Es lo que sucedió en 1910, cuando el decimotercer Dalai Lama tuvo que huir a la India ante los invasores chinos y hubo que designar a un sustituto. Con todo, antes de llegar a tanto, el joven elegido ha de pasar varios años en la soledad de un monasterio; el ser aprobado en los exámenes de teología no basta a dar el derecho de gobernar el Tíbet.
Los diez mil monjes de Drebung se dividen en grupos, poseyendo cada cual su templo y su jardín. Cada mañana, los monjes se entregan todos juntos a los ejercicios de piedad y, después de la comida de mediodía (sopa y té con manteca), asisten en sus respectivas casas a las clases que les dan los profesores titulados. Al atardecer, si lo desean, van de paseo, descansan o se distraen, o se guisan los víveres que les envía su pueblo natal. Esta es una de las razones que inducen a los priores a agrupar a los muchachos oriundos de una misma provincia. En Drebung, algunas casas están exclusivamente reservadas a los mongoles o a los nepalíes; otras están habitadas por religiosos de una misma ciudad, como, por ejemplo, Chigatse o Gartok.
En el interior de la ciudad está rigurosamente prohibido matar ningún animal. Pero el clima es tan duro, que los jóvenes monjes no pueden contentarse únicamente con el té de manteca y la sopa, por lo que se tolera el envío de carne desecada por parte de los pueblos y familias. Parece que en una localidad vecina pueden incluso procurarse carne fresca.
Aparte la comida y el alojamiento, los monjes perciben algunas gratificaciones del Gobierno y los regalos de los peregrinos. Si hay alguno que se distingue por su inteligencia, encuentra en seguida entre los nobles o los comerciantes ricos algún mecenas que le respalda. De todos modos, la Iglesia lamaísta dispone de considerables medios económicos; ella es el mayor propietario territorial del Tíbet y obtiene grandes ingresos de las tierras que le pertenecen. Cada convento tiene sus intendentes, que procuran a los monjes lo que necesitan. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, jamás habría creído que el consumo de un monasterio fuera tan grande como es en realidad. Una vez ayude a uno de mis amigos a hacer el balance de los gastos ocasionados por la estancia en Lhasa de los monjes de su convento durante la temporada de Año Nuevo. Se descomponían de este modo: tres mil kilogramos de té, cincuenta mil kilogramos de manteca y una cantidad equivalente a un millón de francos para gastos menudos.
Sería un error imaginarse a los monjes tibetanos como unos piadosos soñadores, sumergidos en profundas meditaciones y practicando un riguroso ascetismo. ¡Ni muchísimo menos! Entre ellos hay una inmensa mayoría de individuos toscos y rudos, a los que tan sólo con una disciplina de hierro se consigue domar. A los «duros» se los agrupa en la organización de los dob-dob que se distinguen fácilmente por la banda de tela roja que llevan en el brazo derecho y porque se tiznan la cara a fin de inspirar más respeto y temor. De su cintura cuelga una enorme llave que utilizan como cachiporra o como arma arrojadiza, y a menudo ocultan entre los pliegues de su túnica un tranchete de zapatero. Su reputación de ferocidad está firmemente asentada y su audacia no conoce límites; como buenos camorristas y pendencieros, no piensan mas que en armar gresca y disfrutan repartiendo porrazos. Cuando el Tíbet fue invadido, un batallón de dob-dob se distinguió por su valor en la lucha contra las tropas comunistas chinas. Entre los monjes-soldados pertenecientes a los diversos conventos existe una sorda rivalidad que sale a luz y se desfoga en las competiciones deportivas en que se enfrentan los equipos de los monasterios de Sera y Drebung. En la fecha fijada y después de entregarse a intensivos entrenamientos, los adversarios saltan a la palestra animados por sus respectivos partidarios, los dob-dob de ambos monasterios. A una señal, los contendientes arrojan sus vestidos, no conservando mas que un taparrabos adornado con diminutas campanillas. Se suceden las diversas pruebas: carreras a pie, lanzamiento de peso, saltos de anchura y de profundidad, para los cuales se excava un foso y se prepara un trampolín. Los concursantes toman carrerilla y saltan desde quince metros de altura. A un monje de Sera le sucede uno de Drebung y el árbitro mide la distancia que separa las huellas dejadas en la arena por los pies de los deportistas.
Drebung sale casi siempre vencedor en esta clase de competiciones: como disfruta del apoyo del Gobierno y cuenta con diez mil monjes, se halla en mejor situación que los otros para llevarse la palma.
Recordando mis tiempos de entrenador, voy con frecuencia a Drebung, los monjes me reciben amablemente y me piden algún consejo.
Es el único sitio en que he visto tibetanos que de verdad merezcan el nombre de «deportistas». Las competiciones se terminan con un festín, en el curso del cual se devoran enormes cantidades de carne.
