La mano de obra es escasa en la región, de modo que allí no se conoce la miseria, por más que muchos monjes vivan como parásitos a costa de la población. Pero los campesinos son ricos, y para convencerse de ello no hay más que examinar los arcones donde se guardan los trajes de fiesta.
Durante nuestra estancia hemos podido hacer otra importante comprobación: el dominio que los monjes ejercen en el Tíbet es absoluto y constituye un ejemplo típico de la dictadura clerical.
Mantienen al país al margen de toda influencia exterior que pudiera exponerlos a perder la que ellos ejercen. Conocen perfectamente los límites de su poder, pero el que expresara cualquier duda a este respecto, se atraería su venganza irremisiblemente. Por ello, algunos monjes no ven con buenos ojos las amistosas relaciones que mantenemos con la población. Nuestra actitud y nuestros actos son la negación de sus supersticiones y prácticas religiosas: andamos de noche por los bosques sin que los espíritus nos molesten, y escalamos impunemente las cumbres sin hacer antes las ofrendas rituales.
En suma, que desconfían de nosotros y nos atribuyen un poder sobrenatural. Para ellos, nuestros paseos encierran algún oculto significado. ¡Sin la menor duda, procuramos aislarnos para departir con los genios!
Llegó el otoño y con el ha sonado la hora de tomar una decisión que puede tener graves consecuencias. Han transcurrido dieciocho meses desde nuestra fuga de Dehra-Dun, y por más que en Europa la guerra haya terminado, nuestra situación, en cambio, sigue siendo la misma: la de seguir esperando un permiso de residencia. Para llegar a Kyirong hemos recorrido una distancia aproximada de ochocientos kilómetros.
Aleccionados por la experiencia, renunciamos definitivamente a ir al Nepal y, precavidos (de lo cual habremos de felicitarnos), ya hace tiempo que hemos establecido un depósito de víveres a unos veinte kilómetros de Kyirong, sobre la pista que conduce a Dzongka.
Algunas nevadas anuncian ya un invierno precoz. La estación no puede ser menos favorable para la realización de nuestro plan, según el cual hemos de atravesar elevadas mesetas en dirección a China; pero no queda otro remedio y lo mejor es abandonar Kyirong sin demora.
Una vez terminada la instalación del depósito, empezamos a fabricar un farol. Nuestras idas y venidas sin duda han acabado por hacerse sospechosas y estamos constantemente sujetos a vigilancia.
Algunos «soplones», espían nuestros actos y gestos, y para fabricar en paz nuestro farol escalamos una montaña de los alrededores.
Con las tapas de un libro y con papel tibetano hacemos una especie de farolillo; la aceitera es reemplazada por una cajita de metal llena de manteca. Este farol es indispensable, pues, como otras veces,
caminaremos de noche, y de día nos ocultaremos, mientras haya que atravesar regiones habitadas.
Aufschnaiter será el primero en marcharse, para dar la impresión de que sólo se trata de una de nuestras habituales excursiones.
El 6 de noviembre de 1945 sale del pueblo en pleno día con su saco a la espalda y con mi perro, regalo de un noble de Lhasa al que conocí en Kyirong.
Pero el dinero confiado al negociante aún no me ha sido devuelto, tras lo cual sospecho que se esconde la intervención del gobernador. Al verse requerido para que devuelva la suma, mi deudor declara que así lo hará, pero solamente cuando Aufschnaiter haya regresado. Nuestra actitud, lo reconozco, autoriza todos los recelos.
Si verdaderamente tuviéramos intención de dirigirnos al Nepal no tomaríamos tantas precauciones, y los dos bonpos se sienten responsables ante el Gobierno de Lhasa. ¡Pobres de ellos si lográramos llegar al Tíbet central! De modo que no tiene nada de extraño que traten de excitar a la población contra nosotros.
A instigación de los gobernadores, varios pelotones se lanzan en busca de Aufschnaiter, y yo he de someterme a varios interrogatorios. Todos mis esfuerzos por presentar su escapada como una simple excursión no obtienen el menor éxito. Si bien consigo recuperar una parte de mi dinero, por desgracia tengo que renunciar al resto, a causa de que Aufschnaiter se empeña (y con motivo) en no dejarse encontrar.
El 8 de noviembre, por la noche, a pesar de que sigo sometido a estrecha vigilancia, tomo la resolución de marcharme yo también.
Dentro y fuera de la casa, los expías vigilan y no me pierden de vista. Espero que sean las diez de la noche. Quizá con la fatiga mis cancerberos lleguen a dormirse. Pero ¡quiá! Siguen firmes en su vigilancia. Entonces, tomándola con los «soplones», los acuso de impedir mi descanso y manifiesto mi propósito de irme a dormir al bosque. Ostensiblemente, cierro mi saco y enrollo las mantas. Atraída por los gritos, la campesina en cuya casa me hospedo se presenta seguida de su madre. Aterradas, las dos mujeres se arrojan a mis pies y me suplican que renuncie a mi intento, pues consideradas como responsables las azotarán y perderán su casa y sus bienes si me escapo. La anciana me ofrece una echarpe blanca en señal de sumisión, y luego, viendo que esta atención no consigue ablandarme, me ofrece dinero. Esto no es nada insólito en el Tíbet. Las dos mujeres me dan lástima y, diciéndoles que no tienen nada que temer, procuro consolarlas lo mejor que puedo. Pero ya todo el pueblo se halla en conmoción y tengo que obrar con rapidez.
