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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Siete años en el Tíbet (30 page)

El deambular por las calles con un frío glacial y entre montones de basura no resulta nada divertido; pero así pasamos todo el invierno, recogiendo los datos necesarios para el levantamiento de un plano general de la ciudad. Muchas veces se hace necesario encaramarse en los tejados. Aufschnaiter toma la situación de las manzanas de casas, mientras yo anoto los nombres de los propietarios, con vistas a la inscripción en el futuro catastro. Después de entregar los planos destinados al Dalai Lama y a los varios departamentos ministeriales, en Lhasa se pone de moda un nuevo juego: se trata de encontrar sobre el plano la casa o el palacio en que vive cada uno.

Una vez concluido este trabajo, el Gobierno nos encarga crear una red de alcantarillas y de instalar el alumbrado eléctrico en la capital. Estos problemas nos asustan, pero una vez más Aufschnaiter sabe salir del paso. Como es un gran matemático, se dedica a estudiar las obras de esta especialidad que encontramos en casa de Tsarong o en las demás bibliotecas particulares y elabora un proyecto digno de un titulado por la escuela politécnica.

Después de dos meses, mi compañero percibe sus emolumentos en rupias indias y a mí me nombran su ayudante a principios de 1943. Estoy muy orgulloso del contrato que me entregan en esta ocasión y conservo cuidadosamente el documento.

En junio de 194, en plena noche, me piden que vaya con urgencia al Norbulingka, pues una inundación amenaza el palacio de verano del Dalai Lama.

Cuando en la India comienza la época del monzón, bastan unas cuantas horas para que el Kyitchu se convierta en un río de dos kilómetros de anchura. En los diques socavados por las aguas se han producido algunas filtraciones. Bajo una fuerte lluvia, y a la luz de linternas de mano, los soldados de la guardia personal del Dalai Lama cogen picos y palas y bajo mi dirección se ponen a reforzar los diques, los cuales, afortunadamente, resisten hasta la mañana. En cuanto se abren los bazares de Lhasa, doy orden de comprar todos los sacos de yute disponibles y llenarlos de tierra y de musgo para taponar las brechas que puedan producirse. Quinientos culis y soldados se afanan en la margen del río y logran alzar un nuevo dique antes de que ceda el antiguo.

Al mismo tiempo que a mí, el Gobierno ha acudido al hacedor del tiempo de Gadong. Ambos estamos encargados de resolver el mismo problema, aunque por métodos esencialmente distintos. Las autoridades han dado una prueba de cordura al no fiar únicamente en las dotes de mi honorable colega.

En el momento en que mis equipos de trabajadores dan el último golpe de mano a su tarea, el oráculo sube encima del dique, se pone en trance y ordena a la lluvia que cese. Efectivamente, algunas horas más tarde para de llover y el nivel del Kyitchu desciende, lo cual nos vale a los dos las felicitaciones del Dalai Lama.

Más adelante, me piden que ponga el palacio definitivamente a cubierto de las inundaciones y, confiando en la ayuda de Aufschnaiter, que posee la experiencia necesaria, acepto. Las paredes del dique construido por los tibetanos son verticales en vez de inclinadas como lo pide la técnica, por lo que la resistencia que oponen al empuje de las aguas es totalmente ilusoria.

En cuanto las aguas del Kyitchu vuelven a su cauce, damos principio a las obras, poniendo a mi disposición quinientos soldados y mil peones. Innovación sensacional: logro convencer al Gobierno de la necesidad de pagar un jornal a los trabajadores, renunciando al sistema de trabajo obligatorio. Naturalmente, el rendimiento no puede compararse al de los trabajadores europeos o americanos.

Para manejar una pala son necesarios tres hombres: uno la hunde en la tierra y los otros dos hacen fuerza sobre el mango para levantar la paletada. Además, el trabajo se interrumpe a cada instante. Si un culi ve un gusano en el fondo del agujero que acaba de abrir, suelta la herramienta en el acto y se apresura a salvar al animalillo.

En la obra trabajan también varios centenares de mujeres que se dedican a transportar los cestos llenos de tierra, cantando sin interrupción la misma melopea. Aquí como en todas partes, los soldados sienten la atracción del sexo débil y no cesan de dirigirles toda clase de dicharachos; pero ellas tampoco se muerden la lengua y les contestan con desenfado. En el Tíbet, una quinta parte de los hombres vive en los monasterios y, en general, en las obras domina el personal femenino.

Los peones se alimentan exclusivamente de
tsampa
, de té con manteca, de nabos y rábanos aderezados con pimienta, pues la carne resulta demasiado cara para ellos. El té con manteca hierve a fuego lento en un enorme caldero. Cada trabajador recibe asimismo un plato de sopa caliente.