«Los tres pilares del Estado», como se denomina a Drebung, Sera y Ganden, juegan un papel importantísimo en la política tibetana. Sus priores, junto con los ocho ministros y secretarios de Estado, forman el Gabinete, y en el no se toma ninguna decisión sin la conformidad de los abades, los cuales, antes que nada, procuran favorecer los intereses de los monasterios que dirigen. Muchos proyectos de reformas son con frecuencia abandonados a instancias suyas. En los primeros tiempos de nuestra estancia en Lhasa fuimos el blanco de la hostilidad de los tres superiores; pero a partir del momento en que comprendieron que no llevábamos ninguna intención contraria a su religión o a su política, que nos adaptábamos a las costumbres del país y que nuestras actividades favorecían el desarrollo del Tíbet, su actitud cambió radicalmente.
Como ya he dicho, los monasterios son verdaderas universidades: todos los Budas Vivientes (hay unos mil) hacen en ellos sus estudios teológicos. Por otra parte, la presencia en un convento de una reencarnación atrae a centenares de peregrinos, cuyos regalos benefician a la comunidad.
Con motivo de la visita que el Dalai Lama hace a Drebung, todos los Budas Vivientes del Tíbet se han reunido para recibirle.
Durante siete días, el pontífice se somete a las pruebas que le impone el prior encargado de su educación. Este es uno de los ritos más sagrados de la religión lamaísta, de modo que no puedo esperar que me sea dado asistir a las celebres discusiones ni a los exámenes.
A la hora del desayuno, Lobsang Samten, el hermano mayor del Dalai, me pregunta:
—¿Quieres venir conmigo al parque donde se celebra el examen?
Agradablemente sorprendido, acepto en el acto, contentísimo, pues gracias a Lobsang voy a poder contemplar un espectáculo que ningún europeo ha presenciado jamás. En compañía de mi guía me dirijo al jardín particular; la sola presencia de Lobsang basta para abrirme todas las puertas, y los dob-dob se inclinan respetuosamente a nuestro paso.
Ya dentro del recinto, veo un grupo de árboles y ante ellos unos dos mil monjes sentados en un gran semicírculo cubierto de grava.
Vestidos con sus túnicas moradas, escuchan con gran atención al Dalai Lama, que, sobre un estrado, va leyendo pasajes de los sagrados libros. Por primera vez oigo el timbre de su voz, que es la de un muchachito de catorce años. Sin ningún titubeo y con la gravedad de un adulto, lee en voz alta los versículos del Kangyur. Desde que comenzó sus estudios, esta es su primera salida en público, en la que ha de demostrar su ciencia y su capacidad ante la asamblea monástica. Más aún, la actitud y el comportamiento que adopte indicarán si piensa usar de su autoridad o bien si se contentará con ser un dócil instrumento en manos de sus maestros, del regente y de los altos dignatarios del Estado. No todos los Dalai Lama fueron grandes pontífices como el quinto y el decimotercero, por ejemplo. La mayoría no fueron mas que simples marionetas, de las que el regente y los abades de los tres «pilares del Estado» manejaban los hilos.
El decimocuarto, el niño que tengo ante mi vista, se dice que es un verdadero prodigio; me han contado que le basta leer un libro una sola vez para recordarlo de memoria y que demuestra un gran interés por los asuntos del Estado. Se dice también que varias veces se ha alzado en contra de las decisiones tomadas por el gabinete del Gobierno.
Cuando comienzan las discusiones teológicas, puedo comprobar que no es exagerada la fama que se le atribuye.
Descendiendo del estrado, el Dalai Lama va a sentarse sobre la grava, de cara a los monjes; la costumbre exige que lo haga así para que los censores no se dejen influir por la majestad de esa confrontación. El prior encargado de conducir la controversia le hace la primera pregunta. La respuesta llega clara y precisa. Las preguntas y respuestas se suceden a un ritmo muy rápido. Para el pontífice no existen dificultades y sabe desbaratar todos los lazos que se le tienden; se le ve seguro de sí mismo y una sonrisa ilumina su rostro.
Al cabo de un cuarto de hora, se cambian los papeles: el Dalai pasa a la ofensiva. Si al principio tuve alguna duda acerca de la sinceridad y la autenticidad de esta prueba, ahora quedo bien convencido de que se trata de un verdadero examen. El Buda Viviente hace flechas de cualquier astilla y bombardea al prior con preguntas que visiblemente le ponen en un aprieto, y su trabajo le cuesta no alterarse ante sus alumnos los monjes.
Cuando termina la discusión, el joven dios vuelve a subir a su trono, y su madre (la única mujer presente en aquel acto) le ofrece una taza de oro llena de té. El Dalai, disimuladamente, me lanza una ojeada, como si le interesase mi opinión y quisiera convencerse de su triunfo. Raras veces he visto semejante dominio y maestría en un muchacho de su edad, y casi llego a preguntarme si el Lama no será en verdad de origen divino.
Al final de la ceremonia, un monje entona la primera estrofa de una letanía que todos los presentes repiten a coro y luego, sostenido por dos abades, el Dalai se retira. Una vez más, me extraño del andar casi trabajoso del joven dios y le pregunto el motivo a Lobsang Samten. Este me explica que un ritual multisecular determina la actitud de los Dalai Lama en todas las circunstancias de su existencia; el paso vacilante de un viejo imitado por el muchacho rememora la manera de andar de Buda hacia el final de su vida terrestre y simboliza el honor y la dignidad inherentes a su cargo.
