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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Siete años en el Tíbet (14 page)

Nos dicen que los gobernadores de los distritos que acaban de atravesar les aconsejaron escoger este itinerario difícil, antes que exponerse a cruzar la región infestada por los khampas. ¡Cincuenta
yaks
y doscientos corderos, sin contar las mercancías que transportan, son una presa codiciable para los bandidos! Peregrinos y negociantes han decidido formar un solo convoy y nos proponen que nos unamos a el; es a la vez una ventaja para ellos y para nosotros y aceptamos entusiasmados.

¡Que alegría poder al fin encontrar un fuego y comer caliente en cada etapa! Estamos convencidos de que este encuentro inesperado nos ha salvado la vida, tanto a nosotros como al pobre Armin.

También el tiene derecho a un poco de descanso, por lo que nos ponemos de acuerdo con el jefe de la caravana para que, mediante una pequeña remuneración. cargue nuestros equipajes sobre uno de sus
yaks
. Entre tanto, Armin podrá recuperar un poco de la carne que ha perdido.

De ahora en adelante caminamos al paso de la caravana, plantando nuestra tienda junto a la de nuestros compañeros. En cada etapa se producen las mismas dificultades: el viento nos arranca la lona de entre las manos, o bien se rompen los obenques en mitad de la noche. Únicamente las tiendas de piel de
yak
resisten las tempestades, pero son tan pesadas que por si solas constituyen una carga completa. Si algún día hemos de cruzar de nuevo el Changtang, llevaremos tres
yaks
, un conductor, una tienda de nómadas y un buen fusil… Pero por ahora hemos de acomodarnos a las circunstancias tal como se presentan en realidad.

Desde luego, damos gracias a Dios por habernos hecho encontrar esta caravana, pero estamos asombrados del ritmo de su marcha, que es increíblemente lento. Después de echar a andar muy temprano, los nómadas avanzan unos diez kilómetros, y entonces plantan sus tiendas y dejan pacer a los animales. De noche, por temor a los lobos, atan los
yaks
y encierran los corderos en un cercado junto al campamento. A este paso, emplearemos quince largos días hasta alcanzar la primera pista que antaño mandara trazar el Gobierno para facilitar el transporte del oro desde el Tíbet occidental.

Sus alrededores están completamente desiertos y, en apariencia, la región que atraviesa no se diferencia en nada de las que acabamos de recorrer. El viento levanta remolinos de nieve y grandes masas de niebla; pero afortunadamente sopla por la espalda, favoreciendo nuestro avance.

En mi diario encuentro estas notas tomadas el último día de aquel memorable viaje:

«
31 de diciembre de 1945.
Gran tempestad de nieve; niebla (la primera desde que entramos en el Tíbet). Temperatura: 25º bajo cero… Es la jornada más penosa de todas. La carga resbala continuamente y nuestras heladas manos no pueden apretar las correas. Nos hemos perdido y después de dos kilómetros de marcha, al comprender nuestra equivocación, hemos vuelto atrás. Al anochecer llegamos al relevo de etapa de Nyatsang. Ocho tiendas, una de las cuales es la del jefe del puesto. Acogida cordial

El salvoconducto

Ya habíamos celebrado otro día de San Silvestre en el Tíbet, y he aquí que volvemos a hallarnos en el umbral de un nuevo año. Si juzgamos no más que por los resultados obtenidos, nuestro balance es bien pobre. Míseros vagabundos, medio muertos de hambre, hemos de andar ocultándonos para evitar el trato con las autoridades; y Lhasa, meta ilusoria, sigue siendo para nosotros la «Ciudad Prohibida».

A nuestra manera, celebramos la entrada del año 1946 durmiendo hasta muy tarde. El viejo pasaporte que llevamos con nosotros desde Tradün produce siempre un maravilloso efecto entre las gentes sencillas: la vista del sello oficial inspira temor y respeto a aquellos a quienes lo enseñamos. ¡Afortunadamente, no saben leer!

Aquí también el administrador del albergue de caravanas se deja convencer y nos proporciona lo necesario para encender fuego.

Cerca del mediodía gran conmoción ante las tiendas. El cocinero de un
bönpo
acaba de llegar para disponer el albergue de su amo.

¡Quien sabe si este encuentro favorecerá nuestros planes! Pero desde que estamos en el Tíbet ya sabemos que la palabra
bönpo
, es decir, «alto personaje», es un calificativo sumamente vago…

Dos horas más tarde llega el
bönpo
a caballo y rodeado de servidores; no es más que un simple comerciante en misión oficial, que conduce a Lhasa un cargamento de azúcar cande y géneros de algodón.

Lo primero que hace es interrogarnos, y nosotros le tendemos el pasaporte, no sin cierto temor. Una vez más, el salvoconducto produce su efecto; el
bönpo
nos lo devuelve con una sonrisa y nos invita a incorporarnos a su convoy.

La proposición es tentadora y la aceptamos en el acto. Sin perder minuto, envolvemos nuestras cosas, pues hay que partir dentro de una hora.

