Siete años en el Tíbet (25 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

En Lhasa, el que sabe nadar es un personaje, de modo que mis exhibiciones acuáticas me dan un prestigio incontestable.

Un día, Surkllall, el ministro de Asuntos Exteriores, me invita a pasar la tarde con el y su familia en la tienda que ha hecho plantar en las márgenes del Kyitchu. Su hijo Dchigme ha venido a casa de vacaciones y tiene ganas de conocerme. Como se esta educando en la India, conoce los rudimentos de la natación.

Estoy haciendo el muerto y dejándome llevar por la corriente, cuando de pronto resuenan unos gritos y, alzando la cabeza, veo unas siluetas junto a la orilla que gesticulan y señalan hacia un punto en medio del río. A toda prisa, alcanzo la orilla y corro hacia la tienda de Surkhang. Resulta que el joven Dchigme se debate desesperadamente, cogido en un remolino. Lanzándome al agua y luchando contra la corriente, logro coger al muchacho, ya desvanecido, y llevarlo junto a su padre. como he sido entrenador de deportes, puedo practicarle inmediatamente la respiración artificial y al cabo de algunos minutos el que ya creían ahogado abre los ojos. Su padre y los numerosos circunstantes quedan estupefactos, y, una vez repuesto de su asombro, Surkhang me hace protestas de gratitud eterna; el hecho de haber salvado una vida me rodea de una aureola sobrenatural a los ojos de mis amigos y conocidos.

A raíz de este accidente, se estrechan más mis relaciones de amistad con Surkhang y su familia, lo cual me da ocasión de conocer a fondo la organización de su hogar, que es algo sorprendente, incluso tratándose del Tíbet.

Surkhallg se divorció una vez, y a los tres años de su segundo matrimonio quedo viudo de su segunda mujer, la madre de Dchigme.

Desde entonces «Comparte con un noble de categoría inferior la esposa de este último». En el contrato que los une, Surkhang ha estipulado que la dama es también la esposa de su propio hijo, a fin de que, a su muerte, su fortuna no pase íntegramente a la viuda.

En casi todas las familias se dan situaciones tan extravagantes como esa; pero el caso más curioso que he conocido es el de una madre cuñada de su propia hija. La poligamia y la poliandria se practican de modo corriente, aunque la mayoría de los tibetanos no tienen mas que una mujer o un marido.

En general, el hombre que tiene varias mujeres es porque se ha casado con varias hermanas, y esto sucede sobre todo en las familias sin descendencia masculina, pues de este modo se logra que la fortuna no se disperse y quede en unas mismas manos. Este es el caso de nuestro amigo Tsarong, el cual se casó con tres hermanas herederas de una antigua familia noble de Lhasa, cuyo apellido ha adoptado por concesión especial del Dalai Lama.

Al revés de lo que podría imaginarse, los matrimonios viven tan unidos como los de Europa, y unas reglas muy severas determinan las relaciones entre los miembros de la familia. Si dos o tres hermanos comparten la misma mujer, el primogénito disfruta de derechos más dilatados que sus hermanos menores, los cuales no pueden hacer prevalecer los suyos mas que cuando el mayor se ausenta o si tiene una amante. Nadie se queja de este complicado sistema. No obstante, en el Tíbet hay un exceso de mujeres. Una gran parte de la población masculina se destina a la carrera sacerdotal, y cada pueblo tiene su monasterio, por lo que los presuntos maridos constituyen una minoría. Únicamente los hijos legítimos tienen derecho al título de herederos, pero nadie se preocupa demasiado de saber quien es el padre. Lo importante, como siempre, es la defensa del patrimonio.

Hace todavía pocos años, los padres se encargaban de arreglar los casamientos, pero las cosas han cambiado y la juventud va prescindiendo cada vez más de los consejos de sus mayores. Allí la gente se casa muy joven: las chicas, a los dieciséis años, y los muchachos, a los diecisiete o dieciocho. Por su parte, la nobleza cuida celosamente de conservar la «sangre azul», y sus miembros se casan siempre entre sí; sin embargo, están rigurosamente prohibidas las uniones entre consanguíneos, y tan solo el Dalai Lama puede autorizar alguna derogación a esta regla. En ciertos casos, el Gobierno ennoblece a los hombres que se han distinguido al servicio del Estado; y así, esta aportación de sangre nueva viene a regenerar la que circula por las venas de los representantes de las doscientas familias que forman la aristocracia tibetana.

Cuando ya se han anunciado oficialmente los esponsales, la prometida empieza a preparar el equipo, cuya importancia varía según la categoría de los padres.

El día fijado para la ceremonia, la novia abandona la casa paterna antes del amanecer y entra en la de su marido. Ante el altar de los antepasados, un lama bendice a la joven pareja y luego parientes y amigos se reúnen en una gran fiesta, la cual se prolonga según la fortuna de los interesados, en general, de tres a quince días. Después de la marcha de los invitados, la recién casada toma posesión de su nuevo hogar, aunque hasta la muerte de su suegra no se convierte en verdadera dueña de la casa.

