Read Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... Online
Authors: Albert Espinosa
Tags: #Drama, Fantástico
Pero no lo hice, sabía que todavía debía aprender mucho de él. Además, no puedo negaros que no deseaba estar solo.
Volvió a los pocos segundos, caminaba igual de rápido que cuando portaba el saco.
Nos dirigimos hacia el centro de la casa. O lo que a mí me pareció su centro de gravedad. Toda la vivienda estaba muy oscura.
Él abrió las ventanas principales de la casa y apareció un increíble balcón de la nada. Me había confundido; ése era el verdadero centro.
Salí a la impresionante terraza y me fascinaron aquellas excelentes vistas que abarcaban casi toda la costa de Capri.
No me había percatado que al subir tantas cuestas nos habíamos situado en una elevación privilegiada.
A veces, en la vida pasa lo mismo: la dificultad de la pendiente te hace olvidar que no paras de progresar y subir.
Miré esa postal de Capri y en ese mismo instante me di cuenta de que era muy afortunado.
De repente vi que un lado de la costa estaba coronado por un faro cuya intensidad me tocaba a pesar de su lejanía.
Además, no era un faro cualquiera, era uno que yo conocía muy bien… Aquel faro mágico era la razón por la que yo había decidido escaparme a esa isla.
Busqué en mi bolsillo y saqué el faro de plata coronado por un monóculo. Lo miré a escondidas; no deseaba que George supiera nada de eso. Luego miré el modelo a tamaño real.
Eran iguales; uno en pequeño y hecho de plata, y el otro gigantesco y que me parecía de oro. El gigantón estaba delante y el enano en mi mano.
El Sr. Martín me dijo que ese faro de Capri era su hijo favorito. Es por ello por lo que lo inmortalizó en metal.
Cuánto necesitaba recordar al Sr. Martín, sus enseñanzas, su mundo…
Miré a George y supe que necesitaba que ambos se unieran en aquel instante tan placentero para mí. Y es que en ese momento yo estaba justo donde deseaba estar.
—¿Tiene una cámara de fotos? —le pregunté.
Asintió y fue a buscarla a un cajón de una mesita de la sala principal. Siempre las mesitas y los objetos que contienen.
La trajo y vi que era una cámara tradicional de película fotográfica.
—Me encanta el placer de revelar. —Parecía que se justificaba, pero creo que presumía de ello—. La no inmediatez…
—¿Las revela usted?
—Sí, si quieres luego te enseño. —Me pasó la cámara—. Tómate tu tiempo en hacer la foto, sólo quedan dos disparos en este carrete. ¿Quieres retratar la bahía?
—No.
Cogí la cámara y le enfoqué. Él bajó ligeramente la mirada.
De fondo estaba el faro desenfocado. Orgulloso. Noté cómo el faro se cuadraba ante el objetivo.
Probé de enfocarlos juntos. Era difícil.
Al final, con tiempo, como él me aconsejó, conseguí medio enfoque de ambos. Yo también estaba orgulloso.
Sabía que una vez tuviera la foto en mis manos escribiría detrás de ella «afortunado» u «orgulloso». Ambos adjetivos eran idóneos. Aunque yo ya sabía cuál era el real, el que el Sr. Martín le puso.
George cogió la cámara una vez hecha la foto y me hizo una a mí también con el faro de fondo.
Siempre sabía lo que estaba pasando, lo que yo pensaba.
Fue tan rápido su disparo que no pude ni sonreír ni poner ningún tipo de mueca.
Justo después de hacer la foto, el carrete comenzó a girar a toda velocidad. Parecía que aquella película chillara de felicidad por poder volver finalmente a casa.
Al oír ese sonido me di cuenta de que hacía ya mucho tiempo que lo había olvidado…
—Hemos de llamar a tus padres —dijo rompiendo el sonido y el instante—. Estarán preocupados.
—No tengo padres —repliqué secamente.
Noté en su mirada una leve tristeza.
—Pues a la familia que te cuida… y te quiere.
Me gustó la pausa que hizo entre «te cuida» y «te quiere». Seguro que significaba algo en su mundo.
—Tampoco la hay —contesté.
No mentía.
Hacía años que mi hermano no me quería ni me cuidaba. Si hubiese dicho la «familia que te aguanta y te soporta», entonces hubiera tenido que decirle la verdad.
El sol comenzaba a huir como siempre a esas horas.
Él me miraba intensamente.
—¿Has visto
Horizontes de grandeza
? —me preguntó cambiando de tema.
—¿Es una película? —indagué.
Sonrió y acabó riendo.
—Es la película.
Se acercó a mí y por primera vez me tocó.