Al ver a nuestro pobre Armin hecho un puro hueso y extenuado, uno de los hombres del
bönpo
hace un gesto de asombro y luego nos dice que, mediante una propina, cargará nuestros sacos sobre un
yak
de alquiler, a fin de que Armin pueda trotar libremente. El pobrecillo se merece esta compensación y aceptamos el trato.

Formando parte de la nueva caravana, desde ahora avanzamos rápidamente, amparados en el prestigio del
bönpo
a la que pertenece. Ya nadie pone ninguna dificultad para albergarnos y tan sólo el guardián del puesto de Lholam sospecha nuestra identidad; se niega a procurarnos lo necesario para encender fuego y nos exige un salvoconducto extendido expresamente para Lhasa. ¡Bien sabe Dios cuánto nos gustaría poderle satisfacer este deseo!

A falta de boñigas de
yak
, tenemos por lo menos un techo para guarecernos, y esto nos basta. A poco de nuestra llegada, observamos que en torno a las tiendas merodean unos sujetos de aspecto patibulario. Los reconocemos inmediatamente: son khampas.

Pero, de momento, estamos demasiado cansados para preocuparnos por ellos y además nuestros sacos no encierran absolutamente nada que pueda tentar a un ladrón.

Cuando a la mañana siguiente nos despertamos, Aufschnaiter lanza un grito: Armin ha desaparecido. No obstante, lo habíamos atado fuertemente a una estaca. Nuestra búsqueda por todo el campamento resulta infructuosa: el animal no aparece, ni los khampas tampoco. Mi amigo y yo quedamos anonadados por este nuevo golpe de la fatalidad.

Corriendo hacia la tienda del jefe del puesto, le interpelo ásperamente y, loco de furor, le tiro a la cabeza la silla de Armin, haciéndole responsable de la perdida de nuestro animal de carga. Para nosotros era una ayuda tanto más preciosa, cuanto que gracias a él logramos efectuar el recorrido más difícil y le estamos agradecidos por la ayuda que nos prestó. Verdad es que Armin correrá ahora mejor suerte que con sus antiguos amos; al fin podrá pacer tranquilamente, reponer sus fuerzas, y pronto olvidara las fatigas pasadas.

Al amanecer, la caravana emprende una nueva etapa. Nuestros equipajes van por delante, y así no tenemos que preocuparnos ya a cada momento de enderezar la carga.

Desde hace tres días, el convoy avanza en dirección a una cordillera que lleva el nombre de Nien-Tchen-Tang-La; un solo collado da acceso a la vertiente opuesta, y es por allí por donde pasa la ruta que conduce a Lhasa. El tiempo es magnífico y el aire tan puro, que una cosa situada a varios kilómetros parece al alcance de la mano.

En cambio, nosotros estamos extenuados y tan sólo nos sostiene la tensión de nervios. Por la noche, al llegar al relevo de Tokar, nos dejamos caer en cualquier parte, vencidos por el cansancio. Tokar está situado al pie de la cuesta que conduce al collado; el próximo relevo de etapa se halla del otro lado, a cinco días de marcha, y apenas nos atrevemos a preguntarnos cómo lograremos llegar hasta allí.

Van transcurriendo, monótonos, los días y las noches; la región es de una belleza extraordinaria y pronto desembocamos en la orilla de un lago inmenso, el Tengri Nor, uno de los más grandes del Tíbet.

Nuestros compañeros nos dicen que hay que andar durante once días para darle la vuelta. ¡Bien sabe Dios cuanto habíamos deseado contemplar algún día este mar interior! Y ahora que nos hallamos junto a él nos deja indiferentes.

La altitud, próxima a los 6.000 metros, produce sobre nosotros un efecto deprimente y anula nuestros reflejos. Apenas si de vez en cuando levantamos la cabeza para contemplar una cumbre cuya cima sobrepasa a las que la rodean. Después de una interminable ascensión, llegamos al puerto de Guring, situado a 5.972 metros sobre el nivel del mar. Fue descubierto en el año 1895 por el inglés Littledale, y Sven Hedin lo puso más tarde en los mapas del Asia central, designándolo como «el puerto más alto de la cordillera del Transhimalaya».

Los mástiles de plegarias jalonan el camino

Este puerto, como todos los demás, se halla flanqueado por montículos de piedras sobre los que ondean banderas y trapos multicolores. No lejos de allí, esculpidas sobre un muro, se ven inscripciones y fórmulas sagradas que expresan la alegría de los peregrinos llegados a la cima del último obstáculo que se interpone en su camino hacia la ciudad santa.

A partir de Guring, las caravanas y las peregrinaciones se suceden continuamente; unas se dirigen a Lhasa, otras vuelven de allí y regresan a sus lejanos pueblos. Los fieles pasan murmurando el sempiterno «
Om mani padme hum
»
[4]
, con la esperanza de que los dioses vengan en su ayuda y los protejan de los «gases nefastos»; así es como los tibetanos denominan a la falta de oxígeno en las alturas. En mi humilde opinión, en vez de ensartar letanías creo que obtendrán mejores resultados si cerrasen la boca. En el fondo de los barrancos se ven a menudo esqueletos de animales, lo cual demuestra que la travesía del puerto no esta libre de peligros, y los conductores de caravanas nos cuentan que cada invierno varios viajeros hallan la muerte entre las tempestades de nieve.

