Por la mañana, antes de reemprender la marcha, recalentamos el guiso de la víspera y luego caminamos hasta el anochecer.
Jamás podré olvidar las noches pasadas en las mesetas del Changtang, sin poder dormir en absoluto, envueltos en las mantas y arrimados el uno al otro para mejor resistir el frío. Muchas veces, el viento soplaba con tal violencia que resultaba imposible plantar la tienda, y entonces empleábamos la lona como manta suplementaria.
Tan sólo Armin, naturalmente acorazado contra el frío, pasta tranquilamente los musgos y líquenes. En cuanto empezábamos a calentarnos, entraban en danza los piojos y, no pudiendo desnudarnos, resultaba imposible librarnos de ellos. Los indeseables parásitos empezaban a chuparnos la sangre y hasta que se habían saciado no nos dejaban en paz. Tan sólo entonces era posible pensar en dormir, pero bien pronto el frío del amanecer, atravesando las mantas, se encargaba de despertarnos, y entre tiritones y castañeteos de dientes esperábamos angustiados que el primer rayo de sol viniera a librarnos de aquel tormento.
El 13 de diciembre llegamos a Labrang Trova, perdida en la inmensidad del Changtang, y con un solo edificio. La familia que lo posee lo utiliza como almacén y ella vive allí cerca, en una tienda.
Al expresarles nuestra extrañeza, los nómadas nos explican que la tienda resulta mucho más caliente. Nos hallamos en casa de un representante de la autoridad; el jefe de la familia está ausente, pero su hermano menor le sustituye. A todas sus preguntas respondemos invariablemente que somos dos peregrinos que se dirigen a Lhasa, y, bastante sorprendido, nos objeta que la ruta mejor pasa por Chigatse; pero yo le explico que si hemos escogido la del Changtang es para que nuestra peregrinación resulte más meritoria. El efecto que produce esta explicación es magnífico.
Desde aquí se abren ante nosotros dos posibles itinerarios: el primero cruza en derechura por una región montañosa y totalmente desierta; el otro es más fácil, pero por desgracia atraviesa la región habitada por los «khampas». Esta palabra la hemos oído ya varias veces en boca de los nómadas y designa a los habitantes de la provincia oriental de Kham, pero se ha convertido en sinónimo de «bandido», y nadie se atreve a pronunciarla mas que en voz baja.
Sin hacer caso de las advertencias de nuestros huéspedes, optamos por el camino fácil.
Pasamos aún otra noche en Labrang Trova, aunque, por ser indignos de compartir la tienda familiar (los «hindúes» como nosotros no tienen derecho a tal honor), tenemos que dormir fuera.
Estos nómadas son bastante distintos de los que hasta ahora habíamos encontrado. El hermano del
bönpo
nos ha causado una gran impresión; es hombre de pocas palabras y que habla siempre con conocimiento de causa. Comparte su mujer con el hermano mayor y vive de la venta de su ganado. Aquí se trata de nómadas ricos, a juzgar por las dimensiones de la tienda, mucho más grande que todas las que hasta ahora hemos visto.
Aprovechamos este alto en el camino para completar nuestras provisiones y, contrariamente a lo acostumbrado, nuestros huéspedes no se oponen a aceptar las rupias que les ofrecemos a cambio de los víveres.
A unos cuantos kilómetros de Labrang Trova vemos a un hombre que se dirige hacia nosotros. Sus ropas son diferentes de las que usan los tibetanos y cuando nos aborda comprobamos que habla un dialecto que no es el de los nómadas. Nos pregunta de dónde venimos y adónde vamos, y nosotros repetimos nuestra eterna historia de la peregrinación a Lhasa. Sin duda satisfecho con las explicaciones se aleja. Es el primer khampa que encontramos, pero no nos damos cuenta de ello hasta después de su marcha. Tres horas más tarde vemos aparecer tres jinetes en la lejanía y entonces empezamos a inquietarnos. Mucho después de la caída de la noche, descubrimos por fin una tienda; sus moradores nos invitan a entrar y encienden otro fuego, pues según sus creencias ningún extranjero debe preparar sus alimentos en el fuego de los que le dan albergue. Del mismo modo, la carne que come debe provenir de los rebaños del huésped.
Naturalmente, la conversación gira en torno a las hazañas de los khampas. El nómada que nos alberga sabe cómo las gastan esos bandidos; nos enseña un fusil que le compró a un khampa a cambio de quinientos corderos. Esos ladrones consideran como una especie de tributo el precio obtenido, y a partir de entonces el despojado queda bajo su protección.
Los khampas viven siempre agrupados a razón de tres o cuatro familias. Armados de espadas y fusiles, los hombres se dedican al pillaje: cuando le han echado el ojo a alguna tienda de nómadas, entran en ella y exigen que se les sirva una comida, y el propietario, asustado, se apresura a complacerlos. Una vez saciados, se marchan llevándose una o dos cabezas de ganado, después de apoderarse, además, de los objetos personales de la víctima. Luego van repitiendo la operación. hasta que la comarca queda exhausta. Entonces levantan el campo y se van a plantar sus tiendas en otra parte, donde vuelven a empezar con lo mismo. Los nómadas no pueden oponerse a las expoliaciones de los khampas, tanto más cuanto que estos atacan en grupo y además, en estas apartadas regiones, el Gobierno resulta impotente contra esas bandas.
