Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... (11 page)

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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

—¿Mi yo virara? —repetí.

—El Sr. Martín fue una perla de tu vida. —Me lo ejemplificó y yo se lo agradecí—. Fue una joya que el mundo te dio y, aunque han pasado los años, aún la conservas… Eso confirma qué gran perla fue, pues el tiempo no le ha quitado nada de su brillo ni de su intensidad.

Miré detenidamente aquel mural.

No podría deciros qué predominaba. Las perlas eran de todos los colores, sexos y edades. Me gustaba contemplarlas…

No sé si estuve diez o doce minutos en silencio absoluto admirando aquel collar… Aquel collar de perlas…

Había algo en esos rostros, en esas miradas, que desprendía energía. Sonreí.

—Hay energía en ellos, ¿verdad?

Él también sonrió.

—Mucha. Tres de ellos son más que perlas… Son esas energías especiales de las que te hablé en el barco, esas que has de encontrar… Almas que se funden con la tuya propia.

—¿De verdad? —Estaba entusiasmado con esa definición.

De repente recordé lo que pasó tras la muerte del Sr. Martín; quizá aquello fue su alma fundiéndose con la mía… No podía estar seguro. Él continuó hablando:

—Con el tiempo, algunas perlas pasan a ser diamantes. Cada ochenta o noventa perlas aparece un diamante… Un diamante, para que me entiendas, es una de esas personas que se hace tan básica y tan importante en tu vida que parece creada únicamente para ti…

Le entendía, pero creo que mi cara indicaba lo contrario. Él continuaba dándome ejemplos.

—Esos diamantes son como tus desparramados.

—¿Desparramados…? —Mi interés iba
in crecendo
.

—Sí, tengo la teoría de que nos desparraman.

—¿A quiénes?

—A cada uno de nosotros y a cuatro personas más… Te desparraman en el mundo para que con el tiempo vayas encontrando a los otros cuatro. Ése es uno de los sentidos de la vida; encontrar desparramados, y por eso hay señales, para que no te confundas.

—¿Y cómo son esas señales? —pregunté.

—Algo que los une, puede ser algo sumamente sencillo…

Fue en ese instante cuando pensé en aquellas polaroid, las de George y las del Sr. Martín. Quizá ellos eran mis desparramados, mis diamantes, parte de mi alma…

No se lo dije porque quizá era demasiado prepotente pensar que con trece años ya tenía dos de los cuatro diamantes… Pero sí que le consulté otra cosa.

—¿Qué ocurre cuando conoces a los cuatro diamantes?

Se tomó su tiempo. Demasiado para mi gusto, pues deseaba tanto conocer la respuesta que no podía esperar.

—No lo sé… Pero estoy seguro de que pasa algo.

Noté que me mentía, pero no me atreví a preguntar de nuevo.

Regresamos a las cubetas donde las imágenes ya asomaban cual pescado atrapado.

En todas las fotos salía retratada una mujer, excepto en dos. La que yo le hice y la que él me realizó.

La mujer le miraba. Él aparecía de escorzo junto a ella.

George observó esas fotografías con un rostro tan repleto de nostalgia que nunca lo he olvidado; ninguna otra expresión de recuerdo extremo se ha asemejado jamás a ésa.

—¿Es una perla? —indagué.

—Un diamante en bruto. —Sonrió—. Se fue hace años. Aún no había tenido valor de ver estas fotos.

Se quedó en silencio. Se acercó al saco de boxeo que presidía el centro de la estancia y lo acarició.

—¿Sabes qué hay dentro de este saco? —preguntó sin dejar de acariciarlo.

Negué con la cabeza.

—Trozos de mis perlas. Cuando alguna desaparece de mi mundo, cojo parte de su ropa o un objeto importante que la defina y lo introduzco en el saco.

»Hay muchas pertenencias de ella aquí.

»A veces golpeo el saco con rabia, otras lo acaricio y alguna vez bailo con ella y con la otra gente que me ha dejado.

Y se puso a bailar. Recordé al Sr. Martín y su maniquí. Fue precioso ver la intensidad de una anécdota en movimiento en otro cuerpo.

Él bailaba con ese saco repleto de rastros y restos de sus perlas, de la gente que había amado y querido… Y yo sentí envidia; aún no había deseado a nadie.

La música que sonaba era producto del roce del anclaje del saco con el techo y del leve zumbido que emitía la bombilla roja del laboratorio.

Sentía tanta envidia sana por aquel hombre con una vida tan intensa, que no pude más que acercarme a su saco y danzar junto a él.

Ahí estábamos, bailando separados por ese hermoso y extraño saco rojo lleno de vida.