Una vez cruzada la brecha de Guring, el paisaje cambia radicalmente: se han terminado los desniveles del Changtang. La montaña austera y árida domina la llanura donde se encuentra Lhasa, y por el fondo de las escarpadas gargantas los torrentes se precipitan hacia el valle. Nuestros compañeros precisan incluso que, desde un lugar cercano a las puertas de la capital, en tiempo muy claro pueden divisarse las cumbres bajo las cuales estamos pasando.

La primera parte del descenso se efectúa sobre un glaciar, y una vez más admiro la seguridad con que los
yaks
, sin un solo paso en falso, avanzan por la resbaladiza superficie. En torno a nosotros se elevan cumbres de 6.000 metros de altura, envueltas en impolutos mantos de nieve recién caída.

Por el camino encontramos a una joven pareja. Aquel hombre y aquella mujer vienen de muy lejos, también se dirigen a la ciudad prohibida, y trabamos conversación con ellos. Pronto llegamos a las confidencias, y la historia que nos cuentan nos parece maravillosa y encantadora. Hela aquí:

La mujer, de rostro de muñeca, encuadrado por dos trenzas negras, vivía en una tienda nómada del Changtang con sus tres maridos (tres hermanos), de cuyo hogar cuidaba. Un buen día, es decir, una noche, un desconocido vino a pedirles hospitalidad. ¡Flechazo recíproco! Secretamente, los enamorados hicieron sus preparativos y al amanecer del día siguiente huyeron juntos, decididos a llegar a Lhasa y establecer allí su nuevo hogar.

Fuerte, animosa y sin una queja, la joven carga con su saco y, siempre sonriente, camina a buen paso. Cuando lleguen a la capital, seguramente le será muy fácil hallar un empleo.

Hace tres meses que no hemos visto ni una sola tienda; de pronto divisamos en el horizonte un enorme penacho de humo que no proviene ni de un campamento ni tampoco de un incendio, y al acercarnos comprendemos el origen de aquel fenómeno: de la tierra brotan manantiales calientes, y un geiser de cuatro metros de altura lanza su columna de agua hirviente. Inmediatamente, Aufschnaiter y yo decidimos bañarnos. Al declarar nuestro propósito, la mujer pone el grito en el cielo, imitada en esto por su marido y por el resto de la caravana. Nosotros dos confiamos en que el agua, enfriada por el ambiente glacial, resultará soportable, y nos ponemos a ensanchar el espacio en que se derrama. Desde Kyirong, es la primera vez que podemos tomar un baño, por lo que estamos encantados de aprovechar esta suerte.

A los cuatro días de haber cruzado el puerto, y al salir de un valle encajonado, desembocamos en la llanura; al anochecer, el convoy llega al puesto de etapa de Samsar. ¡Por fin vemos otra vez un pueblo, un monasterio y casas de verdad! Samsar está situado en la intersección de cinco importantes rutas de caravanas y la circulación es allí muy intensa en cualquier época del año. Los puestos de etapa de las caravanas están siempre abarrotados, e inmensas recuas de
yaks
y de caballos proveen al relevo de las bestias de carga.

El
bönpo
jefe del convoy llegó hace cuarenta y ocho horas y se encarga de procurarnos alojamiento, un criado para encender el fuego y combustible. De modo que con toda comodidad podemos dedicarnos a recorrer Samsar, verdadera plataforma giratoria del comercio tibetano.

Las caravanas llegan, se descargan los
yaks
y se cargan otros que se dirigen hacia el próximo puesto de etapa. Nunca faltan bestias de carga y los viajeros encuentran siempre un techo para cobijarse durante la noche.

Nosotros aprovechamos este alto en el camino para tomarnos un día de descanso; de todos modos, tampoco podemos partir solos, pues ya no tenemos el
yak
para que cargue con los equipajes, de modo que nos encanta tener la oportunidad de conocer los alrededores de Samsar. Nos han dicho que también aquí hay aguas termales, y hacia ellas nos encaminamos. Por todas partes se ven campos baldíos, porque la población, que antes era esencialmente rural, se ha volcado ahora hacia el comercio y se dedica al transporte de mercancías.

Los manantiales calientes nos dejan pasmados, pues constituyen una verdadera maravilla de la naturaleza. Uno de ellos ha formado un estanque, cuyo centro es un hervidero de espumas que luego van a verterse en un riachuelo donde uno puede encontrar la temperatura que desee, más o menos elevada según la distancia a que se halle del manantial. Aufschnaiter y yo seguimos el curso del riachuelo, pero mi compañero se detiene pronto, por considerar que la temperatura del agua ya está a su gusto; yo sigo avanzando unos cuantos metros más y también me baño. Hasta aquí he conservado en mi poder un pedazo de jabón que dejo sobre la hierba al alcance de la mano.

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