Y, finalmente, en Lhasa existe un importante núcleo de población musulmana, que posee incluso su mezquita y es libre de practicar su religión, pues la tolerancia es uno de los principales rasgos del carácter tibetano. A despecho de la severa dictadura monacal, el proselitismo y el fanatismo no se conocen, y se respetan escrupulosamente todas las opiniones religiosas. Estos musulmanes originarios de la India lo han asimilado totalmente. Los primeros que llegaron exigieron que sus esposas indígenas se convirtiesen al islamismo; pero el Gobierno intervino y decretó que las tibetanas serán autorizadas a casarse, pero conservando su religión. Desde entonces, las esposas, o las hijas nacidas de esos matrimonios mixtos continúan usando el traje nacional y el delantal multicolor a rayas horizontales; el velo del Islam, rebajado a la categoría de adorno, puede considerarse como un símbolo. En cambio, los maridos lucen todos el fez o el turbante. Los musulmanes, que son comerciantes en su inmensa mayoría, mantienen relación constante con la India y sobre todo con Cachemira.
La gran fiesta anual de los jinetes constituye una magnífica ocasión para contemplar los diversos grupos étnicos que forman la población de la capital. A los ya citados se añaden ladhakis, bhutaneses, mongoles, sikkimeses, kazaks, súbditos de las más diversas tribus. Una tribu quiero hacer notar especialmente: la de los hui-hui, musulmanes chinos originarios de la provincia de Kuku-Nor, que imperan en los mataderos, situados en un apartado barrio fuera del recinto del Lingkhor. Se les mira por encima del hombro, porque matar animales es contrario a las leyes budistas. No obstante, también ellos poseen su mezquita.
A pesar de esa extraordinaria diversidad de religiones, de razas y costumbres, los habitantes de Lhasa celebran en perfecta armonía el advenimiento del nuevo año. Sin duda la tolerancia es comunicativa, porque las tiendas de campaña de los chinos y los ingleses (que desde hace siglos se disputan las simpatías del Tíbet) se alzan fraternalmente una al lado de la otra.
A continuación de las carreras de caballos y de los torneos, una última competición pone fin a los festejos: este curioso tiro al arco esta exclusivamente reservado a la nobleza. El blanco es una cortina multicolor en la que se cuelga un disco negro de un diametro, de quince centímetros, rodeado por círculos concéntricos formados por aros de cuero. El tirador se sitúa a treinta metros, tiende el arco y dispara la flecha. Durante su trayectoria, el proyectil produce un sonido que se percibe a distancia. He tenido ocasión de examinar esas flechas: el hierro se sustituye por una pieza de madera perforada por agujeritos, a través de los cuales pasa el aire produciendo aquellos sonidos de extraña modulación. La habilidad de los tiradores es tan grande que, salvo excepción, todas las flechas van a alojarse en el disco negro central. Los nobles que toman parte en esta prueba reciben, como los demás vencedores, una echarpe blanca.
¡La fiesta ha terminado!
Al atardecer, nobles y altos personajes vuelven a Lhasa con toda pompa y solemnidad, entre una multitud de gentes humildes que los contemplan sin la menor envidia. El pueblo esta satisfecho; el corazón de los creyentes vibra al recuerdo de las grandes ceremonias y de la solemne aparición del dios-pontífice.
Luego la vida retorna a su curso normal; los comerciantes abren sus despachos y almacenes y los regateos vuelven a empezar por todas partes. En las plazuelas se reúnen los jugadores de dados; y los perros, que durante el período llamado de limpieza desaparecieron de la ciudad, toman otra vez posesión de sus dominios…
En cuanto a nosotros, parece que nos hayan olvidado. La primavera esta terminando y comienza el verano; la ciática me deja en paz y ya no se habla de expulsión. Sigo cuidándome, pero, con todo, ya me encuentro en situación de poder ocuparme del jardín, cuando hace buen tiempo. El trabajo no falta, pues nadie ignora ya que el surtidor que adorna el parque de Tsarong fue instalado por mí; uno tras otro, los nobles vienen a verme, manifestando el deseo de que les haga otro parecido.
Igual que el chino, el tibetano es muy aficionado a los trabajos de jardinería: el más pequeño rincón de tierra lo transforma en un jardín multicolor. Las plantas alegran también todos los hogares, donde se las encuentra por todas partes, incluso en los recipientes más inesperados, como teteras viejas y tazas desportilladas, que gracias a ellas cobran un aspecto de fiesta.
Aufschnaiter trabaja de la mañana a la noche en la construcción del canal de riego, el primer canal tibetano construido según las leyes de la hidráulica. Se pasa todo el tiempo en el tajo, en el que las obras no cesan mas que en los días de gran fiesta. Las circunstancias son particularmente favorables: esta vez ya no son los nobles, sino los monjes, los que nos dan empleo, lo cual es un buen augurio, porque si bien la nobleza juega un gran papel en la administración del país, solamente los monjes detentan el poder.
