Pero ello se apresuran a tranquilizarme, y yo les creo sinceros.
Me dicen que nunca se habían divertido tanto; que cuanto más numerosas son las visitas, mayor es su satisfacción.
Esto se comprende mucho mejor cuando se sabe que las recepciones son la única diversión de los habitantes de Lhasa. Aparte las ceremonias religiosas, no hay ninguna fiesta, no hay cine, ni teatro, ni restaurantes, ni salones de té; nada que haga pasar el rato entretenido. Por añadidura, la caza está prohibida (la religión prohíbe matar a ningún animal), y la pesca, igualmente; los peces gozan incluso de la protección del Dalai Lama. Además, salvo en caso de fuerza mayor, jamás un tibetano se atrevería a escalar una montaña, y cuando un noble va de viaje, lo hace con gran disgusto: viaje es sinónimo de castigo, pues implica tener que renunciar a las reuniones de Lhasa, durante las cuales se ríe, se bebe y se corteja a las bellas invitadas.
Entre los visitantes figura Surkhang, general del Ejército tibetano y hermano del ministro de igual nombre. Posee algunas nociones de inglés, lo cual le concede el raro privilegio de poder leer los periódicos extranjeros. Estos se traen de la India a lomos de
yak
y provienen de diversos lugares del mundo; en Lhasa hay incluso algunos abonados a la revista norteamericana Life. Los diarios hindúes llegan al Tíbet ocho días después de su publicación; los demás tienen ya tres semanas a su llegada.
Por la casa de Thangme pasan también muchos monjes funcionarios; todos hacen gala de una gran amabilidad, traen obsequios y repiten hasta la saciedad que, si deseamos cualquier cosa, harán todo lo que puedan para satisfacernos. Nuestro conocimiento de la lengua tibetana les deja asombrados, aunque algunas veces vemos asomar a sus labios una sonrisa irónica. En efecto, Aufschnaiter y yo hablamos un espantoso dialecto de nómadas o de campesinos, rudo y esquinado, que divierte prodigiosamente a nuestros interlocutores; con todo, su natural cortesía les impide corregirnos. Parecemos unos atrasados montañeses caídos en medio de un salón elegante y cometiendo infinidad de equivocaciones, sin que nadie se atreva a aleccionarlos.
También recibimos la visita de los agregados de la legación china, de un súbdito sikkimé s empleado en la misión comercial inglesa y la del jefe del Estado Mayor del Ejército tibetano, el general Kunsangtse, que, antes de su viaje a la India y a la China como jefe de una comisión militar, ha querido darnos una prueba de su benevolencia. Kunsangtse es el hermano menor del ministro de Asuntos Exteriores. Este hombre, joven aún y extraordinariamente inteligente, viene a testimoniarnos su simpatía; también el cree que el Gobierno accederá a nuestra petición.
A consecuencia del obligado descanso a que nos vemos sometidos y como reacción inevitable después de las penalidades sufridas durante los meses anteriores, nuestro estado de salud deja mucho que desear. Aufschnaiter está febril y, por lo que a mí se refiere, mi antigua ciática vuelve a atormentarme. Nuestro anfitrión, alarmado, envía a buscar al médico de la legación china, el cual nos dice que ha cursado sus estudios en Berlín y en la Facultad de Burdeos. La conversación gira sobre la situación mundial, y nuestro interlocutor expresa su opinión de que en los próximos veinte años la fuerza se hallara concentrada en manos de los norteamericanos, los rusos y los chinos. Después se marcha, prometiendo volver pronto.
Aquel mismo día nos entregan un guardarropa completo, regalo del Gobierno. El mensajero se disculpa de habernos hecho aguardar varios días; pero como nuestra estatura es más elevada de lo corriente entre los tibetanos, en los almacenes no se encontraban ni vestidos ni calzados a nuestra medida. Por tanto, ha habido que confeccionarlos ex profeso. Contentos como dos chiquillos, nos despojamos a toda prisa de nuestros harapos para ponernos los nuevos trajes.
Si bien el corte deja bastante que desear, la tela es sólida y, sobre todo, nueva.
Nuestras relaciones con Thangme y su esposa son extraordinariamente amistosas; nos cuidan y nos miman como a sus propios hijos. Estos van cada día a la escuela y aprenden a leer y escribir; por la mañana muy temprano les oímos salir de casa, a la que no vuelven hasta muy avanzada la tarde. Para escribir se sirven de unos pequeños tableros sobre los cuales trazan los caracteres tibetanos, valiéndose de tinta y plumas de bambú. Cuando el maestro ha repasado lo escrito, borra las letras con un trapo y los alumnos vuelven a empezar, hasta que la caligrafía es perfecta.
Por más que al llegar a Lhasa ya hablaba el tibetano correctamente, necesité otros tres años para llegar a escribirlo como es debido. Aprender las letras no es nada; las dificultades comienzan cuando se trata de unirlas y acoplarlas para formar sílabas. La mayoría de los caracteres derivan de una antiquísima escritura india y están emparentados con los caracteres hindis; en cambio, no tienen la menor semejanza con los caracteres chinos.
