El Tíbet posee inmensos campos auríferos, pero en ninguno de ellos se explotan racionalmente los filones. En el Changtang, entre otros, los buscadores siguen escarbando el suelo con cuernos de gacela en vez de azadones, exactamente igual como lo hacían sus antepasados cinco siglos atrás. Un miembro de la Misión comercial inglesa me dijo una vez que un simple lavado de arenas residuo de explotaciones tibetanas produciría resultados sorprendentes. Aun hoy en día, las provincias pagan en polvo de oro el importe de los tributos exigidos por el Gobierno central; sin embargo, los filones auríferos no se explotan mas que en la medida que se considera estrictamente indispensable, porque se teme provocar la cólera de los genios de la tierra, y esta superstición ridícula impide incluso cualquier trabajo sistemático de prospección.
En el territorio del Tíbet tienen su nacimiento varios ríos que arrastran partículas de oro; pero, salvo excepción, la explotación de las arenas y aluviones se realiza únicamente al otro lado de la frontera. En el Tíbet oriental, ya en los confines de la China, la corriente de algunos ríos ha formado en su cauce una especie de embudos en los que las pepitas se amontonan por sí solas y no hay más que ir a recogerlas. Por regla general, los gobernadores de distrito se reservan el monopolio de esta original pesca.
Una cosa me sorprende muchísimo: ¿cómo se explica que a nadie se le haya ocurrido sacar provecho de estas riquezas baldías?
Incluso en los alrededores de Lhasa, no es raro ver brillar al sol las pepitas de oro en el lecho de algunos ríos. ¿Será acaso debido a la indolencia del tibetano, que considera el lavado del oro como un trabajo penoso? No acabo de creerlo, pues en el Tíbet el oro es sinónimo de lujo y de poder y goza de un prestigio infinitamente mayor que el que nosotros le atribuimos. De el están hechas las joyas tibetanas, y los templos encierran riquezas incalculables, como lámparas que miden un metro, estatuas altas como una casa recubiertas con planchas de oro, o bien esculpidas en un bloque de ese metal precioso. A menudo, las gentes humildes no dudan en desprenderse de su único anillo y ofrecerlo al templo; no se trata únicamente de granjearse las bendiciones de la divinidad, sino también de aportar su contribución al patrimonio común.
¿Cómo conciliar esas dos tendencias contradictorias?
Y lo que hemos dicho del oro se aplica igualmente a otros metales y minerales; cada año, las provincias envían al Gobierno centenares de toneladas de hierro, plata, cobre y mica. Estas entregas se consideran como prenda de sumisión y prueba material de la fidelidad de los gobernadores al jefe supremo del Tíbet. Con todo, nadie ha pensado en crear industrias de extracción, ni en explotar debidamente los productos del suelo tibetano.
Una vez más, la superstición es la causa de ello. Por temor a provocar la cólera de los dioses y de los espíritus del mal, prefieren importar de la India las planchas de cobre destinadas a la acuñación de moneda, y comprar al extranjero la chatarra de viejos vagones para transformarla en espadas y puñales, antes que servirse de las riquezas naturales del país, dejan al carbón durmiendo en las entrañas de la tierra y siguen contentándose con boñigas de
yak
y estiércol desecado de caballo. En cuanto a los yacimientos de sal gema, nadie se ha preocupado de aprovecharlos; los lagos sin desagüe del Changtang bastan para cubrir las necesidades de sal del Tíbet y para alimentar un próspero comercio de exportación; cada año, miles de cargas de sal son enviadas al Bhutan, al Nepal y a la India, o bien son cambiadas por arroz. Un poco por todas partes se ve brotar la nafta, de la cual las gentes de las cercanías se sirven sólo para alumbrarse.
A primera vista, resulta inconcebible que de tres millones y medio de tibetanos, ninguno haya sentido la tentación de hacer fortuna explotando por su cuenta tal o cual yacimiento. Pero es que ninguno quiere dar el primer paso, afrontando los posibles riesgos.
Los tibetanos saben también que el día que permitieran la inversión de capitales extranjeros habrá acabado para ellos la tranquilidad y que en el acto se despertarán los apetitos de los poderosos vecinos del Tíbet. Así se explica que los habitantes se limiten a practicar el comercio de productos y mercancías menos atrayentes que el oro, el petróleo, el hierro o el carbón.
Poco antes del día de Año Nuevo recibimos al fin correo de la patria, después de haber pasado tres años sin ninguna noticia.
Estas cartas son un lazo que, aunque tenue, nos pone de nuevo en contacto con el resto del mundo. Las noticias de Europa no son nada alentadoras, ni mucho menos; si acaso, más bien servirán para decidirnos a poner por obra nuestros primitivos proyectos de establecernos definitivamente en Lhasa. Por una parte, nada nos anima a volver a nuestro país de origen, y por la otra, ya hemos aprendido a pensar y a razonar como tibetanos. Mi compañero y yo hablamos correctamente el idioma y ya no lo consideramos tan sólo como un vehículo de comprensión, sino como un sutil medio de expresión lleno de matices.
