí, a mi familia y mis huidas.
Supongo que es lo primero que debería haberos contado sobre mí…
Mi hermano era enano. Al igual que mis padres. Al igual que yo…
Sí, enano… «De estatura baja» como se dice de manera políticamente correcta… Sí, justo lo que pensáis.
Con diez años la diferencia entre un niño y un enano todavía es insignificante, no es nada evidente, aunque yo creo que el Sr. Martín supo que yo lo era tan sólo verme…
Con trece se comenzó a notar la diferencia, lo suficiente para convertirme en el hazmerreír del colegio… Todo cambió y mi vida comenzó a volverse insoportable a la hora del patio. «Payasete enano…», hablaba de ese color rojizo de mi mejilla, pero sobre todo de mi poca estatura…
Mis padres siempre llevaron bien su estatura baja. Al fin y al cabo eso les unió. El amor les agrandó. Mi hermano lo superó convirtiéndose en un hijo de puta. La mala leche fue el salvoconducto para llevar con orgullo su estatura.
Y yo, con trece años, aún esperaba crecer. Lo deseaba. Los chavales de mi edad sólo me llevaban cinco centímetros, quizá tan sólo era un chico bajo para su edad pero que un día pegaría un estirón.
Recuerdo que un día le prometí a mi madre que yo crecería. Ella, como siempre, se emocionó y me mostró todos sus pelos de punta. Todavía ahora espero que no fuera fingido aquel sentimiento, necesito creerlo. Esa emoción materna fue mi motor durante años… Crecer, crecer por mi madre.
Ella me enseñó que ser enano no era nada vergonzoso ni triste, pero también soñó siempre que yo crecería. No era incompatible. Ella me contaba que, desde el primer instante que me tuvo dentro, notó que yo pesaba demasiado, que era un gigantón. Lo explicaba con dulzura, con orgullo…
Siempre decía que una madre enana puede desear tener un gigantón sin ruborizarse por lo que pueden llegar a pensar sus congéneres. Al igual que una madre gigantona puede desear tener un niño enano por otros motivos.
Me gustaba cómo llamaba a los otros: gigantones.
Cuando nos quedábamos solos, ella siempre me llamaba «mi pequeño gigantón». Y eso siempre le jodió mucho a mi hermano.
Y ahí estaba, con la cabeza contra el suelo y sujetada por las manos pequeñas de mi hermano mayor. Fue ahí donde me demostró que él también conseguía cuando quería que se le pusieran los pelos de los brazos de punta; lo hizo en pocos segundos.
—¿Ves cómo me emociona este instante en el que te estoy pegando, pequeño gigantón? —me dijo mientras hacía chocar mi cabeza contra una baldosa.
Seguidamente se puso a reír.
Yo estaba entre enfadado y triste. Mi madre me había tomado el pelo durante años.
Decidí probar si yo también podía hacer aquello, ver si también tenía ese don.
En pocos segundos me fascinó ver que todos los pelos de mi cuerpo se erizaban. Era increíble… también poseía ese superpoder. Desconocía para qué me serviría en el futuro, pero estaba seguro de que a la larga le sacaría mucho provecho.
Demostrar emociones que no sientes es algo muy rentable en este mundo. Aunque en aquel instante no le di ningún valor.
Cuando mi hermano me soltó fui a ver rápidamente a mi madre.
En aquella época mi madre y yo éramos enanos igual de altos. Así que hablábamos de tú a tú, a la misma altura. Eso es muy extraño entre una madre y un hijo. No sé por qué, pero tu madre debe ser más alta para sentirte seguro.
Le dije de todo.
Me sentía defraudado ante su emoción falsa en forma de pelos de punta. Ella no me replicó en ningún momento, pero cuando acabé de gritarle rompió a llorar.
Fue la primera vez que la vi llorar y yo era el culpable de sus llantos.
Hubo un instante en que dudé de si sus lágrimas eran verdaderas o eran otro superpoder que yo desconocía. Aunque enseguida me di cuenta de que su emoción me traspasaba de tal manera que dejé de pensarlo.
—Dani —me dijo entre sollozos—, que tenga un don no significa que lo utilice contigo. Jamás lo he hecho. A mí me emociona todo lo que tú haces, simplemente porque es parte de ti. Y tú eres lo más valioso de mi vida, pequeño gigantón.
Casi no la escuché. Sus palabras produjeron en mí el efecto contrario. Dejé de creer que crecería y decidí marcharme por primera vez de casa.
Dos días después de aquella discusión la perdí. Dos días después de haberla hecho llorar, ella y mi padre murieron dentro de aquel maldito coche. En aquel estúpido accidente. Aún recuerdo a aquel policía y su voz impostada intentando mostrar dolor, aunque enseguida me di cuenta de que tan sólo representaba un papel. Teatro del bueno para consolar a un huérfano más.
Desde ese día odio los coches, odio a la gente que bebe y conduce. Odio a los que no respetan el límite de velocidad, los que dicen que controlan… Y no controlan nada; al contrario, a veces hasta descontrolan otra familia con sus actos.
Más de una vez en mi vida he tenido trifulcas con la gente que no quiere respetar las normas de conducción. Creen que son mejores, pero para mí son unos mierdas.
Que alguien no deseara seguir esas normas fue la razón por la que me arrebataron a mis padres. No puedo permitir que nadie más presuma de eso.
Lo más terrible fue el entierro, aquellos dos ataúdes pequeños…
Recuerdo que la gente de las salas contiguas del tanatorio pensaban que enterrábamos a dos niños. Hablaban de lo terrible que debía de ser para un padre perder a dos hijos. Aquello me reventó.
Fui a uno de esos listillos y le dije: «Esos niños son mis padres, y nadie ha llegado nunca a su altura».
Sé que estoy descontrolado cuando hablo de esto pero, aunque han pasado los años, me escuece igual. Siempre he creído que esto será una cicatriz en carne viva en mi vida. Nadie puede curarla, nadie…
Pero volvamos al hospital; ésa es la historia que deseaba contaros ahora.
Regresemos a aquella habitación que jamás compartí junto al Sr. Martín.
Recuerdo que os estaba contando cómo registraba sus efectos personales.
Lo último que encontré en aquella mesita fue un pequeño objeto circular con un vidrio en medio. Parecía un monóculo, pero el cristal era negro y tenía en el lateral un asidero con forma de faro metálico. Era como un faro de plata pegado a ese monóculo; era extraño, pero se habían insertado ambos objetos con tanto amor que te daba la sensación de que nunca habían estado separados.
Aquello parecía tener un poder mágico.
Me lo coloqué sobre el ojo izquierdo, esperando sentir algo extraordinario. Pero no noté nada, tan sólo la habitación se oscureció un poco… Y justo durante aquel instante de eclipse apareció la enfermera.
Su rostro denotaba tristeza. Daba la sensación de que traía una mala noticia. O quizá todo era consecuencia de la oscuridad que proporcionaba aquel curioso aparato.
—Dani, se ha complicado la operación. El Sr. Martín está en la UVI y quiere verte.
No reaccioné. Ni tan siquiera me quité aquel extraño anteojo, no podía. Todo estaba negro a mi alrededor y parecía que el mundo se había paralizado. No deseaba volver a la normalidad, no deseaba ejercer de acompañante.