Siete años en el Tíbet (22 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

A pesar de esta deplorable situación, los monjes, que son quienes mandan en los destinos del país, no han querido conceder nunca autorización para la entrada de médicos extranjeros; y ni siquiera los altos funcionarios que acuden al doctor Gutherie se hallan a cubierto de la vindicta de los monjes.

Primeros empleos oficiales

Conociendo, pues, el estado de ánimo de las autoridades, nos sentimos llenos de entusiasmo y de confianza en el porvenir cuando las más altas personalidades monacales encargan a Aufschnaiter la construcción de una red de canales de riego en las cercanías de Lhasa. A falta de personal especializado, yo haré las veces de agrimensor, ayudando a mi compañero a vigilar la marcha de los trabajos.

Con gran alegría por nuestra parte, acaba de darse el primer paso para nuestra definitiva instalación en el Tíbet.

En cuanto amanece el día siguiente, me dirijo al lugar señalado para los trabajos, al pie de la segunda muralla, y quedo confundido ante el espectáculo que se ofrece a mis ojos. Agachados y medio ocultos entre sus hábitos escarlata, centenares de monjes esparcidos por el campo hacen… lo que hasta los mismos reyes acostumbran hacer solos. ¡El lugar sirve de letrina a los religiosos de un monasterio! Nos damos buena maña para terminar pronto las mediciones, pero resulta que he confiado excesivamente en mis fuerzas, y al cabo de dos horas de permanecer de pie, mi ciática levanta cabeza y tengo que irme a casa y acostarme. Completamente solo, Aufschnaiter levanta el plano de los canales, y, al cabo de doce días, ciento cincuenta trabajadores comienzan la explanación del terreno. Durante ese tiempo y para sacar partido de mi obligado reposo, propongo a Tsarong la instalación de un surtidor en su jardín, lo cual se realiza sin que tenga que andar y permaneciendo sentado la mayor parte del tiempo. Bajo mi guía, tres obreros colocan una tubería subterránea y construyen un estanque. Tsarong, que sabe hacer de todo, también maneja la paleta y la llana, y prepara el mortero para construir sobre el tejado de su casa el depósito de cemento que ha de alimentar el surtidor asegurándole la presión indispensable. Una vez terminado el estanque, se llena el depósito por medio de una bomba de mano.

El ensayo oficial se ve coronado por el éxito, y la noticia de que en casa de Tsarong hay un surtidor, el único que existe en todo el país, corre por la ciudad como un reguero de pólvora. En adelante, el surtidor será el clou en las reuniones de Tsarong.

Thangme viene a visitarme y me enseña un periódico impreso en caracteres tibetanos, en el que se habla de Aufschnaiter y de mí.

Para conocimiento de mis lectores, me apresuro a aclarar que aquella hoja se pública en la India, en Kalimpong para mayor precisión; y por más que la tirada se reduce a quinientos ejemplares mensuales, a su director le cuesta horrores despacharlos. Esa gaceta se vende exclusivamente en territorio tibetano, y unos pocos ejemplares se envían a los escasos eruditos del mundo occidental especializados en el estudio de este país. El artículo refiere con absoluta objetividad las aventuras que precedieron nuestra llegada a Lhasa y describe las gestiones que hicimos para obtener el permiso de residencia. Confiamos que esas líneas, redactadas por un espíritu bienintencionado, ejerzan una favorable influencia sobre aquellos de quienes depende nuestra suerte.

Fiestas deportivas a las puertas de Lhasa

Las ceremonias propiamente dichas del año fuego-perro han terminado, pero los festejos menores están aún en su apogeo, y yo sigo con apasionado interés las competiciones deportivas que se organizan en el Patkhor, ante la entrada del Tsug Lha Kang. Cada mañana, antes del alba, se extiende en el suelo una gran estera, y los espectadores que desean tomar parte en las competiciones se dan a conocer. Los luchadores son todos pacíficos habitantes de Lhasa; no se han sometido a ningún entrenamiento y tan sólo el deseo de medir sus fuerzas les impulsa a hacer de matasiete.