Ahora dispongo de un aparato de radio, que uno de los ministros me entregó con el encargo de entresacar de los distintos boletines de información las noticias que puedan interesar especialmente al Asia central. La audición es siempre perfecta, porque en Lhasa no hay tranvías ni ascensores, nada, en fin, que pueda producir parásitos.
Cada mañana escucho las noticias, y me asombro de que se conceda tanta importancia a cosas que, en el fondo, no la tienen tan grande. En realidad, me tiene sin cuidado que un avión desarrolle una potencia superior a tal otro avión, o que un barco haya empleado tres minutos menos que su rival en cruzar el Atlántico. Todo depende del punto de vista en que uno se sitúe.
Aquí el galope de
yak
continua siendo sinónimo de rapidez; desde hace siglos, la norma no ha variado. ¿Serán más felices los tibetanos si el automóvil destronase al
yak
? Aun cuando la apertura de una carretera hasta la frontera india contribuiría a elevar el nivel de vida de los habitantes, la irrupción de nuevas ideas y normas de existencia resultará fatal para la paz y la felicidad de los tibetanos. ¿Por que imponer a un pueblo costumbres que es incapaz de comprender y asimilar? Un proverbio lhasapa dice: «No se llega al quinto piso del Potala sin antes haber empezado por la planta baja».
La civilización y la clase de vida de los tibetanos valen tanto como el progreso técnico del cual nosotros nos sentimos tan orgullosos. ¿Existe acaso en Europa o en América un país donde la cortesía sea tan refinada como en el Techo del Mundo? Aquí nadie se altera ni nadie intenta significarse. Los adversarios políticos compiten en cortesía cuando se encuentran y cada uno respeta las opiniones del prójimo. Las esposas de los nobles de este país son magníficas amas de casa y dan pruebas de un gusto exquisito en la elección de vestidos y joyas. ¿Por que trastornar todo esto?
Sabiendo que somos solteros, nuestros amigos nos aconsejan a menudo que alquilemos una o varias criadas para cuidar de la casa; a veces, en momentos de murria o de añoranza, llegue a pensar también en tomar compañera; pero, por muy bonitas que sean algunas tibetanas, he preferido siempre conservar mi independencia.
No habríamos tenido ninguna idea, ningún sentimiento coincidente.
Lo cual no hubiera podido hacer soportable la vida en común. En cambio, me habría gustado hacer venir una compatriota… Por desgracia, mis medios económicos no me lo permitían y, más adelante, los acontecimientos políticos que se precipitaron sobre el Tíbet lo impidieron definitivamente.
Así, pues, vivía solo; desde varios meses atrás, Aufchnaiter y yo no nos veíamos más que de tarde en tarde. Pero ese aislamiento resultó una ventaja para mí cuando fui admitido en palacio y tuve tratos con el Dalai Lama. El clan que detentaba el poder habría sentido hacia mí una desconfianza extrema si hubiera estado casado, pues se compone de monjes que, conforme a la regla, hacen voto de celibato.
Con todo, sucede a veces que algún monje quiere librarse de sus votos y casarse: para ello no necesita más que pedir la autorización de abandonar el monasterio, y en adelante queda libre para celebrar sus nupcias. Este permiso no se niega nunca; no obstante, si bien los que son nobles conservan en la vida civil el grado que ocupaban en la jerarquía monástica. Los plebeyos lo pierden. Al colgar los hábitos, se dedican generalmente a los negocios. Por el contrario, si un monje tuviera tratos con una mujer, recibirá un castigo que no guarda proporción con la gravedad de la falta cometida.
Cada día nos extraña menos haber conseguido autorización de residir en Lhasa, sin que por ello olvidemos la suerte excepcional con que nos vemos favorecidos. Con frecuencia, el Gobierno me encarga de traducir cartas venidas de todas las partes del Globo solicitando un permiso de residencia en el Tíbet. La mayoría de los que escriben ofrecen su trabajo a cambio del hospedaje y la manutención y sólo aspiran a conocer el país y sus habitantes. Algunas cartas proceden de tuberculosos que creen que la pureza del aire tibetano les devolverá la salud o prolongara su existencia. Tan sólo se contesta a estos últimos; el destinatario recibe los buenos deseos y la bendición del Dalai Lama y a veces incluso se adjunta un regalo en especie. Con todo, a nadie se concede el anhelado permiso. El Tíbet desea conservar su aislamiento; a toda costa quiere seguir siendo el país prohibido. en cualquier caso, frente a todos y contra todo.
Pueden contarse con los dedos de una mano los extranjeros que vi en el curso de los cuatro años de mi estancia en Lhasa.
En 1947 fue el primero el periodista francés Amaury de Riencourt, oficialmente invitado a petición de los ingleses y que pasó tres semanas en la ciudad santa.
