Siete años en el Tíbet (39 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

A fines del verano de 1939, una delegación formada por los cuatro enviados, los comerciantes que habían de velar por el cumplimiento del contrato y el niño y su familia, salió del distrito de Amdo en dirección a Lhasa. Todavía tardaron dos meses en alcanzar la frontera tibetana. Cuando entraron en territorio del Tíbet, un ministro especialmente enviado por el Gobierno entregó al joven Dalai una carta del regente en la que le confirmaba la elección hecha por los pesquisidores. Por primera vez, todos los presentes, incluyendo a su padre y a su madre, se prosternaron ante el niño.

Kundun recordaba el momento en que montó en la litera dorada para recorrer las calles de la capital. La población se agolpaba para verle. Habían transcurrido seis años entre el fallecimiento del decimotercer Dalai y la entrada en Lhasa de su reencarnación. En febrero de 1940 fue solemnemente entronizado al empezar el Año Nuevo Budista, y al mismo tiempo se le dieron sus nuevos nombres: suma sabiduría, defensor de la fe, océano de sabiduría, tierna gloria, sublime inteligencia.

Ya en aquella época llamaba la atención por su dignidad y por su comportamiento durante las interminables ceremonias del culto, y se mostraba muy amable con los servidores de su antecesor y con los que velaban por su bienestar y por su educación.

Me satisface mucho haber podido recoger la historia del descubrimiento de Kundun de labios de un testigo presencial. y todavía me alegra mucho más porque más adelante los hechos han sido un poco desfigurados.

Preparativos de marcha

Durante el otoño de 1950, y a causa del empeoramiento de la situación, mis entrevistas con Kundun van espaciándose. La Asamblea Nacional se ha trasladado al Norbulingka, en donde puede estar en contacto permanente con el dios-rey. Los conocimientos que demuestra el joven monarca dejan atónitos a los delegados y les convencen de la necesidad de poner en sus manos la suerte del Tíbet.

De las provincias orientales llegan noticias alarmantes, se habla de una concentración de tropas chinas de caballería e infantería a lo largo de la frontera. Sin gran confianza, el Gobierno de Lhasa envía varios regimientos a los lugares más amenazados, aunque sabe muy bien que sus destacamentos no podrán detener la marea humana que se dispone a irrumpir en el país. Todas las gestiones encaminadas a lograr alguna ayuda del extranjero acaban en rotundos fracasos.

El ejemplo de Corea demuestra la impotencia de las Naciones Unidas; no son capaces de impedir que un osado adversario desencadene un conflicto.

El 7 de octubre de 1950, los chinos cruzan la frontera por seis puntos y tienen lugar las primeras escaramuzas. Lhasa no se entera de la noticia hasta diez días después; mientras los soldados tibetanos mueren en el frente, la población de la capital aún confía en un milagro. En cuanto las nuevas de la invasión llegan al Norbulingka, el Gobierno convoca a los oráculos, y ministros y priores se arrojan a los pies de los adivinos rogándoles que invoquen la bendición de los dioses sobre el país. En presencia de Kundun, los monjes se entregan a sus danzas y exorcismos. De pronto, el oráculo del Estado entra en trance y pronuncia claramente estas palabras: «Hacedle rey», y se prosterna ante el Dalai. Sus colegas hacen profecías análogas.

Entre tanto, las tropas chinas siguen progresando y su avance alcanza más de cien kilómetros. Algunas unidades tibetanas se rinden y otras huyen. El gobernador del Tíbet oriental pide por radio autorización para deponer las armas, pues ya es inútil toda resistencia; pero la Asamblea Nacional se la niega. Después de volar los depósitos de municiones, el gobernador huye en compañía del operador de radio Robert Ford; a los dos días, las unidades chinas les cortan la retirada y los hacen prisioneros. En la actualidad, el desgraciado Ford todavía se pudre en una cárcel china.

Una vez más, el Gobierno tibetano pide a las Naciones Unidas que intervengan. Por su parte, la radio de Pekín proclama que sus tropas vienen a «liberar a un pueblo hermano, de la influencia extranjera». ¡La verdad es que si algún pueblo se halla al margen de las rivalidades políticas y económicas de las grandes potencias, ese pueblo es el Techo del Mundo! ¡Si existe un país en el que no hay nada que «liberar», es el país del Dalai Lama! Lake Success prodiga las buenas palabras y declara: «Las Naciones Unidas siguen confiando en que se llegue a un acuerdo entre la China y el Tíbet».

La suerte esta echada; los tibetanos que temen la dominación extranjera se disponen a expatriarse y, con ellos, Aufschnaiter y yo nos preparamos también a abandonar este país al que tanto debemos.

Las horas que he pasado en compañía de Kundun se cuentan entre las mejores de mi existencia. Hemos tratado de agradecer al Gobierno y al Dalai Lama su hospitalidad, cumpliendo las tareas que se nos encomendaron, pero ni mi compañero ni yo fuimos nunca instructores militares, por más que les pese a los centenares de periódicos europeos que lo han afirmado.