Los divorcios son muy escasos y siempre deben someterse a la aprobación de las autoridades. El adulterio se castiga severamente, y si bien, según las leyes, la esposa adultera es condenada a que se le corte la nariz, yo no he visto aplicar nunca esta pena. Cierto que un día me enseñaron a una mujer muy vieja que no tenía nariz: parece que la habían sorprendido
in fraganti
; pero yo creo más bien que aquella mutilación era consecuencia de la sífilis.

Médicos, curanderos y adivinos

En Lhasa, las enfermedades venéreas son muy frecuentes, pero no se les concede mas que una importancia muy relativa y en general sólo se acude al médico cuando ya es demasiado tarde.

Allí se desconocen totalmente las operaciones quirúrgicas, y a Aufschnaiter y a mí a menudo nos venían unos sudores fríos al pensar que cualquier día pudiéramos sufrir un ataque de apendicitis.

Al menor síntoma de dolor, nos cogía un terror pánico, pues nos parecía absurdo morir de una peritonitis en pleno siglo XX. Las únicas operaciones que practican los tibetanos son las incisiones de abscesos y furúnculos.

Las enseñanzas que se dan en las «facultades de medicina», son más empíricas que científicas. De una vez para siempre, Buda y sus discípulos fijaron las reglas que deben aplicarse en tal o cual caso, y, aún en nuestros días, los médicos pretenden averiguar la naturaleza de una enfermedad nada más que tomándole el pulso al enfermo.

En Lhasa hay dos facultades: la del Tchagpori y otra más importante, situada en la misma ciudad. Cada monasterio les envía un cierto número de monjes jóvenes y especialmente dotados para esa especialidad, los cuales, durante diez o quince años, se inician en los secretos de la medicina «religiosa». Yo tuve ocasión de asistir a una de esas clases. El profesor, un monje de avanzada edad, tenía a su cargo unos veinte monjes jóvenes sentados a la oriental y cada uno con una tablilla entre las piernas. En un cuadro abigarrado estaba representada una planta, los peligros resultantes de su absorción y la manera de combatir el envenenamiento con los remedios apropiados; las explicaciones del profesor no eran mas que el comentario a los dibujos.

De hecho, la astronomía juega un gran papel en la enseñanza de las ciencias médicas. A los alumnos se les enseña a predecir el tiempo con relación a las fases y a los eclipses de la luna y del sol, y a conocer los movimientos de los diferentes astros capaces de ejercer influencia sobre la evolución de las enfermedades.

Cuando llega el otoño, profesores y estudiantes se van a las montañas, en donde se dedican a recoger plantas medicinales. Estas excursiones son muy del agrado de la juventud, pues cada día plantan la tienda en un sitio diferente. Cuando termina la recogida de plantas, todos se dirigen al monasterio de Tra Yerpa, situado en unas altas cumbres del Tíbet. Las plantas medicinales son escogidas y catalogadas en un templo, antes de ponerlas a secar. Durante el invierno, los futuros médicos las machacan en morteros y meten el polvo obtenido en saquitos cuidadosamente marcados y cuya guarda está confiada al prior-director de la escuela de medicina. Las facultades son al mismo tiempo farmacias a las que todo el mundo puede ir a proveerse y a pedir consejo en caso de enfermedad. La entrega de medicamentos es gratuita, aunque también se acepta algún modesto obsequio. Las consultas permiten a los jóvenes médicos familiarizarse con las diversas enfermedades y constituyen el aprendizaje práctico de sus estudios.

Los tibetanos son unos verdaderos maestros en el conocimiento y utilización de las plantas medicinales; yo he utilizado a menudo sus tratamientos, y si bien las píldoras y otras pócimas no me curaron la ciática, las infusiones de hierbas eran maravillosas en la gripe y la bronquitis.

El prior-director de la escuela de medicina es al mismo tiempo el médico personal del Dalai Lama; sus funciones son altamente honoríficas, pero de inmensa responsabilidad. Cuando el decimotercer pontífice murió a la edad de cincuenta y cuatro años, se acusó al médico de cabecera (el prior de Tchagpori) de haber cumplido mal su deber; se le desposeyó de su cargo y de su grado de nobleza, y pudo darse por contento de no sufrir un castigo más severo, la pena de azotes cuando menos.

Aunque en las ciudades y monasterios se efectúa la vacunación antivariólica, el tibetano se halla inerme ante las enfermedades infecciosas, de modo que las epidemias son a menudo catastróficas.

Por suerte, el clima y el aire del Techo del Mundo son muy salubres; de no ser por ellos, la suciedad y las deplorables condiciones higiénicas hace ya tiempo que habrían despoblado aquel país.