Depositó su mano ligeramente en mi hombro.
—Te gustará. Habla de alguien que lucha contra todo. Y también va de la inmensidad del mundo y de nuestra pequeñez. ¿Te apetece verla?
Dudé. Él insistió.
—Podemos mirarla mientras cenamos algo y luego revelamos el carrete.
Yo continuaba dudando. Él seguía intentando convencerme.
—En este carrete hay fotos hechas hace casi siete años. Tengo muchas ganas de contemplarlas, he esperado mucho tiempo… Pero deseo disfrutar antes con algo majestuoso. Si algo es mítico, se debe potenciar…
Le miré.
—¿Siete años llevan las fotos en ese carrete?
—Sí.
—¿Y por qué no las reveló antes? Se habrán estropeado.
—Puede… Pero no tenía nada más que fotografiar. Dejar esas dos fotos en negro no me hubiera parecido bien. Es un carrete de veinticuatro instantáneas, merece sentirse totalmente útil… —Hizo una pausa—. Además, se me hacía difícil ver esas fotos, pues perdí hace años a la persona que aparece en ellas.
El silencio se hizo tan profundo que no fui capaz de romperlo.
Él observaba la costa y yo le miraba a él. Justo al revés que en aquel barco de Capri, cuando yo miraba el saco y él me observaba a mí.
Así transcurrieron unos buenos diez minutos.
Finalmente decidí salir en su rescate.
—¿Es tan buena esa película como dice?
Le rescaté.
—Es la mejor. —Volvió a recuperar su felicidad—. Te propongo algo: quédate aquí tres días, te enseñaré a ser fuerte con el deporte, veremos cada noche un clásico de vida y revelaremos lentamente las fotos… Ocho antes de cada amanecer.
—¿Y luego?… —pregunté—. Tras los tres días…
Me imaginaba la respuesta, pero quería escucharla de sus labios.
—Luego deberás volver. Pero lo importante es que durante tres noches pararemos el mundo.
—¿Pararemos el mundo?
Asintió.
Me tocó por segunda vez el hombro y en esa ocasión, además, me acarició el cabello con suavidad.
—¿Nunca has parado el mundo?
—¿Qué es parar el mundo?
—Parar el mundo es decidir conscientemente que vas a salir de él para mejorarte y mejorarlo. Para poder moverte y moverlo mejor.
»En ese tiempo debes intentar que nadie ni nada te cree problemas.
»Alimentarte de buena literatura, de buen cine y, sobre todo, de la conversación de una única persona que te inspire en este mundo. ¿Y sabes qué…?
—¿Qué? —dije emocionado y fascinado.
—Luego el mundo te premia. El universo conspira a favor de los que lo mueven. Y ésos son los que lo paran. ¿Tú quieres mover el mundo o que te mueva?
—Moverlo —dije con seguridad—. ¡Moverlo!
Él se unió a mí y comenzó a gritar conmigo: «Moverlo, moverlo».
Y todo lo que lo moveríamos… Parándolo…
En aquel avión rumbo a Nápoles me di cuenta de que no había vuelto a parar el mundo desde la última vez que lo hice junto a él.
No sé por qué di tan poco valor a sus enseñanzas, cómo pude olvidarlas.
La verdad es que creé y aprendí tanto cuando paré el mundo…
Aunque quizá dejé de parar mundos porque no encontré a otra persona con quien hacerlo.
George me advirtió que se necesitaban dos personas para parar el mundo. Que uno solo jamás tiene fuerza suficiente para detenerlo.
El avión aterrizó demostrando que mi mundo en aquel instante no dejaba de girar.
Tan sólo aterrizar, encendí el móvil y miré el rostro del chico desaparecido. Tenía casi diez años y en su cara se reflejaba una vitalidad y una felicidad extraordinarias.
Los padres siempre envían las mejores fotos de sus hijos, aquellas en las que están más lindos, más saludables, aunque yo siempre necesito la otra, en la que están tristes, enfadados o un poco disgustados.
La cara de un niño cambia tanto con las emociones, que si no tienes la foto correcta puedes acabar encontrando al chico erróneo.
Había desaparecido hacía dos días. En realidad lo habían secuestrado si hacíamos caso a la documentación que me había adjuntado el padre.
Había añadido también en el mail la carta que les había enviado el presunto secuestrador.
No la leí, nunca lo hacía; antes deseaba conocer a los padres, visitar su colegio, ver la habitación del chico… Antes de llegar al final de la película debía sentirla desde el inicio.
He de entender primero al hijo, luego al padre y, finalmente, al posible secuestrador.