Las noticias catastróficas siguen afluyendo a la ciudad santa, y el pontífice se preocupa por nuestra suerte. En el curso de una larga conversación que sostengo con el, me aconseja que aprovechemos su regreso al Potala para abandonar la capital; así, nuestra marcha pasará inadvertida, y si es necesario pondremos por excusa que queremos visitar Chigatse y el Tíbet meridional.

Contrariamente a los deseos expresados por la Asamblea Nacional, todavía no se ha proclamado la mayoría de edad de Kundun; se está esperando una señal favorable. Pero surge además otro interrogante: ¿que va a ser del soberano después de la ocupación de Lhasa?

En cuanto a esta cuestión, existe un precedente: en 1910, el decimotercer Dalai Lama se refugio en la India para escapar a las tropas chinas, y su marcha salvó al país. Sobre esto también habrá que esperar la respuesta de los dioses.

En presencia del rey y del regente, un monje forma dos bolas de manteca y
tsampa
, que luego se pesan para comprobar si su peso es idéntico. Cada bola encierra un papelito; en uno se ha escrito el signo «sí», y en el otro el «no». El oráculo del Estado entra en trance; un prior coge las dos bolas y las pone en una copa que presenta al adivino. Este imprime a la copa un movimiento de rotación, y una bola cae al suelo; la que encierra el «sí». Los dioses han hablado: el Dalai Lama abandonará la capital.

Yo voy demorando mi marcha de un día para otro, vacilando en abandonar a Kundun en el momento de peligro. El insiste para que me vaya, y me emplaza para reunirnos en Chigatse. Los preparativos para la huida del soberano se llevan en el mayor secreto, a fin de no intranquilizar a la población. Las últimas noticias del frente anuncian que las tropas chinas se han detenido a doscientos kilómetros de Lhasa, pero los que rodean al pontífice temen que una punta avanzada venga a cortarle la retirada.

A pesar de todas las precauciones, los rumores de la inminente marcha del pontífice se difunden por la ciudad; al ver pasar las caravanas que evacuan los tesoros de palacio, todo el mundo ha comprendido, y, siguiendo el ejemplo de su señor, nobles y ricos se apresuran a poner sus riquezas a buen recaudo.

Sin embargo, la vida sigue su curso; en apariencia, nada ha cambiado. En el mercado, los precios aumentan ligeramente, y corren rumores de que algunas unidades tibetanas han realizado actos de heroísmo; de todos modos, no queda la menor duda: el Ejército ha dejado de existir y el enemigo es quien impone su ley.

En 1910, cuando la primera invasión china, las tropas invadieron la ciudad saqueándolo e incendiándolo todo; esta vez, parece que las cosas ocurrirán de distinta manera. Algunos soldados, puestos en libertad después de un cautiverio de varias semanas, cuentan a todo el que quiere oírles que el adversario los ha tratado amistosamente, y no cesan de alabar la disciplina y la tolerancia de los militares enemigos.

Me marcho de Lhasa

Creo que nunca me habría decidido a marchar si una circunstancia imprevista no me hubiese obligado a hacerlo. Después de estar resuelto a huir conmigo, Aufschnaiter cambia de parecer en el último instante y me pide que me lleve su equipaje. El partirá algunos días después.

Con el corazón oprimido, le doy el último adiós a mi casa, a mi jardín y a mis criados, mientras mi perro gimotea como si adivinara que no voy a llevarlo conmigo; acostumbrado al aire vivo de las altas mesetas, no podrá soportar el bochorno y la humedad del Sikkim y de la India. Me llevo únicamente mis libros y mis colecciones y regalo todo lo demás a los criados. Con los brazos cargados de obsequios, mis amigos vienen a despedirme, aunque se que volveremos a vernos pronto, pues todos se preparan a acompañar al Dalai Lama. Este es mi único consuelo. Todos ellos están persuadidos de que las tropas chinas no entrarán en Lhasa; por mi parte, yo soy mucho menos optimista. Por última vez, cojo la Leica y recorro las calles de la capital; tengo la esperanza de que mis fotografías contribuirán más adelante a despertar el interés y la simpatía del público europeo hacia el Tíbet y sus habitantes.

Al día siguiente, bajo un cielo gris, embarco en una canoa, pues en vez de cabalgar durante dos días, prefiero descender por el curso del Kyitchu hasta su confluencia con el Tsangpo; el viaje por el río no dura mas que seis horas.

Mi equipaje ha salido precediéndome.

Desde la orilla, mis amigos y criados me dicen adiós; luego, tras una última fotografía, la corriente se apodera de la canoa y la aparta definitivamente. A lo lejos, la mole del Potala se esfuma en el plomizo horizonte.

Seis horas después me incorporo a la caravana que transporta mi equipaje y el de Aufschnaiter; con ello me esperan dos caballos, uno de los cuales es para mi fiel Nyima, que no ha querido abandonarme.

Al cabo de una semana de mi partida, llego a la ciudad de Gyangtse.