A pesar de la temperatura glacial, se despojan de todas sus ropas, no conservando mas que una especie de taparrabos. La mayoría de los que se presentan son fuertes y membrudos y mientras esperan se dan palmadas en los brazos para entrar en calor. Un luchador de oficio dará pronto buena cuenta de estos aficionados que carecen por completo de técnica. Se agarran y procuran derribarse y hacer que el adversario toque el suelo con la espalda. Cada encuentro dura de dos a tres minutos. Vencedor y vencido reciben una echarpe blanca y, después de inclinarse ante el bpoque, se la entrega, se prosternan por tres veces, dando así una muestra de respeto al regente, el cual asiste a los juegos oculto tras una celosía, en el primer piso del Tsug Lha Kang.

Los demás ministros presencian el espectáculo desde otra ventana.

Nosotros también hemos podido encontrar un observatorio en el segundo piso del edificio ocupado por la Legación china y lo observamos todo ocultos tras una cortina. Resulta que de este modo estamos infringiendo las órdenes según las cuales nadie puede ocupar un sitio más elevado que el del regente.

Después de la lucha, se pasa a otra clase de ejercicios; los contendientes han de levantar una enorme piedra tallada y, sosteniéndola, dar una vuelta en torno al mástil de plegarias. Son poquísimos los que lo consiguen fácilmente; grandes explosiones de risas corean el fracaso de los que no tienen suerte, bien sea que acaben por soltar la carga o que desde el principio hayan presumido excesivamente de sus fuerzas.

De pronto se alza un clamor cuando a lo lejos se oye una galopada; armados con sus garrotes, los dob-dob se lanzan sobre la multitud para abrir calle y, a poco, un tropel de caballos llega a galope tendido y con las crines al viento. A pocos kilómetros de la ciudad se les ha dado suelta, aguijándoles hacia la puerta de las murallas, y, sin jinetes, se lanzan a través de las calles entre una doble barrera de espectadores que los animan con gritos y gestos. El que vence es el primero que desemboca en el Parkhor. Cada corcel lleva atada a las crines una banderola indicando el nombre de su dueño. La costumbre quiere que el premio recaiga siempre en un caballo perteneciente a las cuadras del Dalai Lama o de algún miembro del Gobierno, de modo que si por azar algún intruso parece que pretende adelantarlos, un criado le tira un bastón entre las patas para detener su carrera.

Aun no ha tenido tiempo de disiparse el polvo levantado por los caballos, cuando desemboca en la explanada un grupo de corredores que acaba de cubrir una distancia de ocho kilómetros. Al ver la crispación de sus rostros se comprende que carecen por completo de entrenamiento. Todo el mundo puede tomar parte en la carrera: niños, jóvenes y viejos. Los concursantes van descalzos, y la vista de las heridas que se hicieron en el curso de la carrera, lejos de inspirar lástima, levanta verdaderas tempestades de risas, mofándose de los rezagados con abucheos y bromas de mal gusto.

Apenas acaban de desaparecer los últimos corredores, cuando se oye un nuevo galopar de caballos. Esta vez van montados y se los recibe entre grandes clamores. Los jinetes, vestidos con extrañas y anacrónicas indumentarias, azotan furiosamente con el látigo a sus monturas para que rindan el máximo esfuerzo. Alguna vez un caballo se encabrita y, describiendo una magnífica parábola, el jinete va a caer en medio de la multitud, pero esta no se altera por tan poca cosa.

Esta prueba señala el final de la fiesta deportiva, y entonces los vencedores se presentan ante el jurado. Cada uno es portador de una tablilla de madera indicando su número de orden, y se les hace entrega de echarpes blancas o de colores, según se hayan distinguido más o menos. Un centenar de jinetes y otros tantos corredores son honrados así públicamente, pero lo curioso es que no suena ningún aplauso durante la entrega de premios. En el Tíbet no se conocen los aplausos; en cambio, se ríe hasta reventar si algún concursante tiene la mala suerte de ponerse en ridículo. La gente se burla estruendosamente, pero sin malicia, de su malaventura.