Por el momento, la policía no estaba avisada. Los padres casi siempre respetan las condiciones de la persona que tiene retenido a su hijo.
Pero cuando pasaran setenta y dos horas, sucumbirían y les llamarían. Ése es el máximo tiempo que puedes estar sin tu hijo sin clamarlo a los cuatro vientos.
Según lo que relataba el padre, el chico salió del colegio a las cinco y no llegó jamás a casa. Nadie lo vio entrar en ningún coche sospechoso. No había ninguna pista más…
La historia comenzaba como tantas: un niño que se esfuma de la faz de la tierra sin dejar rastro. Siempre empiezan así…
Aunque yo también siempre he creído que eso no es del todo cierto. Un niño no desaparece porque sí. O se va o se lo llevan. No hay más. Y si se va es porque su vida está siendo muy puta.
Lo peor de mi trabajo es cuando averiguo que al niño realmente se lo han llevado y que es casi imposible encontrarlo. De vez en cuando pasa, yo no soy infalible…
A veces hay gente en este mundo que se lleva a niños, se los queda y los exprime sin sentido.
Odio tanto a esas personas… Cuando me encuentro con una de ellas sería capaz de matarla. Siempre debo retenerme, aunque sé que alguna vez no podré y cometeré una locura.
Mi odio hacia alguien que le quita a un niño parte de su infancia es grandioso. A mi entender, ése es uno de los mayores crímenes que existen, ese robo de la inocencia…
Fuera del aeropuerto me esperaba el padre del niño.
Supe que era él sólo con verlo; no hacía falta que llevase un cartel o una ropa especial. Sus ojos eran su seña de identidad… Irradiaban cansancio, se notaba que llevaba sin dormir el mismo tiempo que su hijo andaba desaparecido.
Me dio la mano y un cheque a la vez. La mano estaba llena de esperanza; el cheque, en blanco.
—Ponga la cantidad que quiera. Es suyo si encuentra a mi hijo —fue lo primero que me dijo.
Acepté la mano y rechacé el cheque. No necesitaba incentivos.
Mi motor siempre era el mismo, encontrar al niño. Cobraba lo que consideraba justo; y nunca era un precio abusivo.
Aprovecharme de esa situación no me haría mejor que su posible captor.
Intenté ser todo lo frío que pude. Es importante la frialdad en mi trabajo. Esperanzas las justas; es lo que he aprendido con el tiempo.
Entramos en el coche. Era un vehículo muy caro.
Al arrancar acaricié con suavidad la bolsita con los anillos. Seguidamente observé al padre. Le costaba conducir; creo que hacía tiempo que no lo hacía. Debía de tener chófer, pero ese día no había querido traerlo. Seguramente no había hablado de la desaparición ni a sus más próximos.
Volví a centrarme en sus ojos que estaban muy hinchados por la falta de sueño y el abuso de las lágrimas. Ésa es la mezcla más poderosa que existe para agrandarlos.
—Haré todo lo posible —aseguré.
Me sorprendí diciendo esa frase en voz alta. No sé por qué la solté, supongo que estaba tocado por mi propia ruptura o quizá aquellos ojos me recordaban demasiado a los míos propios cuando con diez años perdí al Sr. Martín.
Y es que lloré tanto por él… La enfermera, al día siguiente, me dijo que había empeorado y le quedaban pocos días.
Saber que el Sr. Martín se moría lentamente en la UVI y que yo era la única persona en el mundo que me preocupaba por él me tenía totalmente angustiado.
Y lo peor es que no me dejaban verlo, pues yo también tenía que operarme y él no podía recibir visitas.
Lloré tanto en aquella habitación vacía que jamás llegamos a compartir…
Tenía mucho miedo de que se muriera. Miedo por perderlo y también porque jamás llegase a contarme cómo se consigue la felicidad.
Perder a alguien sin haber llegado a conocerlo te produce una impotencia tremenda.
Recuerdo que cada vez que se abría la puerta de mi habitación esperaba que fuera la enfermera en mi busca.
Pero nadie venía… Durante aquellos días sin poder verle me extirparon las amígdalas, me recuperé y revisé todos los objetos del Sr. Martín…
Casi me sabía todas sus fotos de faros de memoria; era como si fueran cromos de una colección juvenil de éxito. Hasta tenía mis favoritos y los había ordenado por países.
Finalmente, después de dos días sin noticias, cuando ya había perdido la esperanza y estaba a punto de volver a casa… llegó la enfermera…
Decidí trasladarme nuevamente a ese instante de mi niñez. Necesitaba evadirme de la tristeza de aquel padre hasta que llegáramos a su casa y pudiera ver la habitación del niño.