Se emplea la tinta china para escribir sobre un papel que, este sí, es tibetano por completo. Es de una solidez extraordinaria y se parece al pergamino: el que se fabrica en Lhasa es de calidad inferior, pero hay otros, especialmente en las regiones donde crece el enebro, que gozan de fama muy merecida. Además, se importan cada año muchos miles de cargas de papel, transportadas a lomos de
yak
desde el Nepal y el Bhutan, donde se emplean idénticos procedimientos de fabricación. ¡Tampoco el tibetano se ve libre del papeleo y los chanchullos! ¡Cuanto papel y cuanta tinta malgastados en los actos oficiales!
Muchas veces he presenciado la fabricación del papel a orillas del Kyitchu. Nada más sencillo: se extiende una capa de pasta líquida sobre una tela colocada en un molde de madera y luego no hay mas que esperar. Unas cuantas horas de exposición al aire de estas altas mesetas bastan para secar del todo la pasta. No obstante, algunas clases de papel no sirven para envolver alimentos, porque sus componentes son tóxicos. No hay que decir que con sistemas tan primitivos, la superficie del papel es por fuerza muy rugosa y, en consecuencia, el escribir limpiamente no está al alcance de cualquiera.
Al igual que a sus hermanas del mundo entero, a las tibetanas les encanta lucir joyas, y, en cuanto se presenta la ocasión, exhiben con orgullo las que poseen. La mujer de Thangme, por ejemplo, se apresura a enseñarnos sus tesoros, que guarda encerrados en un cofre; pulseras, sortijas y collares están cuidadosamente colocados en cajoncitos o envueltos en gasas de seda. Su valor aproximado es de unos seis millones de francos. Si, ascendiendo por la escala de los honores, Thangme pasara a la categoría superior de nobleza, tendría que comprar más joyas a su esposa. Todos los maridos se quejan de los gustos caros de sus mujeres y a menudo se lo echan en cara.
En esta cuestión, la tibetana no tiene nada que envidiar a las occidentales; continuamente le persigue la obsesión de eclipsar por la belleza de su atavío a las parientas o amigas que pertenecen a su misma clase social. La única diferencia consiste en que en el Techo del Mundo, el marido, al verse precisado a mantener el rango, no puede negarse a satisfacer los caprichos de su esposa. El dinero no basta para probar la riqueza; es preciso que su mujer vaya cubierta de pedrería.
Entre las joyas que nos invitan a admirar figuran algunos amuletos que cuelgan de un collar de coral. Todos son de oro, aunque unos están más trabajados que otros; una tibetana no se separa nunca de su amuleto, porque este encierra un talismán o una reliquia que la protege contra la mala suerte. El tocado es especialmente curioso, pues consiste en una diadema triangular hecha con turquesas, corales y perlas. Si a ello se añaden los pendientes, se lleva así el mínimo indispensable; pero ese mínimo representa a veces una fortuna.
Además de los tesoros anteriormente descritos, nuestra ama de casa posee varias decenas de pendientes y brazaletes de diamantes; nuestro asombro ante la riqueza que expone a nuestra vista la divierte extraordinariamente. En cambio (y aquí esta la contrapartida) nos confiesa que por nada del mundo se atrevería a salir— sin una escolta de criados que hacen oficio de guardias de corps, pues, según dice, los bandidos atacan con frecuencia a las mujeres solas.
Hace una semana que estamos en Lhasa y aún no hemos dado un paso por la ciudad; por lo cual lanzamos un grito de alegría cuando un criado viene a traernos una invitación de los padres del Dalai Lama. Pero al pronto nos asalta una duda, al recordar la promesa que hicimos de no abandonar bajo ningún pretexto la casa de Thangme hasta que el Gobierno tome una decisión. De modo que pedimos consejo a nuestro huésped, el cual al vernos dudosos, exclama escandalizado:
—¡Cómo! ¡Despreciar semejante invitación! ¡Ni pensarlo siquiera! A menos de una prohibición expresa del Dalai Lama o del regente, no tienen derecho a sustraerse a ella y nadie podría reprocharles el haberla aceptado.
Tranquilizados a este respecto, damos libre curso a nuestro entusiasmo y procuramos ponernos presentables; después de endosamos los nuevos vestidos tibetanos, salimos en seguimiento del mensajero. Thangme nos da varias echarpes blancas, indicándonos que debemos ofrecerlas a los señores que nos invitan, en el momento de saludarlos. El aviso es superfluo, pues ya estamos enterados de esa costumbre: incluso entre el pueblo, es de rubrica la entrega de una echarpe cuando se trata de presentar una solicitud o saludar a un desconocido. La calidad del tejido está en razón directa con la categoría de la persona a quien se destina ese tributo.