Tres meses atrás fue nombrado gobernador de la provincia uno de mis mejores amigos, y en su compañía asisto a las ceremonias con que se celebra la subida al poder del Dalai Lama. Las fiestas comienzan en Lhasa el 17 de noviembre, pero, dada la gravedad del momento, no duran mas que tres días. Por todo el Tíbet se izan nuevas oriflamas, y la población olvida momentáneamente sus inquietudes. Jamás fue celebrada con tanto entusiasmo la entronización de un soberano, pues el decimocuarto Buda Viviente encarna las esperanzas de todo un pueblo. Por desgracia, yo las he perdido ya todas; es demasiado tarde para forjarse ilusiones. A pesar de todos los esfuerzos de última hora, la suerte del Tíbet ya está definitivamente sellada.

Algunos días después de mi llegada a Gyangtse me traslado a Chigatse, la segunda ciudad del país, célebre por su monasterio de Tashilhumpo. En ella me esperan varios amigos, ansiosos de conocer las últimas noticias de la capital.

Panchen Lama y Dalai Lama

En Tashilhumpo es donde reside el Panchen Lama, reencarnación de Opame, el Buda Amitabha de la mitología hindú; los chinos lo han contrapuesto al Dalai Lama. El actual Panchen tiene dos años menos que el dios-rey; se ha educado en China y el Gobierno de Pekín le reconoce como verdadero soberano del Tíbet, pero, en realidad, ese título no le pertenece, pues su soberanía está limitada al convento de Chigatse y a las tierras que de el dependen. En la jerarquía budista, el Panchen, encarnación de Opame, ocupa un puesto superior al del Dalai, reencarnación de Chenrezi. No obstante, en un principio, el Panchen no fue mas que el preceptor del quinto Buda Viviente, el cual, en agradecimiento, le concedió cierto número de privilegios.

Para descubrir la última reencarnación de Opame, los delegados habían retenido a varios niños; uno de ellos era natural de una provincia china, y ya en aquella época las autoridades se negaron a dejarle marchar como no fuese acompañado por un destacamento militar. Todas las intervenciones del Gobierno de Lhasa resultaron inútiles. Luego, de repente, China declaró que aquel niño era de cierto la verdadera reencarnación de Opame y le reconoció como Panchen Lama.

Habiéndose asegurado de este modo un triunfo en la lucha que conducen para reconquistar el Tíbet, los chinos están dispuestos a jugar esta carta, por lo que ponen a su disposición todo su aparato propagandístico. La radio de Pekín toma partido por el muchacho, apoyando sus pretensiones tanto en el terreno espiritual como en el temporal. Sus partidarios se reclutan especialmente en Chigatse y en los conventos vecinos, cuyos monjes a duras penas soportan la autoridad de Lhasa. Incluso circulan rumores de que el Panchen está dispuesto a ayudar al ejército de «liberación» chino.

No obstante. si bien los tibetanos consideran al Panchen como un jefe religioso, únicamente el Dalai posee el poder efectivo y la población no ha reconocido nunca en el Panchen Lama ninguna autoridad temporal, ni siquiera bajo las presiones y amenazas de China.

Así se explica que, tras la invasión y ocupación del Tíbet, los chinos hayan renunciado a imponer a su protegido y a oponerlo al Dalai, por lo que hoy día la zona de influencia del Panchen sigue limitada al monasterio de Tashilhumpo.

Ese monasterio no se diferencia en nada de todos los demás que he visitado; es una ciudad monacal habitada por millares de religiosos, y su principal curiosidad es una colosal estatua recubierta de láminas de oro y de nueve pisos de altura.

La ciudad de Chigatse, dominada como Lhasa por una fortaleza, se extiende por las márgenes del Tsangpo y es célebre por sus artesanos. En ella se trabaja la lana, que interminables caravanas de
yaks
traen del Changtang y que se emplea para la fabricación de alfombras.

La huída del Dalai

De vuelta a la ciudad de Gyangtse, el gobernador me comunica que están esperando la llegada de la caravana del dios-rey y que ha recibido orden de preparar los relevos y arreglar las pistas por donde ha de pasar. Se llevan provisiones y forrajes a cada lugar de etapa, y un ejército de culis trabaja en la reparación del camino. Acompaño a mi amigo en su viaje de inspección, y al regresar a Gyangtse nos enteramos de que Kundun salió de Lhasa el 19 de diciembre y se encuentra en camino; su madre y sus hermanos le preceden, y el único miembro de la familia que le acompaña es Lobsang Samten.

Tres días después, los parientes del Dalai llegan a Gyangtse y entre ellos puedo saludar a Tagchel Rimpoche, el hermano mayor de Kundun, al que no había visto desde hace tres años. Me cuenta que los chinos le obligaron a entregar al Dalai un mensaje en el que le invitaban a pactar con ellos sin demora; en cuanto llegaron a Lhasa, su escolta china fue detenida por orden del regente, confiscando asimismo una emisora de radio que se halló entre su equipo. La madre de Kundun prosigue inmediatamente su viaje hacia el Sur.

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