Una corneja me observa y, sin quitarme ojo, se va acercando a saltitos; de repente, se arroja sobre el jabón, lo coge con el pico y echa a volar llevándose el último símbolo que me quedaba de la comodidad y la limpieza.
En el camino de regreso al pueblo encontramos algunas tropas tibetanas de maniobras. La población no está demasiado contenta con esa vecindad, porque, según dicen, el Ejército no se anda con chiquitas y nadie ve con buenos ojos las frecuentes requisas. Los soldados acampan en tiendas de campaña colocadas en línea recta; y si bien los habitantes no tienen que alojar a la tropa, en cambio están obligados a proporcionarle
yaks
de carga y caballos.
Al volver al pueblo nos estaba reservada una sorpresa: en nuestra ausencia, un hombre se ha instalado en la casa donde habíamos depositado nuestro equipaje. Lleva los pies atados con cadenas y anda a pasos muy cortos, y con la sonrisa en los labios, como si se tratara de la cosa más natural, nos explica que por un asesinato lo condenaron a recibir doscientos latigazos y a llevar durante toda su vida una cadena sujeta a los tobillos. Ante la perspectiva de pasar la noche junto a un criminal, sentimos un sobresalto. ¿Acaso nos consideran a su mismo nivel? Pero resulta que nos preocupamos sin motivo: en el Tíbet, un penado goza de la misma consideración que la demás gente y no se le excluye en absoluto del trato con el prójimo, sino que toma parte en las fiestas y reuniones; como está dispensado de trabajar, solo vive de limosnas y, a juzgar por la gordura de nuestro «invitado», estas deben de ser muy espléndidas.
No cesa un instante de musitar plegarias, no tanto, creo yo, por arrepentimiento como por ablandar a los que pasan.
La noticia de que dos europeos han llegado a Samsar corre como un reguero de pólvora y empiezan a afluir los curiosos. Entre ellos, un joven monje se muestra con nosotros particularmente amable; por su parte, conduce una caravana que se dirige al monasterio de Drebung y que debe partir al día siguiente. Al enterarse de que nos hemos quedado sin el
yak
, nos propone cargar nuestros equipajes sobre uno de los suyos, sin preguntarnos siquiera si estamos autorizados para ir a Lhasa. De hecho, cuanto más nos acercamos a la capital, menos numerosos resultan los obstáculos. Los tibetanos parecen pensar que dos extranjeros no habrían podido llegar tan cerca de la ciudad prohibida si no estuvieran en posesión de un pasaporte en regla. Sin embargo, cada vez que hacemos alto en una población, procuramos no dejarnos ver demasiado.
Deshaciéndonos en demostraciones de agradecimiento, nos despedimos del
bönpo
que tan generosamente nos admitió en su caravana y aceptamos la oferta del joven monje. En plena noche atravesamos la región de Yangpaschen, penetrando en el pequeño valle de Tölung, que desemboca en la llanura de Lhasa. Desde aquí, teniendo un caballo, basta un solo día para alcanzar la capital.
Este pensamiento nos hace echar al olvido todas las penalidades y todos los peligros pasados. No obstante, a pie, nos hallamos aún a cinco días de la ciudad santa y además ignoramos si nos será posible penetrar en ella.
A la mañana siguiente, el convoy se detiene en Detchen y nuestro compañero decide esperar veinticuatro horas antes de reemprender la marcha. Tal decisión no nos hace ninguna gracia, porque en esta ciudad residen dos gobernadores de distrito y tememos que no se dejen engañar por nuestro pasaporte.
Con cautela, nos ponemos a buscar un alojamiento cuando, una vez más, el azar nos saca de apuros. Un joven teniente con el que nos tropezamos nos ofrece la casa en que se aloja, pues el se dispone a partir en seguida con el cargamento de dinero que transporta.
Tímidamente, le pedimos que nos acepte en su caravana a nosotros y a nuestros equipajes, prometiéndole compensarle debidamente. Sin la menor sospecha, nos acepta y al cabo de dos horas ya estamos en camino.
En el momento en que lanzamos un suspiro de alivio, alguien nos llama; volvemos la cabeza y vemos a un personaje ricamente vestido de seda amarilla: un
bönpo
. Cortésmente, nos interroga, preguntando de dónde venimos y adónde vamos. ¡A menos que tengamos una suerte extraordinaria, estamos perdidos! Le explicamos que para dar un simple paseo por los alrededores de Detchenen no habíamos creído necesario llevar encima el pasaporte, y le prometemos presentárselo al día siguiente sin falta. Esta mentira nos salva, y a buen paso nos apresuramos a reunirnos con el convoy.