El palacio donde residen los padres del supremo señor del Tíbet esta situado en el centro de un parque al pie del Potala y se penetra en el por una gran portalada, cuyo guardián se inclina respetuosamente ante nosotros. Un jardín, medio huerto, medio pradera, se extiende ante el edificio. En cuanto cruzamos la entrada, nos rodea una nube de servidores y, acompañados por ellos, subimos una escalera y en el segundo piso nos introducen en una gran sala. La madre del dios-rey esta sentada en un trono. Para los tibetanos, ella es la madre por antonomasia, la que ha dado vida a la más alta autoridad del país. Si bien los sentimientos que experimento ante ella no son los de un budista, no por eso me causa menos impresión la espiritualidad que irradia de aquella mujer. Profundamente inclinados, Aufschnaiter y yo presentamos las echarpes con los brazos tendidos y la cabeza inclinada en señal de acatamiento. Una sonrisa ilumina su rostro mientras, contrariamente a la costumbre tibetana, nos estrecha la mano y nos da la bienvenida a su casa. Unos segundos después se presenta el padre del Dalai Lama, hombre de cierta edad, muy digno y percatado del honor que gracias a su hijo recae sobre su persona.
Se repite la misma ceremonia: le entregamos las echarpes y el nos estrecha la mano. Por lo visto, no es la primera vez que los padres del soberano reciben a unos europeos. A continuación todo el mundo se sienta y unos criados sirven el té, cuyo sabor me intriga; el padre del Dalai nos explica que en Amdo, su distrito natal, y también en la provincia china de Tsinghai, el té se prepara siempre de este modo: la manteca es sustituida por leche y sal.
Nuestros huéspedes son ciertamente de origen humilde, pero sus gestos y su manera de comportarse poseen una nobleza instintiva.
Para hablar con nosotros se valen de un intérprete, pues su dialecto nos resulta incomprensible, y parece que, por su parte, hablan el tibetano corriente con cierta dificultad. El hermano del Dalai Lama, un muchacho de catorce años llamado Lobsang Samten, que vino a Lhasa de niño, se encarga de traducir la conversación. Curioso y despierto, no para de hacernos preguntas y nos pide gran cantidad de detalles de nuestra aventura. Más adelante supimos que el soberano le había dado el encargo de repetirle nuestras palabras. Cada vez que Lobsang o sus padres hacen alusión al Dalai, le llaman Kunlun es decir, «la presencia». Su título oficial es Gyalpo Rimpoche, que puede traducirse por «el muy honorable soberano». En cambio, los tibetanos no emplean nunca la denominación de Dalai Lama, la cual es de origen mongol y significa «el vasto océano». La impresión que saco de esta visita es que el padre de «la presencia» es muchísimo menos inteligente que su esposa y que la gloria se le ha subido a la cabeza. De simple campesino que era, de la noche a la mañana se vio alzado sobre el pavés al ser ennoblecido; el Gobierno le concedió un palacio. Unas riquezas y una posición a los que no hubiera podido aspirar nunca de otro modo. Su esposa ha traído seis hijos al mundo: el primero, encarnación de Buda, es el superior del monasterio lamaísta de Tagchel y también el tiene derecho al título de Rimpoche, común a todos los Budas Vivientes. El segundo, Gyalo Tundrub, se halla estudiando en China; al tercero, Lobsang Samten, que nos sirve de interprete, se le destina a la carrera de monje-funcionario. El Dalai Lama es el cuarto hijo, y tras el vienen dos hijas. En 1946, la madre del dios trajo al mundo otra reencarnación de Buda, Ngari Rimpoche: así pues, por primera vez en la historia del Tíbet, una misma mujer ha concebido tres Budas Vivientes. Su sencillez y su modestia se captan en seguida todas mis simpatías; y hasta el último día, es decir, hasta mi huida ante los soldados de Mao Tse Tung, sostuve con ella una estrecha amistad. Aunque soy demasiado realista para no sentirme escéptico respecto a las manifestaciones sobrenaturales, me inclino ante ella y admiro la fuerza de carácter.
En el Tíbet, nadie tiene derecho a dirigir la palabra al Dalai Lama, excepto algunos familiares con la categoría de padres abades y, por supuesto, sus padres y sus hermanos y hermanas. El interés que demuestra por nosotros nos turba en grado sumo y nos sentimos verdaderamente confundidos cuando sus padres declaran que Kundun ha dado orden de ofrecernos algunos regalos de bienvenida.
En efecto, unos criados se aproximan llevando, los unos, sacos de
tsampa
y de harina, y otros, manteca y magníficas mantas de lana; para terminar, la madre del dios nos desliza en la mano un billete de cien sangs, con un tacto y una delicadeza tales que, ante esta nueva atención, abandonamos la casa deshaciéndonos en muestras de agradecimiento. Con anterioridad y en nombre de sus padres, Lobsang Samten nos ha devuelto las echarpes blancas que habíamos traído, lo cual constituye un gesto de particular estima. Esta devolución se efectúa del modo siguiente: el dueño de la casa pasa la echarpe en torno al cuello del invitado en el momento en que este se inclina para despedirse.