Os juro que sentí algo tan agradable que no he vuelto a notar jamás bailando. Y eso que he intentado danzar con toda persona con la que he tenido alguna afinidad.

Pero el extraño roce de aquel saco rojo y la sensación de que su contenido era pura energía que te traspasaba y llegaba a todos los nervios de tu organismo es insuperable.

Además, las yemas de George y las mías se rozaban levemente. 63 años y 13 unidos a través de un saco. Medio siglo de experiencias nos separaban.

Si en aquel momento hubiera entrado la policía buscándome, le hubieran detenido inmediatamente. A veces, las imágenes no sirven para explicar un sentimiento y una realidad.

Para nosotros, aquello era como un precioso abrecartas de nácar con incrustaciones de diamante. A ojos de un desconocido podría llegar a ser únicamente un vulgar puñal decorado con restos de bisutería.

Bailamos largo tiempo. Cuando acabamos de danzar, le miré y le abracé.

—Has de volver a casa. Lo sabes, ¿verdad? —me susurró.

Asentí con la mirada perdida, pero me resistía a cumplir con lo que me pedía; nos faltaba tanto por vivir…

—¿Y las otras dos películas que íbamos a ver, y el deporte que me iba a enseñar y el jugar a quién seríamos si fuéramos el otro y esos tres días que cambiarían mi vida? —solicité cual adolescente que lo desea todo.

Sonrió.

—Si quieres vemos otra película antes de marcharte y te entreno durante un par de horas. —Continuó buscando soluciones—. En cuanto al juego, estoy seguro de que encontrarás a alguien que te conozca más y mejor que yo… Y esos tres días jamás podrían superar la intensidad de estos diez minutos de baile. La intensidad no la marca el tiempo, sino la emoción que reside dentro de uno…

Seguidamente cogió la foto de aquella mujer misteriosa y hechizante que acabábamos de revelar y la colocó en su mosaico de perlas… En un año bastante anterior al actual.

Luego cogió la mía y la situó en la actualidad. Era su primera perla de ese año… Me sentí feliz.

Yo cogí la suya y me la guardé. Había encontrado otro diamante, estaba seguro…

Y cumplió su palabra. Aunque no tenía duda de que lo haría.

Me entrenó durante dos horas seguidas. Me enseñó primero a mover el cuello. «Todo pasa por el cuello… —me dijo—. Si lo mueves bien, todo tu mundo irá a mejor, pues se conectarán cuerpo y mente…».

Me habló sobre lo vaga que es nuestra carcasa, que no desea cambios y se opone a que la obliguemos a realizar nada que la fuerce a virar.

—Has de batallar con tu propio organismo, hacerle entender que todo esto es bueno para él. El cuerpo es nuestro mayor enemigo y a la vez nuestro mejor aliado —me explicó.

»Se queja con el esfuerzo, pero el dolor tan sólo se mantiene unos 4,5 segundos.

»Recuérdalo, el dolor es momentáneo. Es tu enemigo y tu aliado.

De repente, tras aquella impresionante clase sobre cuerpo y mente, solté una frase que jamás hubiera pensado que diría en mi vida.

Es increíble cuando esto pasa, cuando piensas que nunca dirás algo, te lo prometes, te lo juras, pero en un instante te encuentras diciéndolo.

Es una sensación extraña y eufórica. Muy extraña y muy eufórica…

—Soy enano.

No dijo nada. Me miró de arriba abajo tres veces.

—¿Quieres dejar de serlo? —me preguntó.

Me sorprendió su reacción y también me fascinó… Decidí contestarle…

—Sí, se lo prometí a mi madre cuando ella aún vivía. Mis padres también lo eran. Estaban orgullosos de sí mismos, pero mi madre desde que me llevaba en su vientre pensó que yo era un gigantón. Un día le dije: «Creceré por ti». Y ella estalló de felicidad y todos los pelos de su cuerpo se pusieron de punta… ¡Y estoy seguro de que se le pusieron de verdad…!

Las lágrimas brotaron de mi rostro sin ni tan siquiera sentir cómo se habían iniciado.

Él no se emocionó con mi llanto.

Seguía mirándome muy serio; parecía que no empatizara con mi tristeza, pero creo que lo que deseaba no era simplemente darme consuelo sino darme un consejo eterno.

—No hay nada imposible en este mundo, joven Dani. Nada. Si deseas crecer, tu cuerpo crecerá, porque es tu aliado, pero para ello has de dejar vivir al otro dentro de ti… Siempre serás un enano en tu interior. Un enano con cuerpo de gigante…

Dijo «joven Dani»… Me di cuenta de que aquellas frases que había pronunciado parecían coincidir con aquella narración que jamás comprendí del Sr. Martín… Aquellos sonidos que repetía una y otra vez cuando estaba al borde de la muerte tenían el mismo tono e intensidad que aquellas frases que acababa de escuchar.