Así pues, no trato de disimular mi alegría cuando los Tsedrung, por medio de un mensajero, me piden que vaya a visitarlos.
Estos monjes constituyen una casta de especial interés, porque entre ellos se reclutan los servidores y las personas que tratan de cerca al Dalai Lama, como los grandes chambelanes, profesores, ayudas de cámara, etc. Cada día, el Dalai Lama toma parte en las reuniones que celebran entre ellos los miembros de esta francmasonería.
Todos reciben una sólida instrucción y se hallan sometidos a una rigurosa disciplina. El seminario de los Tsedrung se halla situado en el ala oriental del Potala; los profesores se eligen entre los monjes del célebre monasterio de Mondroling, al sur del Tsangpo, en el que se conservan florecientes las mejores tradiciones de la literatura tibetana. Cualquier tibetano puede entrar en la escuela de los Tsedrung, pero, en cambio, resulta sumamente difícil ser admitido en la Orden propiamente dicha. Una costumbre secular fija en ciento setenta y cinco el número de afiliados. Este número era, hace todavía pocos años, el de los funcionarios civiles, y la administración del Tíbet no contaba en total mas que trescientos cincuenta miembros, civiles y monacales. Recientemente, su número se aumentó con la creación de nuevos departamentos gubernamentales.
El novicio llegado a los dieciocho años no sólo debe salir airoso de varios exámenes, sino que además necesita de muy poderosas influencias para ser admitido en la casta de los Tsedrung, la cual confiere el quinto grado de nobleza. Según sus méritos, podrá luego tener acceso al cuarto grado y más tarde al tercero. Al igual que los demás monjes, los Tsedrung llevan la gran túnica morada, pero se les distingue por un adorno que indica su categoría dentro de la orden. Así, por ejemplo, un Tsedrung de tercer grado lleva una estrella de seda amarilla. Estos futuros dignatarios son generalmente de origen plebeyo, y su influencia sirve de contrapeso a la de los nobles. Su campo de acción es inmenso, pues cada cargo gubernamental tiene dos titulares, uno civil y otro religioso, sistema de control recíproco que sirve para evitar los abusos del poder.
Dronyer Tchemo, el omnipotente chambelán del Potala que me ha enviado a buscar, me propone que arregle el jardín de los Tsedrung y además me da a entender que si mi trabajo es satisfactorio, tal vez me encarguen de reorganizar el parque del Dalai Lama.
Naturalmente, acepto en el acto su proposición y con unos cincuenta obreros a mis órdenes me pongo en seguida a la tarea.
Desde ahora, Aufschnaiter y yo no tenemos ya casi nada que temer. Al estar empleados por los Tsedrung nos hallamos, pues, bajo su protección, y esto parece confirmarnos que a fuerza de vernos, se han acostumbrado a nosotros y que en adelante se considera tolerable nuestra presencia en la ciudad santa.
¡Pero cuán errados estamos! Una semana después recibimos la visita de un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, Kyibub, uno de los cuatro tibetanos que hicieron sus estudios en Inglaterra, el cual se excusa por tener que comunicarnos una desastrosa noticia: el comandante Gutherie me ha declarado en estado de viajar y el Gobierno nos invita a marchar de Lhasa a la mayor brevedad. En apoyo de estas palabras, Kyibub me entrega la carta del médico. En ella declara que, si bien mi estado de salud no es totalmente satisfactorio, nada se opone ya a mi partida.
Aufschnaiter y yo nos quedamos como atontados. Pero, sobreponiéndonos al momentáneo desaliento, pasamos a la ofensiva y, agarrándonos a cualquier clavo ardiendo, empezamos a presentar toda clase de objeciones: ¿Que sucederá si por el camino vuelve a darme un ataque de ciática? ¿Cómo soportaremos el clima de la India en plena estación del monzón, después de tantos meses pasados en el Tíbet? ¿Quien podrá sustituirnos para llevar a cabo los trabajos que hemos emprendido a petición de las autoridades?
Para terminar, manifestamos a Kyibub que vamos a dirigir inmediatamente otra solicitud al Gobierno.
Durante tres semanas vivimos en espera de una sentencia definitiva; pero del modo más asombroso. La cosa queda muerta una vez más. Verdad es que en Lhasa ya no somos unos extraños; la población se ha acostumbrado a nosotros y los niños ya no nos señalan con el dedo. Las visitas que recibimos son de amigos y no de curiosos, como al principio. Dondequiera que vamos, nos aseguran que están siempre encantados de recibirnos y que se alegran de ver que seguimos en la capital.
Si no fuera por las dificultades de la correspondencia con Europa (cuya situación no nos atrae lo más mínimo), sólo tenemos motivo para estar contentos con nuestra suerte; desde que trabajamos, ya no somos una carga para Tsarong, disponemos de una casa y estamos a cubierto de las preocupaciones materiales. Además, las numerosas invitaciones de los nobles de Lhasa contribuyen a distraernos.