Además de los soldados y los culis, tengo también a mis órdenes los barqueros que guían una pequeña flotilla de cuarenta barcas de piel de
yak
. Su profesión, junto con la de los curtidores, es una de las más menospreciadas, porque el utilizar la piel de los animales constituye una ofensa constante a los preceptos de la religión budista. A propósito de esto, recuerdo un hecho que demuestra a que grado de servidumbre se hallan sujetos estos verdaderos parias.

Para dirigirse al monasterio de Samye, el Dalai Lama había atravesado un collado que solían utilizar los barqueros. Desde entonces, aquel camino quedó vedado para ellos y, cargados con sus embarcaciones, tuvieron que emplear otro itinerario mucho más largo que el primero. Se tendrá idea de la perdida de tiempo y del cansancio ocasionados si se piensa que una canoa de piel de
yak
pesa unos cien kilos y que en esta región los puertos y collados se hallan a cinco mil metros de altura.

La corriente del Kyitchu es demasiado rápida para que una barca pueda remontarla a fuerza de remos, por lo que cada barquero tiene una cabra que carga con el equipaje de su amo y trota por la orilla en su seguimiento. Sin que nadie les avise, los animalitos saltan dentro de la barca en cuanto se inicia el descenso.

Las barcas que componen una flotilla transportan los bloques de granito sacados de una cantera que se halla río arriba, y para ello ha habido que reforzar el interior de cuero de las canoas con un armazón de madera. Mis barqueros no son tan humildes como podría suponerse. Desde luego, pertenecen a una casta menospreciada, pero por sus fuerzas hercúleas perciben un jornal muy superior al de los peones, Lo cual les da pie para conducirse con cierta arrogancia.

El azar ha querido que uno de mis colaboradores sea uno de los dos bonpos que encontramos en Tradün dos años atrás y que aquí ejerce el cargo de tesorero pagador. Se acuerda perfectamente de Aufschnaiter y de mí y juntos evocamos el pasado. Yo recuerdo el día que hizo su entrada en Tradün seguido de una brillante escolta; por lo demás, nos había recibido amablemente. ¿Quien hubiera podido imaginar que el vagabundo que yo era entonces llegara a ser
bönpo
también?

Como los trabajos que dirijo están destinados a proteger el palacio del Dalai Lama, mis tratos se reducen únicamente a los monjes, al menos al principio. Sin embargo, también el Gobierno se interesa por las obras y con frecuencia recibo la visita de algunos miembros del Gabinete, que vienen a ver los avances realizados, de los cuales les doy toda clase de detalles. Antes de marcharse, nos entregan echarpes de seda y hacen distribuir recompensas entre los obreros.

En el mes de junio, el dique se halla terminado; ya era hora, porque el Kyitchu experimenta una crecida. En las arenas y tierras de aluvión, aisladas ya por el muro, se hace una plantación de sauces que alegrarán los aledaños de la residencia del pontífice.

El parque de Norbulingka

En varias ocasiones, los altos dignatarios eclesiásticos me invitan a cenar y pasar la noche en sus habitaciones; creo que es la primera vez que se autoriza la estancia de un europeo en el interior del jardín del Dalai Lama. En el se encuentran las más raras y bellas plantas del Tíbet, manzanos, perales y melocotoneros producen en abundancia la fruta que se destina para la mesa del soberano. Un ejército de jardineros se afana limpiando las avenidas, podando los árboles y regando los parterres de flores; de las obras de mayor volumen se encargan los soldados de la guardia personal. El parque está rodeado de una tapia y se abre al público durante el día. Ante las puertas, unos guardias cuidan de que los fieles y peregrinos vayan vestidos al estilo tibetano; a los que llevan sombreros europeos se les niega la entrada inexorablemente, y yo soy el único a quien se permite infringir esa regla; no obstante, cuándo llega la época de las grandes fiestas que tienen lugar en el Norbulingka, también yo vengo obligado a tocarme con el gran sombrero de fieltro bordeado de pieles. Los guardias saludan a los nobles a partir de la cuarta categoría y a mí también, por considerarme incluido en ella.

En el interior del parque se alza una muralla amarilla que rodea el jardín particular del Buda Viviente. En ella se abren tan sólo dos puertas, ante las cuales hacen guardia los centinelas, y que sólo pueden cruzar los priores y los servidores del Dalai Lama. Por encima del muro se pueden entrever las espesas frondas del parque y las doradas techumbres que centellean bajo el sol, mientras en el interior del sagrado recinto se oyen resonar los gritos de los pavos reales. Excepto los íntimos del pontífice, nadie sabe lo que ocurre allí dentro, y hasta los mismos ministros lo ignoran.

Ese muro es un lugar de peregrinación, y los devotos le dan toda la vuelta musitando sus fórmulas de oración. De trecho en trecho se abren en la pared unos huecos en los que unos fieros perrazos gruñen y enseñan los dientes en cuanto alguien se acerca; sus ladridos ponen una nota discordante en medio de la paz de aquel retiro.