Fue como doblar una película extranjera. En sus instantes finales, el Sr. Martín hablaba un idioma ininteligible que ahora parecía que George dominaba y traducía…

«Un enano en un cuerpo de gigante…». No me sonó extraño; creo que era la última frase que el Sr. Martín deseaba que escuchara… Me hizo sentir completo.

—¿Y usted quién es? —le pregunté.

Sonrió.

—Un luchador en el cuerpo de un cobarde…

No pregunté el porqué de esa definición. Subimos a la planta principal. Aquello era el final de la escapada. Ahí acababa mi huida, no había duda…

Me dio dinero para el ferry de vuelta. Yo le regalé la hoja del Sr. Martín sobre la ruleta del casino de Capri. Debía jugar al 12 y al 21. No sé si lo haría ni si funcionaría, pero estoy seguro de que aquello bien valía un billete de vuelta en barco.

Mientras nos despedíamos sonó una orquesta en la calle… Eran fiestas en Capri.

Procedente del exterior, se escuchaba una de esas melodías de fiesta mayor; dentro, nos despedíamos en el más absoluto de los silencios.

Era maravilloso y extraño el contraste sonoro. Nostalgia contenida dentro y felicidad contagiosa fuera.

Me marché y seguí a aquella banda hasta la costa. Fui detrás de ellos, lentamente, sin prisa… Me acompañaban y los necesitaba para no perderme…

No volví a verle jamás, aunque tiempo después recibí una carta de un abogado informándome de que había fallecido. Noté nuevamente una punzada dentro de mí, como si su alma se enganchase a la mía. O quizá era lo que deseaba sentir.

Dentro de la carta había adjunta una nota que George había escrito para mí… Tan sólo ponía: «Mi hijo está dentro del otro hijo… Es tuyo si lo quieres».

Lloré tanto cuando recibí aquellas líneas y es que, como él me prometió, yo crecí… Crecí mucho y me convertí en aquel gigantón que mi madre esperaba que fuera… Pero por dentro, como él vaticinó, seguía siendo aquel enano…

Recuerdo que cuando me alejé de Capri en aquel ferry pensé que no volvería jamás…

«Donde has sido feliz no has de volver…», dice la canción… Qué ironía…

Volvía a estar en Capri… El ferry entró en el puerto. En esta ocasión no había saco al que pegar ni banda a la que seguir.

Habían pasado veintisiete años y esta vez era yo el que buscaba al niño perdido en lugar de serlo.

No deseaba emocionarme, pero no pude dejar de hacerlo. Pisar esa isla de nuevo era un sueño que jamás pensé que volvería a vivir.

El enano volvía hecho un adulto… El enano volvía hecho un adulto…

El padre seguía cabizbajo por estar de nuevo en el lugar de la desaparición y yo sentía la fuerza del regreso al sitio donde me reencontré.

Fuimos directamente hacia su casa. Estaba muy alejada de la de George; diría que estaba en el lado diametralmente opuesto.

En la puerta de la mansión nos esperaba una mujer casi centenaria. Aún no sabía que aquella anciana horas más tarde me haría las preguntas más intensas de mi vida y me hablaría del bolero «Si tu me dices ven…».

En aquel instante tan sólo era una abuela preocupada por un nieto desaparecido.

La saludé casi sin prestarle atención, pero ella agarró mi mano con la misma intensidad que había notado a los diez y a los trece años… Era ese tipo de energía que traspasaba mis nudillos y tocaba mi alma.

—Si le encuentras… —me dijo— te ayudaré a encontrarte.

No supe qué responderle. El padre del niño me apartó de ella.

—No le haga caso —me advirtió—. Está muy preocupada por el nieto.

Pero yo ya la había creído. Y sabía que era cierto lo que me decía… La miré mientras nos alejábamos hacia el interior de la casa.

Creo que fue entonces cuando me di cuenta del poder de Capri; había algo en esa isla que atraía a mis diamantes, a mi esencia y me recuperaba cuando me perdía…

Soñé con ir a buscar al hijo de George que estaba dentro de otro hijo, pero sabía que no era el momento. Ahora todo era secundario… Mi vida, mis problemas, mi pareja…

Aquel chaval era lo único importante y os juro que no necesitaba motivación extra. Siempre he sido bueno en mi trabajo. Sólo he sido bueno en eso.

—¿Necesita de verdad ver su cuarto? —me preguntó el padre.

—Debo… Es muy importante. Es básico.

Debo, debo… Ese «
must
» volvió a mí y también el recuerdo de ella. ¿Dónde estaría…?

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