La hospitalidad tibetana es admirable y cada reunión es un nuevo motivo de asombro.
Las recepciones a que hemos asistido hasta ahora quedan eclipsadas por la gran fiesta que dan los padres del Dalai Lama. Esta vez, tan sólo una casualidad me permitió asistir a ella. Me hallaba trabajando en el jardín de los padres del pontífice, cuando un servidor vino a invitarme.
Emocionado y un poco cohibido, contemplo a los asistentes.
Treinta nobles, hombres y mujeres, revestidos con sus mejores atavíos, rodean a la madre de Dalai. Uno de los invitados me entera de la noticia: se esta celebrando el nacimiento de otro heredero.
Yo también me acerco, entrego una echarpe a la feliz madre y la felicito calurosamente. El nacimiento tuvo lugar tan sólo hace dos días y, sin embargo, la interesada va y viene como si tal cosa y conversa de pie con sus invitados.
Siempre me dejó atónito la facilidad con que se reponen las tibetanas después de un parto. No hay cosa tan insignificante como esta; nada de médicos: las mujeres se encargan de todo. La tibetana se enorgullece de tener una prole numerosa; ella misma cría a sus hijos, y es cosa muy corriente ver a niños y niñas de tres y cuatro años que todavía maman. Ricos o pobres, los tibetanos adoran a sus hijos y los miman extraordinariamente. La única sombra en este risueño cuadro es que innumerables criaturas vienen al mundo atacadas de enfermedades congénitas y la mortalidad es muy crecida.
Cuando en una familia noble nace un infante, se le confía a una mujer que, desde aquel momento, no se separara de el ni de día ni de noche. Un nacimiento da siempre lugar a una fiesta solemne.
Llamado a consulta por los padres, un lama hace el horóscopo del recién nacido y escoge sus nombres según la fecha, la hora y la conjunción lunar en el momento de su venida al mundo. Si más adelante el niño pasa alguna enfermedad grave y se salva, se le cambia el nombre, por considerar maléfico el anterior. Así fue como un día, al ir a visitar a un amigo que acababa de sanar de una disentería, me quedé estupefacto al descubrir que desde nuestro último encuentro había cambiado de identidad.
Pero volvamos a la fiesta, excepcionalmente brillante, dada en honor del último hermano del Dalai Lama. Los comensales toman asiento, cada uno según su categoría, en los almohadones dispuestos en torno a unas mesitas muy bajas. Durante dos horas enteras se van sucediendo los platos, sin interrupción —llegué a contar más de cuarenta, pero no tuve ánimo para continuar—. ¡Al principio hay que comer con suma moderación, para poder resistir hasta el final!
Los criados llegan, depositan los platos sobre las mesas, se los llevan sin ruido y vuelven a presentarse con las manos cargadas de nuevos manjares. A las viandas locales, como cordero y
yak
asados, suceden el arroz, el pollo al curry y muchas otras especialidades indias y chinas, y al fin del banquete viene la obligada sopa de pasta, sin la cual el festín no se considera acabado. Algunos comensales beben el chang, que facilita la digestión; otros, más refinados, prefieren el oporto o el whisky importados de la India. Gradualmente, el ambiente se va caldeando; pero el dueño de la casa no se preocupa por ello: es la prueba de que sus invitados hacen honor a su agasajo.
Al término de la velada, numerosos criados, sosteniendo cada cual un caballo por la brida, esperan a la puerta para acompañar a sus casas a los invitados; y entonces la concurrencia se despide, después de dar las gracias al señor de la casa, el cual entrega a cada uno una echarpe blanca. Antes de separarse, suelen cambiarse recíprocas invitaciones, aunque la mayor parte no se hagan mas que por pura fórmula, de modo que distinguir cuales son auténticas y cuales no constituye un verdadero rompecabezas.
Para llegar a conseguirlo, Aufschnaiter y yo hemos necesitado muchos meses de práctica. El grado de sinceridad se mide por la entonación o por la construcción de la frase.
Desde entonces, volvimos muchas veces invitados a casa de los padres del Dalai Lama, en especial desde que su hermano mayor y yo nos hicimos muy amigos.
A Lobsang Samten, sus padres le destinan a la carrera monacal.
Un brillante porvenir se abre ante él, pues su categoría y su calidad de hermano del dios-pontífice hacen de ese muchacho el intermediario obligado entre su hermano menor y el Gobierno.
Lobsang ya no es libre de sus propias acciones; así que entra en visita oficial en la casa de un noble o de un alto funcionario, se hace un profundo silencio. Los miembros del Gobierno y los gobernadores de provincia se ponen en pie ante su presencia, en demostración de respeto. Cualquier otro que no fuera Lobsang Samten se engreiría con esta situación, convencido de su propia importancia; pero, muy al contrario, en el sólo se advierte una agradable modestia.