De momento lamente muchísimo no haber podido fotografiar aquella escena extraordinaria, pero algunas horas más tarde tuve que alegrarme de ello. El amigo Wangdula quiso sacar algunas instantáneas del pontífice mientras este se paseaba por el interior del sagrado recinto. Un monje lo denunció y el secretario del regente le ha sometido a un severo interrogatorio. Wangdula ha sido degradado en el acto, y aún puede considerarse dichoso porque no le expulsaran del convento. Finalmente, le han confiscado la máquina fotográfica, y todo esto a pesar de que Wangdula es un noble de quinta categoría y sobrino de un ex regente. Con todo, el culpable conoce las vicisitudes de la vida monástica y no se toma las cosas por lo trágico.
Tres días después, otra ceremonia pone en conmoción a todo el convento: el Dalai Lama tiene que hacer un sacrificio a los dioses sobre la cima del monte Gompe Utse, de cinco mil metros de altura y que se alza sobre Drebung.
Por la mañana se pone en movimiento una larga caravana compuesta por un millar de monjes y varios cientos de caballos. La primera etapa de la peregrinación es una ermita situada a medio camino de la cumbre. Dos palafreneros conducen la montura del dios-rey.
De trecho en trecho se han instalado paradas intermedias y cada vez que el joven pontífice desciende del caballo, esto se hace siguiendo un complicado ritual: un trono alfombrado le recibe; se sienta en el unos minutos y después vuelve a montar a caballo. Hacia el anochecer, el cortejo llega a la ermita, donde toda la comitiva pasa la noche en tiendas de campaña.
Apenas apunta el alba del siguiente día, el Buda Viviente y su cortejo montan en
yaks
y se dirigen a la cima. Una vez llegados a la cumbre, los circunstantes murmuran sus plegarias en tanto que el Dalai sacrifica a los dioses. En lo hondo del valle, una inmensa multitud aguarda el instante en que se alzará el humo anunciando que la ceremonia ha terminado; todos saben que el señor del Tíbet está rezando por el bienestar de su pueblo. Por mi parte, dando un rodeo por otros caminos, llego a la cumbre del Gompe Utse (5.600 m) y contemplo de lejos el espectáculo. Por los alrededores revolotean cornejas y cuervos, atraídos por las ofrendas de
tsampa
y de manteca, sobre las que se arrojarán en cuanto el cortejo haya vuelto la espalda. La mayoría de los acompañantes pisan por vez primera la cima de una montaña; los jóvenes se interesan por el paisaje y admiran el panorama; los viejos, en cambio, se hacen cuidar por sus criados, y para reconfortarse beben innumerables tazas de té con manteca.
Después del mediodía, la caravana empieza a descender hacia Drebung. Una semana después se repiten las mismas ceremonias, pero esta vez en el monasterio de Sera. Algunos consejeros del joven pontífice han tratado de persuadirle para que no realizara esta visita a la ciudadela de los partidarios de Reting Rimpoche y teatro de la rebelión de 1947; pero el Dalai Lama ha querido efectuar esa peregrinación para demostrar que se considera por encima de las intrigas y las guerras de palacio.
Las demostraciones de los monjes de Sera son algo verdaderamente patético; procuran hacerse perdonar y hacen los imposibles por causar una impresión favorable en el Dalai Lama y en su acompañamiento, movilizando todas sus riquezas, adornando magníficamente sus templos, limpiando hasta los últimos rincones de la ciudad monástica. Sobre todos los techos flotan al viento gallardetes y oriflamas nuevos.
Entre Sera y el palacio de verano, una inmensa multitud espera el regreso del pontífice y con gritos de entusiasmo saluda su retorno a Lhasa.
En lo que a mí concierne, mi vida recobra su curso normal: traducción de telegramas y artículos de periódicos, y vigilancia de las obras de construcción de diques. Periódicamente voy a visitar a Aufschnaiter, que sigue ocupado en la rectificación de las márgenes del Kyitchu.
Mientras realizaba los trabajos de desmonte, sus obreros han descubierto unos restos de alfarería que Aufschnaiter ha recogido, procediendo a su reconstrucción. Una vez reconstruidos, los vasos y ánforas no se parecen en absoluto a los recipientes que actualmente se usan en el Tíbet. Mi compañero ha prometido a los culis una recompensa cada vez que le señalen el descubrimiento de un nuevo objeto, y, desde entonces, cada semana nos trae algún hallazgo sensacional: sepulturas, esqueletos perfectamente conservados, joyas extrañas. Impulsado por el dominio de la arqueología, mi amigo, incansablemente, recoge, recuenta, pone etiquetas, y mete en cajas el resultado de sus excavaciones. Es la primera vez que en las altas mesetas del Tíbet se descubren vestigios de una civilización anterior a la de los mongoles, y Aufschnaiter consulta inútilmente los libros antiguos para encontrar sus huellas. Ningún lama puede darle alguna indicación sobre ese punto. En aquellos remotos tiempos, los antepasados de los tibetanos enterraban sus muertos en vez de descuartizarlos y abandonarlos para pasto de los buitres y demás aves de presa.