Por otra parte, si por azar algún gobernador de distrito consigue exterminar a alguna de esas tribus, el botín pasa a ser de su propiedad y no vuelve a los perjudicados. El castigo impuesto a los bandidos es verdaderamente horroroso: se les cortan ambos brazos; pero esa cruel perspectiva no ha arredrado hasta ahora a los khampas en sus funestas actividades.
Cuando al día siguiente abandonamos el campamento, no estamos demasiado tranquilos, pues en cuanto a armas no poseemos mas que las estacas y palos de la tienda.
Por la noche nos detenemos junto a un grupo de tiendas; pero los nómadas que en ellas viven se oponen a que nos instalemos en su campamento y nos señalan otras tres tiendas a unos cien metros de distancia. No teniendo otro remedio, nos dirigimos a ellas, y ¡cuál no será nuestra sorpresa al ver venir hacia nosotros a sus ocupantes! No contentos de recibirnos con grandes demostraciones de alegría, nos ayudan a descargar a Armin, examinan con suma atención nuestros equipajes y los ponen en sitio bien resguardado. En aquel momento se hace la luz en nuestras mentes: ¡estamos en la boca del lobo!
Haciendo de tripas corazón, conservamos aún la esperanza de salir del paso empleando la diplomacia y redoblando nuestra amabilidad con los khampas.
Apenas acabamos de sentarnos junto al hogar, cuando la tienda empieza a llenarse de gente: son los vecinos que vienen a ver a los extranjeros. Hombres, mujeres, niños y perros nos rodean con curiosidad, y tenemos que abrir bien los ojos, pues, si no, nuestros equipajes no tardarán en desaparecer.
Los khampas nos bombardean a preguntas: «¿De dónde venís?, ¿Adónde vais?, ¿Quienes sois?».
Cuando se enteran de que somos peregrinos, nos aconsejan que tomemos a uno de ellos como guía, el cual se compromete a conducirnos a Lhasa sin el menor tropiezo. Aufschnaiter y yo nos miramos disimuladamente. El hombre, que es un verdadero gigante, lleva al cinto una espada enorme. Su aspecto no es nada tranquilizador, pero en las actuales circunstancias no nos queda más remedio que aceptar la proposición de los khampas y nos ponemos de acuerdo en cuanto a la paga. Si están decididos a asesinarnos, nadie podría evitarlo.
Uno tras otro, los visitantes se van marchando, y nos preparamos a acostarnos. El dueño de la tienda se obstina en querer servirse de mi saco para almohada y me cuesta horrores el disuadirle. ¿Se figura quizá que dentro de el llevo un revólver? ¡Por desgracia, no es así!
Pero, al menos, podemos dejárselo creer y obrar en consecuencia.
Me empeño en recuperar lo mío y el hombre me lanza una mirada de través, pero luego se calma. Con todo, el susto ha sido de alivio y durante toda la noche nos relevamos para vigilar.
A la mañana siguiente nos disponemos a partir; nuestros compañeros de tienda no nos quitan los ojos de encima y hacen el gesto de interponerse cuando, al salir de la tienda con los sacos, se los entrego a Aufschnaiter para que los cargue sobre Armin. Fingiendo no haberlo notado, continuamos ensillando a nuestro
yak
y lanzamos un doble suspiro de alivio al comprobar que no se ha presentado el guía que contratamos anoche.
Antes de nuestra marcha, los khampas nos aconsejan dirigirnos hacia el Sudeste, donde, según ellos dicen, es fácil que encontremos una caravana a la que podríamos incorporarnos. Si bien en apariencia nos declaramos conformes con esta solución, en realidad estamos resueltos a hacer exactamente lo contrario.
A los cinco minutos de marcha me doy cuenta de la ausencia de nuestro perro. Vuelvo la vista atrás y entonces veo que tras de nosotros vienen tres hombres. Siguen el mismo camino que nosotros y pronto nos dan alcance. Esta vez habrá que andar con pies de plomo, pues nos va la vida en ello. Con la mano señalan una columna de humo que se eleva a lo lejos y nos dicen que se trata del campamento de peregrinos hacia el cual se dirigen.
A nosotros, la presencia de peregrinos por estos parajes nos parece, cuando menos, algo insólito. Al declararles si han visto a nuestro perro, declaran que el animal se quedó atrás, adonde puede ir a buscarlo uno de nosotros. Y aquí es donde enseñan la oreja, pues, figurándose que llevamos armas, procuran separarnos.
Seguramente algunos otros cómplices nos habrán tendido una emboscada y se disponen a asaltarnos.