A medida que nos acercamos a Lhasa, la primavera se va manifestando cada vez más; los campos están cubiertos de tiernos brotes de hierba, los pájaros cantan y nuestros vestidos de piel de cordero resultan demasiado calurosos durante el día. Y, sin embargo, estamos tan sólo en la primera quincena de enero.
Continuamente nos cruzamos con caravanas de asnos, de mulos y de caballos, pero los
yaks
van siendo más escasos, lo cual se explica por la falta de pastos. Por todas partes, los campesinos se afanan regando sus tierras, ya que, de no hacerlo así, el viento arrebataría la delgada capa vegetal cuando llegaran las tempestades de primavera.
Aquí en el valle de Tölung, a 4.000 metros de altura, la cebada, las patatas, la remolacha y la mostaza se dan con gran facilidad.
Nuestra última noche de camino la pasamos en la choza de un campesino; esta no se parece en nada a las encantadoras casas de Kyirong. Como por aquí no abunda la madera, sus paredes están construidas con pellas de tierra o de césped, y las únicas aberturas son la puerta y el agujero por donde sale el humo del hogar. Por lo que hace al mobiliario, este se reduce a la mínima expresión: jergones y mesas bajas.
Nuestro huésped es uno de los hombres más ricos de la localidad, por más que no sean suyas las tierras que cultiva, pertenecientes a un noble de Lhasa, el cual percibe un censo cada año. Dos de sus hijos le ayudan en el cultivo de la tierra y el tercero se prepara para ingresar en un monasterio. Posee vacas, caballos, algunas gallinas y, cosa rara en el Tíbet, dos cerdos. Nadie cuida de alimentarlos, por lo cual se contentan con las basuras o con lo que encuentran escarbando la tierra.
Aufschnaiter y yo no logramos conciliar el sueño. A punto de entrar en la ciudad prohibida, se nos plantean dos graves interrogantes: ¿Como vivir sin dinero? Nos dejarán siquiera cruzar las puertas del recinto? A decir verdad, más que dos europeos, parecemos dos khampas. Nuestros vestidos están destrozados, y los abrigos de piel de cordero, cubiertos de una espesa capa de grasa y de mugre, se ve a la legua que pasaron por pruebas muy duras. En los pies no llevamos más que restos del calzado. Además, nuestras revueltas barbas contribuyen a hacernos notar, pues, como todos los mongoles, los tibetanos son barbilampiños, por lo que a menudo nos toman por cosacos originarios del Turquestán ruso. En efecto, huyendo de su patria durante la guerra, millares de ellos se refugiaron con sus rebaños en el Techo del Mundo, y fue necesaria la intervención del Ejército para rechazarlos hacia la India; su paso por territorio tibetano quedó señalado por pillajes e incidentes sin número. Algunos cosacos tienen la piel blanca y los ojos azules y llevan barba; de modo que nosotros nos parecemos a ellos, lo cual explica que algunas veces nos hayan rechazado cuando pedíamos albergue en los pueblos o campamentos de nómadas.
A pesar de nuestros deseos, no nos es posible cambiar nuestro aspecto y ponernos presentables para hacer la entrada en Lhasa; aunque, a decir verdad, hemos escapado a tantos peligros y vencido tantos obstáculos, que nuestros afanes de elegancia son puramente secundarios.
Nos ponemos de acuerdo con el campesino que nos aloja para alquilarle un buey que transporte nuestros equipajes y un criado que nos acompañará, regresando luego con el animal. En este momento nos quedan, por toda fortuna, una rupia y una moneda de oro cosida en el dobladillo de mi abrigo. En cuanto a nuestros sacos, no contienen ningún objeto valioso, a excepción de nuestros croquis y dibujos y que por otra parte, sólo tienen valor para nosotros.
Cinco años en Lhasa
El 15 de enero de 1946 emprendemos la última etapa. Saliendo de la región de Tölung, penetramos en el amplio valle del Kyitchu; y, de pronto, desde una revuelta del camino, divisamos a lo lejos los dorados techos del Potala, el palacio de invierno del Dalai Lama, el monumento más característico de Lhasa. Mi alegría es tan grande, que siento deseos de ponerme de hinojos como un peregrino más.