Alumbrándose con hachas, los hombres se agrupan bajo la ventana de mi cuarto y a continuación llegan los notables, portadores de un mensaje. Los bonpos me invitan a que espere hasta el día siguiente, en cuyo caso quedaré libre para ir adonde me parezca.
Sabiendo a que atenerme con respecto a esa propuesta de última hora, prefiero hacerme el sordo, y, consternados, los notables corren a buscar a sus superiores. Las dos mujeres vuelven a la carga y me suplican de nuevo que renuncie a mi intento; dicen que siempre me han considerado como a su propio hijo y que les evite ahora el inevitable castigo.
Jamás me he sentido tan próximo a un ataque de nervios. Pero mi decisión es irrevocable y, echándome el saco a la espalda, salgo de la casa. Con enorme sorpresa veo que la gente me abre paso. Se levanta un murmullo de: «¡Se marcha! ¡Se marcha!». Pero nadie se mueve. Dos o tres voces exclaman: «¡Detenedlo!». Más yo sigo andando en dirección a la frontera nepalí, para despistar a mis eventuales perseguidores. Cuando me encuentro a unos kilómetros de distancia de Kyirong, rodeo el pueblo de lejos y, andando sin detenerme, al amanecer llego al punto convenido con Ausfschnaiter. Este se halla sentado al borde del camino y mi perro se precipita a mi encuentro.
Un poco más lejos, buscamos un escondite y nos ocultamos hasta el anochecer.
Por última vez instalamos nuestro campamento entre árboles; durante varios años no habíamos de volver a contemplar un bosque.
Cuando es noche cerrada, cogiendo nuestros sacos, dejamos atrás el lindero de los bosques y bajamos hacia el valle. Las anteriores excursiones nos han familiarizado con los senderos, pero, con todo, y a pesar de la ayuda del farol, nos perdemos varias veces, e incluso una de ellas Aufschnaiter resbala sobre un charco helado, aunque afortunadamente sale indemne del percance. Los numerosos puentes que atraviesan el Kuri son una constante preocupación, pues el hielo recubre los troncos de que están formados y cada vez tenemos que convertirnos en equilibristas, máxime llevando cada uno cuarenta kilos de peso a la espalda. Resulta relativamente fácil encontrar escondites, pero permanecer quietos durante diez horas no es nada agradable, porque el frío aprieta de veras. Además, el valle es muy estrecho y el sol no penetra nunca en él; de modo que cuando la noche se aproxima lanzamos un suspiro de alivio.
Tres días después de nuestra partida de Kyirong nos encontramos ante una pared rocosa sin un saliente, imposible de escalar.
¿Qué hacer? Intentar la escalada, cargados como vamos, equivale a desafiar al diablo, de modo que, dándonos por vencidos, hacemos marcha atrás y nos disponemos a atravesar el Kuri, que se separa formando varios brazos. La estación no es muy apropiada para los baños de pies, y la temperatura, todavía menos: ¡quince grados bajo cero! Tan sólo en el tiempo de salir del agua y ponernos los calcetines, ya se nos forma una capa de hielo en los pies y tobillos.
Después de un primer brazo de rio viene otro, y luego otro, y otro más.
¿No habremos errado el camino? Sintiéndonos indecisos, resolvemos ocultarnos allí mismo y esperar el paso de una caravana que nos indique el camino. Al día siguiente, poco después del amanecer, resguardándonos tras una roca, vemos que un grupo de
yaks
se dirige hacia la pared que cierra el fondo del valle. Hombres y animales se introducen en fila india por un estrecho pasaje que asciende serpenteando por el flanco de la gran roca, minúsculo sendero imposible de distinguir a simple vista. Para cruzar las torrenteras, los hombres montan sobre los
yaks
y se hacen conducir al otro lado. A pesar de nuestro inmenso deseo de seguir tras ellos, esperamos a que llegue la noche. Por suerte, sale la luna y facilita nuestra ascensión mucho mejor que no lo habría hecho el farol. Aufschnaiter y yo somos viejos montañeros, prácticos en el arte de trepar, y, sin embargo, de no haber visto cómo la caravana se adentraba en aquel pasillo de vértigo, creo que jamás habríamos tenido el valor de trepar por el.
Una vez en lo alto, el camino es fácil. Tan sólo cuidamos de evitar las caravanas y los lugares de etapa dispuestos para los viajeros.
Tras otras dos noches de marcha llegamos a Dzongka y dejamos atrás la región que ya habíamos atravesado nueve meses antes.