Si esta ha de ser nuestra suerte, nadie sabrá nunca más lo que ha sido de nosotros. ¿Por que no habremos atendido los consejos de los nómadas de Labrang Trova? Fingiendo indiferencia, seguimos avanzando en la misma dirección y nos ponemos de acuerdo sobre un ardid para engañar a los bandidos que nos acompañan. Sin interrumpir la conversación, de repente damos media vuelta. Desorientados, los khampas se detienen, pero en seguida vuelven a alcanzarnos, preguntándonos cuales son nuestras intenciones. Con gesto altanero, les replico que hemos decidido ir a buscar a mi perro.
Nuestra actitud resuelta parece impresionarlos y se quedan dudosos, consultándose mutuamente, sin dejar de observarnos. Luego se marchan en dirección a la columna de humo, volviéndose a mirarnos de vez en cuando.
Al llegar cerca de las tiendas, una mujer, según la táctica habitual, nos sale al encuentro. Lleva a nuestro perro atado con una cuerda, nos recibe con la sonrisa en los labios y nos invita a entrar en la tienda. Por supuesto, no es esa nuestra intención y, dejando atrás el campamento, nos apresuramos a desandar el camino recorrido el día anterior. Sin armas, sería una locura tentar al destino. Es preferible volver atrás y buscar otro camino. Al anochecer encontramos a los nómadas con los que anteayer pasamos la noche. El relato de nuestras aventuras no les produce la menor extrañeza y se limitan a recordarnos que ya nos lo habían advertido. Después de tantas emociones y sabiendo que esta vez nos hallamos en lugar seguro, ambos pasamos la noche durmiendo de un tirón.
Al otro día resolvemos dirigirnos a Lhasa por la ruta que el bonzo calificó de penosa y larga. Tres horas después de nuestra partida y mientras subimos por una empinada cuesta, Aufschnaiter vuelve la cabeza y da un grito: dos hombres nos vienen siguiendo, dos khampas sin la menor duda. Deben de haber hecho averiguaciones en la tienda de nómadas donde pasamos la noche. ¿Que hacer? Ni Aufschnaiter ni yo hablamos palabra. No es necesario, pues nuestra decisión es la misma: ¡venderemos nuestras vidas lo más caro posible!
Para empezar, forzamos la marcha; pero, por desgracia, esta no puede ser determinada por nosotros, sino por Armin, el cual hace semanas que casi no tiene que comer y camina poco menos que arrastrándose, a pesar de cuanto hacemos para que se apresure.
De vez en cuando lanzamos una ojeada hacia atrás y nos alarmamos al ver que va disminuyendo cada vez más la distancia que nos separa de nuestros perseguidores. Al llegar a una cima, con el corazón latiendo atropellado y el vacío en la mente, comprobamos que los khampas han abandonado la persecución. ¿Acaso la región en la que vamos a penetrar les parece demasiado salvaje y desierta para aventurarse en ella sin provisiones? A decir verdad, el paisaje es de una indecible tristeza; hasta donde abarca la vista no se ven mas que cimas nevadas, una sucesión de bajas colinas. Interminables extensiones de nieve, sin un árbol, sin una hierba… Muy lejos, a nuestra espalda, se alza la altísima barrera del Transhimalaya, atravesada en su centro por un ancho corte, el desfiladero de Selala descubierto por Sven Hedin, por donde pasa la ruta de las caravanas que conduce a Chigatse.
Como medida de prudencia y por temor de que los khampas rectifiquen a última hora su decisión, continuamos andando incluso de noche. Por suerte, es luna llena y el cielo está tan claro que los contornos de las montañas son visibles desde lejos.
Creo que jamás olvidaré esa caminata nocturna, y comprendo perfectamente por que los khampas han renunciado a seguirnos. Por fortuna, mi termómetro se ha roto, pero juraría que estamos a treinta grados bajo cero.
Hacia la medianoche hacemos un alto. Resulta imposible encender fuego, pues la nieve lo cubre todo. Descargamos a Armin y nos apresuramos a envolvernos en las mantas; cuando intentamos comer algo, ambos lanzamos un grito de dolor: la cuchara se nos pega a los labios y a la lengua, de tan intenso como es el frío.
Desalentados por esa experiencia, vencidos por el cansancio y las emociones, caemos dormidos como dos troncos.
A la mañana siguiente, detrás de Armin, que nos abre camino, proseguimos la marcha con la cabeza gacha, el estómago vacío y la mente embotada. Cuando a media tarde vemos perfilarse sobre el horizonte unas oscuras siluetas, al principio creemos que no es más que un espejismo. Pero no; son, en efecto, unas hileras de
yaks
que marchan sobre la nieve, y ese espectáculo nos reanima. Cuanto más avanzamos, más se van precisando los detalles: se trata de una caravana; y tres horas después le damos alcance. Se compone de quince hombres, los cuales ya han plantado sus tiendas para pasar la noche y que estupefactos ante el inesperado encuentro, nos reciben cordialmente y nos invitan a sentarnos junto al fuego que acaban de encender. Algunos de ellos regresan de una peregrinación; los otros han acompañado un transporte de mercancías en dirección al Kailas y se vuelven a su pueblo, situado a orillas del lago Tengri Nor.