Se han clausurado las fiestas del Parkhor, y las ulteriores manifestaciones se celebraran en una gran pradera situada fuera del recinto de la ciudad.

Allí se congrega una inmensa multitud; afortunadamente, a nosotros nos hacen sitio en una de las tiendas de campaña reservadas para los nobles.

Las de los miembros del Gobierno ocupan un sitio de honor en primer término. Las demás se alinean un poco hacia atrás y más o menos próximas a las primeras, según la importancia de los invitados. Todas se distinguen por la magnificencia de su ornato exterior y por la abundancia y riqueza de los bordados y las tapicerías de seda, constituyendo los vestidos multicolores de hombres y mujeres el telón de fondo, a la par que un cuadro de maravillosa policromía. A los altos funcionarios (los que pertenecen al cuarto grado de la jerarquía civil) se los reconoce por sus largas túnicas de seda amarilla. Sus grandes sombreros planos bordeados de zorro azul los señalan a la atención del vulgo. Aquí un detalle curioso: las pieles de zorro que adornan los sombreros de los nobles provienen todas de Hamburgo, que es el principal mercado de esta clase de pieles. Las peleterías indígenas parece que no están tan bien provistas ni tienen géneros tan escogidos; en este aspecto, ni hombres ni mujeres no transigen, pues se trata de eclipsar al vecino con una ostentación de lujo y de pompa. Por más que el tibetano ignore la geografía, hay algunos nombres de ciudades y países que son familiares para el: sabe muy bien, por ejemplo, que las perlas cultivadas vienen del Japón; las turquesas, de Persia (vía Bombay) el coral, de Italia, y el ámbar, de Berlín y de Koenigsberg. Muchas veces tuve que escribir, por cuenta de algunos aristócratas, cartas de pedido dirigidas a tal o cual comerciante de Europa o de América.

El deseo de aparentar es uno de los rasgos dominantes del carácter asiático, y los tibetanos no son ninguna excepción de la regla, muy al contrario. El pueblo bajo se complace viendo a sus amos cubiertos de joyas y de telas raras, lo cual es para ellos un símbolo de poderío.

A buen seguro, la gente no acudiría con tanto entusiasmo a las fiestas si no pudiese admirar la pompa señorial. ¡Hay que oír las aclamaciones que saludan el momento en que, al final de las fiestas, los cuatro ministros cambian sus sombreros de pieles por los de ribetes rojos de sus criados, demostrando con este gesto que se sienten solidarios de las gentes humildes a quienes gobiernan!

Pero volvamos al espectáculo que se prepara. Esta fiesta de los jinetes es una de las manifestaciones más gustadas en Lhasa. En ella los tibetanos hacen gala de una extraordinaria habilidad, de una consumada maestría. Con vistas a esta exhibición, cada familia noble escoge entre sus vasallos a los más hábiles y dignos de hacer triunfar sus colores. Esta competición es una última supervivencia del pasado; se remonta a la época de la dominación mongólica y recuerda el alzamiento en masa de aquellos antiguos tiempos y la gran parada con que cada año los soberanos presentaban sus tropas. Lanzándose desde un extremo del terreno, de pie sobre los estribos, los jinetes pasan al galope y disparan sus armas contra un blanco fijo.

Veinte metros más lejos, cambiando el fusil por el arco, lanzan una flecha contra otro objetivo. A cada participante que logra dar con la bala y la flecha en el blanco se le hace objeto de una ovación.

El público admitido a presenciar ese espectáculo no se compone únicamente de tibetanos. Hay tiendas reservadas para el personal de las delegaciones extranjeras, y el Gobierno pone a la disposición de sus invitados varios criados y oficiales de enlace. Numerosos súbditos chinos que residen en Lhasa se mezclan con los indígenas, y se les distingue inmediatamente por sus vestidos, medio europeos, medio asiáticos. Aparte estos signos exteriores que diferencian a los tibetanos de los chinos, los primeros se distinguen de estos últimos por tener los ojos menos almendrados y las mejillas encarnadas.