En 1948 llegó el profesor Tucci, de la Universidad de Roma; aquel era su séptimo viaje al Tíbet, si bien entraba en Lhasa por vez primera. Tucci es el europeo que mejor conoce la civilización y la historia de ese país; ha traducido muchos libros tibetanos y ha escrito varias obras consagradas al país y a sus habitantes. Nepalíes, tibetanos, chinos e hindúes quedaban asombrados ante la extensión de sus conocimientos: Tucci les daba sin la menor vacilación toda clase de detalles y precisiones sobre tal o cual hecho de su historia. Me encontré con él varias veces en algunas recepciones e incluso me dio un mentís, al tomar partido por mis adversarios durante una discusión en la que me oponía al parecer de mis amigos tibetanos. Se trataba de la forma de la Tierra. Yo sostenía la opinión de Galileo, en tanto que mis interlocutores, fiados en su tradición, pretendían que el planeta es un disco plano. Mis razonamientos empezaban a hacer efecto y yo veía que la convicción de mis amigos empezaba a flaquear. Deseando alejar de ellos las últimas dudas, me dirigí al profesor Tucci rogándole que confirmara mis palabras. Pero, ante mi asombro, se puso de parte de los dudosos, declarando que las teorías mejor fundadas en apariencia, estaban sujetas a continuas revisiones y que, en estas condiciones, nada se oponía a que resultara acertada la teoría de mis adversarios. Unas cuantas sonrisas irónicas acogieron esta elección de partido, pues todos estaban enterados de que yo enseñaba geografía a los hijos de los nobles… Tucci permaneció en Lhasa una semana, y después de una visita al monasterio de Samye, el más célebre del país, regresó a la India llevándose un rico botín etnológico y algunos valiosos libros procedentes de la imprenta del Potala.
Al siguiente año, les tocó la vez a dos norteamericanos, Thomas Lowell y su hijo. También ellos permanecieron una semana en la ciudad santa, siendo recibidos por el Dalai Lama. Rodaron una película y sacaron numerosas fotografías. De vuelta a su país, Lowell hijo escribió un libro de memorias, y su padre utilizó los discos grabados en el Tíbet para ilustrar las conferencias que dio por radio.
Los Lowell, padre e hijo, consiguieron la autorización de entrar en Lhasa gracias a las amenazas que la China comunista dirigía contra el Tíbet. En efecto, cualquiera que sea el régimen político: imperio, dictadura nacionalista o comunismo, China ha considerado siempre y sigue considerando al Tíbet como una de sus provincias.
Esta actitud viene a chocar con las aspiraciones de los habitantes, los cuales están tenazmente apegados a su independencia. Pensando que el Techo del Mundo podrá beneficiarse con la publicidad que le harán los Lowell, el Gobierno consideró que sería útil hacer con ellos una excepción; su película, sus fotografías y sus escritos serán una prueba tangible de la voluntad de independencia de la población .
Aparte estos cuatro invitados oficiales, un ingeniero y un mecánico obtuvieron el permiso de ejercer sus profesiones en el Tíbet, pero sólo de modo temporal. El primero era un inglés, ingeniero de la General Electric Company, el cual había de vigilar el montaje de las turbinas e instalaciones técnicas de la nueva central eléctrica del Kyitchu; su primer gesto fue rendir homenaje de admiración al trabajo realizado por Aufschnaiter.
El segundo, Nedbailoff, era un ruso blanco que había huido de su país después de la revolución. Desde entonces anduvo errante por toda el Asia, viniendo por fin, como nosotros, a dar con sus huesos en el campo de concentración de Dehra-Dun. En el año 1947, ante la amenaza de verse devuelto a Rusia, se fugó con la idea de llegar al Techo del Mundo.
Poco después de cruzar la frontera, tuvo la mala suerte de que le detuvieran en la zona sometida al control inglés, pero gracias a su oficio se toleró su presencia en el Sikkim. Llamado a Lhasa para reparar las máquinas de la antigua central, hubo de huir nuevamente cuando la invasión del Tíbet por las tropas comunistas chinas.
Más tarde supe que se había establecido en Australia. Eternamente errante, Nedbailoff era un aventurero nato, y siempre logró salir incólume de las peores catástrofes. Era un hombre extraordinariamente trabajador, pero del que no puede decirse que detestara ni a las mujeres ni el alcohol… ¡y ni una cosa ni la otra faltaban en el Tíbet!
La proclamación de la independencia india selló la suerte de la representación diplomática inglesa en el Tíbet. Se cambió todo el personal inglés, a excepción de míster Richardson, el jefe de la Misión, quien, a falta de un nuevo titular con la experiencia necesaria, cuidó de la interinidad durante un año. Reginald Fox, el operador de radio, pasó al servicio del Gobierno tibetano, el cual le encargó la instalación de emisoras destinadas a dar la alarma en caso de invasión. Para ocupar la emisora de Chamdo, en el este del país, Fox llamó a un compatriota suyo, Robert Ford, en el cual tenía entera confianza. Le conocí una de las veces que vino a Lhasa, y recuerdo que era un magnífico bailarín. El fue el primero que inició a la juventud de la capital en la práctica de la samba. En las reuniones, los jóvenes lhasapas aprovechan todas las ocasiones que se presentan para bailar; les gusta especialmente una especie de one-tet de origen tibetano y los fox-trot que se tocan a un ritmo endiablado.