Nuestro primer objetivo es el Tsangpo, pero surge un interrogante ¿cómo lo cruzaremos? En principio, parece que en esta época del año el rio tiene que estar helado, y en este caso la dificultad no existe.
En cuanto empieza a apuntar el alba, buscamos una gruta en la que escondernos, y las encontramos a centenares. Se trata de antiguas ermitas abandonadas, en cada una de las cuales hay una estatua de Buda, labrada de manera muy burda. Al día siguiente seguimos por una pista que se eleva gradualmente en dirección a un collado.
Pero, fatigados por la altura, que se acerca a los cinco mil metros, hemos de detenernos.
El collado se distingue allá en lo alto por los inevitables montículos de piedras con los mástiles de plegarias. Un chörten funerario, visible a lo lejos, alza su oscura mole sobre el nevado paisaje.
Sin duda alguna, somos los primeros europeos que cruzan este puerto, cuyo nombre tibetano es el de Chakyung-La. No obstante, el frío es tan intenso, que no tenemos ni aliento para admirar el panorama.
Ahora que ya hemos rebasado la divisoria de las aguas y volvemos a descender hacia la cuenca del Tsangpo, nada nos impide ya caminar de día; además, no es fácil que nos tropecemos con alguna caravana en esta región alejada de los itinerarios habituales.
Nuestro avance se hace mucho más rápido y a la mañana siguiente, al despertarnos, se ofrece ante nuestra vista un espectáculo fantástico.
La inmensa sabana de agua del lago Pelgu-Cho se extiende ante nosotros rodeada de montañas rojizas. Lo circunda un verdadero circo de glaciares, dominado por las cumbres del Gosainthan (8.013 metros) y del Lapchikang. Como tantos otros gigantes del Himalaya, estas dos cimas se mantienen vírgenes todavía. A despecho del intenso frío, sacamos del saco nuestros cuadernos y dibujamos la silueta de ambas montañas, trazando un croquis a escala.
Recorriendo la orilla del lago, descubrimos un antiguo refugio de etapa de caravanas medio derrumbado, en el cual pasamos la noche.
Estamos asombrados de lo bien que resistimos la altura y el peso de los sacos; pero no le ocurre lo mismo a nuestro perro. El pobre animalito no deja de seguirnos, si bien ya no le quedan mas que la piel y los huesos. De noche se echa a nuestros pies y nos calienta; la ventaja es reciproca, pues el termómetro marca veintidós grados bajo cero.
Al día siguiente, un grito de alegría se escapa de nuestras gargantas al descubrir en estos espacios muertos un rebaño de corderos que se acerca a nosotros, escoltado por tres pastores que casi desaparecen debajo de sus largos abrigos. Nos enseñan el camino y nos indican que a pocos kilómetros se encuentra un pueblo, Trakchen, edificado lejos de la ruta de las caravanas. Ya es tiempo de ponernos otra vez en contacto con nuestros semejantes, porque las provisiones se nos están terminando.
El poblado se compone de unas cuarenta casas agazapadas al pie de una colina en la que se alza un monasterio. Ese pueblo, a casi cinco mil metros, debe ser el más alto del mundo. Los habitantes nos toman por hindúes y se prestan de buena gana a vendernos alimentos.
Uno de ellos nos invita incluso a pasar la noche bajo su techo.
Pasamos en Trakchen todo el día siguiente, aprovechando este alto para recuperarnos, para completar nuestra indumentaria, que resulta insuficiente para resistir los rigores de la temperatura, y, en fin, para comprar un
yak
, al que llamaremos con el nombre de Armin II, pues se parece a su predecesor como un hermano gemelo.
Partiendo de la depresión del Pelgu-Cho, vamos ascendiendo hacia el puerto de Yagu, y tres días después descubrimos unos campos y otro pueblo, Menkhap. Lo mismo que en Trakchen, nos hacemos pasar por comerciantes hindúes y renovamos nuestras provisiones de
tsampa
y de paja; esta última es para Armin. La vida que llevan los habitantes de estos pueblos extraviados es primitiva en extremo; los campos donde cultivan alubias y cebada son verdaderos pedregales y el producto que de ellos sacan no merece siquiera el nombre de cosecha, por todo lo cual son tanto más de admirar su buen humor y su hospitalidad.
En torno al pueblo, las laderas están salpicadas de ermitas; la vida de sus ocupantes corre a expensas de los lugareños… a cambio de las bendiciones del cielo. La presencia de ruinas grandiosas por aquellos alrededores es testimonio de un glorioso pasado. ¿Cuál habrá sido la causa de aquella decadencia? ¿Tal vez una progresiva sequía?
Una hora después de nuestra salida de Menkhap descubrimos la inmensa llanura de Tingri y a lo lejos, recortándose sobre el cielo, vemos los contornos del Everest, la cumbre más alta del mundo.
Ese espectáculo nos deja momentáneamente sin habla y después hacemos un rápido croquis, el primero, creo yo, tomado desde este lado.