La mayoría de los hijos del Celeste Imperio establecidos en Lhasa son comerciantes y gozan de un trato privilegiado. Casi todos fuman opio, pues, no estando sujetos a la jurisdicción local, pueden entregarse libremente a ese vicio. Por contra, el Gobierno castigará con severidad a los tibetanos que los imitaran.

En Lhasa no se fuman mas que cigarrillos, todas las clases de cigarrillos que se fabrican en el mundo, pero esta prohibido fumar en las ceremonias religiosas y durante las horas de oficina. Y en ocasión de las fiestas de Año Nuevo, como los monjes son los que mandan, esta incluso prohibida la venta de cigarrillos.

En cambio, en cualquier época y lugar, todo el mundo toma rape.

El pueblo y los monjes utilizan para eso un tabaco que ellos mismos se preparan; cada uno se muestra orgulloso de su propia mezcla, y cuando se encuentran dos tibetanos, nunca dejan de ofrecerse mutuamente el contenido de sus respectivas tabaqueras. Es la ocasión para lucir la elegancia de estas: las hay de todas las formas y todos los materiales, desde las de asta de
yak
a las del más valioso jade engastado en oro. El aficionado extiende sobre su pulgar un poco de tabaco y lo aspira ruidosamente. Los tibetanos son unos grandes especialistas en esta cuestión y saben echar por la boca verdaderas nubes de polvo de tabaco sin estornudar siquiera; por lo que a mí respecta, cada vez que he tomado rape, no he podido evitarlo nunca, para regocijo de todos los presentes.

Además de los chinos, en Lhasa también hay nepalíes. En virtud de un tratado muy antiguo, los nepalíes no pagan impuestos (esta exención es consecuencia de una guerra perdida por el Tíbet), y basta tener los ojos abiertos para comprender el gran provecho que sus beneficiarios obtienen de ese privilegio, pues los comercios más grandes y hermosos del Parkhor les pertenecen. El nepalí es comerciante nato; para el, los negocios no son únicamente los negocios, sino los buenos negocios. La mayoría viven solos, dejando a las familias en su país de origen, al que regresan una vez han hecho fortuna; al contrario que los chinos, los cuales se casan con tibetanas y se instalan definitivamente.

En ocasión de ceremonias o fiestas oficiales, la representación diplomática nepal forma como un islote multicolor. Sus abigarrados vestidos eclipsan a los de los nobles tibetanos, y las guerreras rojas de los soldados gurkhas encargados de proteger a la Legación y a sus miembros se distinguen de lejos.

Estos gurkhas gozan de una sólida reputación, y únicamente ellos se atreven a infringir la ley que prohíbe la pesca. Si algún día el Gobierno de Lhasa se entera de esta infracción, seguramente presentara una protesta ante los delegados del Nepal; pero, con todo, no pasará de ser una protesta formularia. No hay que decir que los culpables serán castigados, pues la Legación mantiene cordiales relaciones con el Gobierno, pero hay numerosos funcionarios tibetanos que tampoco tienen la conciencia limpia, ya que muchos nobles lhasapas se cuentan entre los más adictos clientes de los guardianes gurkhas. Después de una buena reprimenda, los contraventores serán castigados a la pena del látigo, pero, afortunadamente para ellos, el castigo será considerado como letra muerta y todo seguirá como antes… En cambio, ningún lhasapa se atreverá a pescar por sí mismo. En el Tíbet no hay mas que un solo pueblo al que se le permite pescar. En aquel punto, el Brahmaputra atraviesa una región desértica invadida por arenales. No pudiendo cultivar la tierra ni criar animales domésticos, a los habitantes no les queda otro recurso que la pesca y, por consiguiente, se ha alterado la ley en su favor; pero a consecuencia de esto, a los habitantes del pueblo se los considera como ciudadanos de segunda zona, asimilados a los herreros y a los matarifes.

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