Cada año se dan en el Norbulingka una serie de representaciones teatrales al aire libre, que se efectúan en un enorme escenario de piedra adosado a la muralla amarilla. Durante una semana se suceden las compañías de actores, que actúan sin interrupción desde el amanecer hasta el crepúsculo. La muchedumbre acude y se sienta bajo las frondas del parque. Todos los intérpretes son masculinos, y los asuntos, exclusivamente de inspiración religiosa. Los artistas pertenecen a todas las clases sociales y, una vez terminadas las fiestas, cada cual, aristócrata o plebeyo, vuelve a sus ocupaciones habituales. Es muy raro que un actor tibetano viva de su arte.

Los dramas que se representan son cada año los mismos. Cada actor recita su monólogo, acompañado en sordina por tambores y címbalos y frecuentemente interrumpido por los bailes que animan el curso de la acción. Tan sólo los tipos cómicos hablan normalmente en vez de salmodiar. Una de las siete compañías teatrales, los Gyumalungma, está especializada en las parodias, y, por lo que a mí hace, es la única que logró entretenerme. De todo se hace objeto de burla, y las sátiras se atreven incluso con las ceremonias religiosas y los ritos más sagrados. Entre el regocijo de la concurrencia, un actor imita el comportamiento de un oráculo y, como el, cae en trance y en estado cataléptico. Disfrazados de religiosas, los hombres remedan la falsa devoción de las monjas que dicen sus plegarias a cambio de dinero; y, en fin, cuando los monjes se acercan a ellas y hacen como que las cortejan, la hilaridad llega a su colmo, e incluso los miembros más respetables del clero revientan de risa.

El Dalai Lama asiste a esas representaciones oculto detrás de una cortina de gasa y desde el primer piso de un pabellón construido en el interior de la muralla amarilla. A un lado del escenario se sientan bajo sus tiendas los dignatarios y miembros del Gobierno.

Mientras los funcionarios asisten a un banquete, los demás espectadores comen allí donde se encuentran, y unos criados pasan ofreciéndoles
tsampa
, manteca y té facilitados por las cocinas reales.

Cada mañana y cada noche desfilan las tropas de la guarnición de Lhasa; precedidas por sus bandas, atraviesan el jardín de verano y rinden honores al dios-pontífice, siempre invisible. La parada de la tarde es la señal para la distribución de recompensas a los actores que participaron en las manifestaciones artísticas de la jornada, a los que un representante del Dalai Lama entrega una echarpe conteniendo una cantidad de dinero.

Cuando terminan las fiestas en el palacio de verano, los comediantes dan una serie de representaciones en los diversos monasterios, y durante todo un mes van de un convento a otro, despertando tal entusiasmo, que a veces la policía tiene que intervenir para restablecer el orden.

Comodidad moderna

El año 1948 me ha sido muy favorable. En primer lugar, no dependo de nadie, y en segundo, dispongo de una casa en la que soy dueño de hacer lo que me parezca. Sin embargo, no olvidaré nunca la amable hospitalidad de Tsarong; se muy bien que fue gracias a el que pude establecerme en Lhasa.

Desde que empecé a ganar un salario, me empeñé en pagarle un alquiler. Últimamente varios nobles que abandonaban la capital para dirigirse a sus residencias de verano me ofrecieron sus casas, sus jardines y sus criados. Estos ofrecimientos me seducen de veras, tanto más cuanto que ahora me hallo en situación de poder ofrecerles a cambio una remuneración y no sólo aceptarlo como generoso regalo.

Le tengo echado el ojo a una casa propiedad del ministro de Asuntos Exteriores Surkhang y que es una de las más modernas de Lhasa. Sus paredes son muy sólidas y la fachada tiene ventanas con cristales emplomados; como es demasiado grande para mí, me instalo en cuatro de sus habitaciones y cierro las demás. La más soleada me sirve de dormitorio, y junto a la cama coloco la radio sobre una mesita.

Los armarios, alacenas y arcones de madera tallada se parecen a los antiguos muebles de los chalets tiroleses o del Oberland bernés.

El suelo está formado por grandes losas de piedra pulimentada, y Nyima, mi criado, tiene el puntillo de conservarlo brillante como un espejo; primero le da cera y luego, calzándose unas babuchas de lana, se lanza a dar unos tremendos patinazos. Para el, el dar brillo a las losas constituye una diversión. El suelo está cubierto con pequeñas alfombras; son pequeñas porque no pueden ser de otro modo, pues las columnas que sostienen el techo impiden la colocación de alfombras de mayor tamaño.

Los renombrados tejedores de alfombras van a domicilio y realizan su trabajo a medida en la misma habitación; colocan los hilos en el telar, y sobre la trama ejecutan los dibujos tradicionales: dragones, pavos reales y flores. Yendo y viniendo entre sus hábiles manos, la lanzadera traza los más complicados adornos. Estas alfombras son prácticamente indestructibles, y los colores naturales, sacados de la corteza de ciertos árboles, persisten siempre vivos y brillantes como el primer día.

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