Aufschnaiter y yo no paramos de insistir en la necesidad de tomar urgentes medidas para el mejoramiento del estado sanitario, e incluso hemos trazado los planos para una red de alcantarillas destinadas a recoger las aguas sucias de Lhasa.

Antes que recurrir a los médicos que salen de las escuelas oficiales, el tibetano prefiere dirigirse a los «santos», que practican la imposición de manos y oran por la curación del enfermo. Estos lamas, que son el equivalente del charlatán, medican a los pacientes con su propia saliva, o preparan curiosos remedios a base de
tsampa
, manteca y orina de personas famosas por sus virtudes. Más corriente aún es el tratamiento que consiste en sumergir en agua lustral unos templos en miniatura y aplicarlos después sobre la parte enferma.

Finalmente, y más que toda otra cosa, son muy solicitados los amuletos de barro que fabrican los lamas. Un objeto que haya pertenecido a un dios-pontífice posee propiedades infalibles y es a la vez reliquia y panacea. Los nobles conservan piadosamente, cosidos en saquitos de seda, algunas figurillas procedentes de la herencia del decimotercer Dalai. En su calidad de ex favorito, Tsarong los posee en gran cantidad. La devoción y el culto fanático que el y su hijo (el cual esta educado en la India) profesan al antiguo pontífice me dejan estupefacto. La confianza de los tibetanos en sus amuletos es inmensa; les basta poseer uno para considerarse invulnerables. Muchas veces traté de demostrar a mis interlocutores la infundado de esta convicción, pero ellos seguían sosteniendo que, por ejemplo, un talismán hace a su poseedor invulnerable a las balas. Llevando más lejos la paradoja, les preguntaba:

—Pues, entonces, si colgáis un amuleto al cuello de un perro, ¡nadie podrá cortarle la cola!

La respuesta era categórica:

—¡Naturalmente que no!

Nunca me atreví ni quise convencerlos de su error; habría sido contrario a la actitud de estricta neutralidad que había adoptado de una vez para siempre en materia de creencias religiosas.

Por supuesto, hay muchos individuos sin escrúpulos que explotan esta credulidad en provecho propio; los adivinos y urdidores de horóscopos son legión. Lhasa no sería Lhasa si, a lo largo de todos los itinerarios que siguen los peregrinos, infinidad de ancianas no se ofrecieran a los transeúntes para revelarles el porvenir a cambio de una pequeña limosna.

Estas mujeres le preguntan al cliente el año de su nacimiento, le hacen precisar dos o tres detalles más, se entregan a un complicado calculo valiéndose de su rosario y luego le exponen el resultado. El interesado se va siempre tranquilo y satisfecho. Los oráculos oficiales. Lamas y budas vivientes, poseen la confianza de toda la población. Nadie se decide a ejecutar nada sin haber solicitado de antemano su opinión. No se sale en peregrinación ni se acepta ningún cargo sin antes haber pedido a un oráculo de lama que precise la época y la fecha más favorables.

Antes de nuestra llegada, había en Lhasa un lama cuyas predicciones le habían hecho célebre. Asediado por sus clientes, daba turno de audiencia con gran anticipación a las personas que deseaban consultarle, y para satisfacer a esta muchedumbre de gentes resolvió hacer en persona una especie de tournée; así, pues, iba de pueblo en pueblo acompañado por sus discípulos, y los regalos que recibía le permitían a el y a su pequeña tropa llevar una cómoda existencia libre de preocupaciones. Su reputación era tan grande, que míster Fox, el operador de radio de la Misión comercial inglesa, cuando sufría ataques de reumatismo crónico, se había inscrito en la lista de consultantes. Pero, desgraciadamente para el, el taumaturgo falleció antes de que llegara su turno.

Como simple monje, aquel lama había estudiado durante veinte años y, después de pasar los exámenes con gran brillantez en uno de los grandes monasterios, se fue a vivir varios años en las montañas, escogiendo para lugar de solitaria meditación la región más salvaje e inhóspita del Tíbet. Su vida ejemplar le dio un prestigio enorme; no comía nunca alimentos de origen animal y rechazaba hasta los huevos. Había llegado a no dormir, renunciando incluso al lecho. Se le atribuían algunos prodigios y se decía que el calor que despedía su cuerpo bastaba para inflamar las cuentas de su rosario. Y, en fin, prueba irrebatible de santidad, el lama había hecho entrega de los regalos que recibía para la erección en Lhasa de una enorme estatua de Buda.

En el Tíbet hay una mujer reencarnación de Pal-den Lha-mo, la «diosa gloriosa», llamada también la «cerda adamantina». Pude verla muchas veces durante las ceremonias que se celebraban en el Parkhor, y era entonces una pálida adolescente de dieciséis años, de apariencia insignificante, que llevaba el hábito de las religiosas y efectuaba sus estudios en Lhasa. Dondequiera que fuese, la multitud, que la reverenciaba como a una santa, solicitaba su bendición. Más adelante fue superiora de un monasterio de hombres situado a orillas del lago Yamdrok.

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