Desde nuestra salida de Kyirong llevamos recorrida una distancia de mil kilómetros; hemos andado durante setenta días, con sólo cinco días intercalados de descanso, habiendo cubierto una media diaria de quince kilómetros. La travesía de las mesetas del Changtang nos ha llevado por si sola mes y medio, pero la vista de los techos del Potala, que relumbran al sol, nos hace olvidar las fatigas pasadas y las enormes ampollas que tenemos en los pies. Antes de salvar los últimos kilómetros, nos detenemos al pie de un túmulo alzado por los peregrinos, para que el hombre que nos acompaña haga las oraciones de ritual. Llegados a las puertas de Chingdonka, último pueblo antes de Lhasa, nuestro acompañante se niega rotundamente a ir más lejos y abandona nuestros equipajes al borde del camino. Empleando una vieja estratagema, declaramos al
bönpo
local que somos la vanguardia de la escolta de un poderoso personaje extranjero cuya llegada es inminente y que, encargados de preparar en Lhasa el alojamiento de la caravana, le rogamos encarecidamente nos proporcione un asno y un conductor. El
bönpo
queda convencido y nos concede lo que solicitamos. Más tarde, en Lhasa, cuando contábamos este episodio durante las recepciones particulares o incluso oficiales y en presencia de los propios ministros, desencadenaban siempre la hilaridad general. Por más que los tibetanos se enorgullezcan del aislamiento de su país, saben tomarse las cosas humorísticamente, y el modo como hemos logrado burlar la vigilancia de las autoridades los llena de regocijo. ¡Lo cual demuestra que en el Tíbet, como en el resto del mundo, la ley no existe mas que para ser burlada!
En las proximidades de Lhasa, continuamente nos cruzamos con caravanas que entran en la ciudad o salen de ella. Por todas partes, y en especial en los lugares estratégicos, los vendedores se han instalado con sus cestos de golosinas y panecillos de manteca, los cuales excitan nuestro apetito. Más que nunca, lamento hallarme desprovisto de dinero tibetano, y además la última rupia que poseemos está destinada a pagar al hombre que nos acompaña con su asno.
Cuanto más nos aproximamos a la capital, tanto más nos va pareciendo conforme con las descripciones que de ella se han hecho.
Frente al palacio del Dalai Lama se alza el Chagpori, la colina en cuya cima se hallan los edificios de una de las dos escuelas de medicina. Por más que el Potala y el Chagpori atraigan nuestra atención, lo que verdaderamente nos fascina es la mole del monasterio de Drebung, a siete kilómetros de la capital. Este monasterio lamaísta, habitado por diez mil monjes, constituye una verdadera ciudad; edificado en piedra, está dominado por centenares de pequeños campaniles y agujas doradas que coronan santuarios y oratorios.
Pasamos a dos kilómetros de esa ciudad santa y durante una hora no apartamos de allí nuestros ojos, subyugados por su aspecto majestuoso y por lo imponente de su situación.
Un poco más abajo, e igualmente edificado en terrazas, se levanta el convento de Nechung, otro lugar santo del Tíbet. En el vive la reencarnación de una divinidad budista que con sus predicciones orienta el curso de la política local; el gobierno viene a consultar con frecuencia a este oráculo. Algo más lejos se extienden unas praderas bordeadas de sauces, pastos reservados a los caballos del soberano.
Una enorme muralla de piedra tallada oculta el patio de verano del Dalai Lama; durante toda una hora caminamos junto a ella.
Poco después, y fuera del recinto de la ciudad, vemos aparecer los edificios de la misión comercial inglesa, ocultos detrás de un bosquecillo de abedules. El hombre que conduce nuestro equipaje se figura que nuestra intención es dirigirnos allí, y tenemos que hacer un gran despliegue de elocuencia para sacarlo de su error. Confieso que en algunos instantes de desaliento hemos pensado en acudir a los ingleses; el deseo de sumergirnos de nuevo en un ambiente civilizado y de volver a entrar en contacto con europeos nos incita a veces a ello.
Pero, después de alguna reflexión, preferimos siempre dejar nuestra suerte en manos de los verdaderos amos del país y confiar en la hospitalidad tibetana.
Ahora que nos aproximamos a la ciudad, menos se fijan en nosotros y apenas si, de vez en cuando, algún jinete se vuelve en la silla para mirarnos. ¡Que diferencia entre los caballos del oeste del Tíbet y los que vemos ahora! Aquellos eran desmedrados; estos parecen bien alimentados y en magnífica forma y sus jinetes se distinguen por su elegante aspecto y la riqueza de su atuendo. Incluso cuando se dan cuenta de que somos europeos, esto no parece sorprenderlos gran cosa. No obstante, según nos dijeron más tarde, se habrían quedado de una pieza al saber que carecemos del indispensable salvoconducto, pues el hecho de que hubiéramos llegado hasta las mismas puertas de Lhasa implicaba que estábamos en posesión del permiso.
Si el Potala se destaca aislado sobre una eminencia, la ciudad, en cambio, queda oculta a la vista. Una puerta monumental flanqueada por dos
chörten
se asienta sobre la vaguada que pasa entre las dos colinas, dando acceso a la ciudad santa. De pronto nos invade un nuevo temor: ¿no es cierto que en los libros que hemos leído se habla de la presencia de guardianes armados? Pero. por más que abrimos los ojos, los únicos guardianes que vemos son los mendigos que piden limosna. Mezclados a los demás viajeros, atravesamos el umbral; el hombre que nos acompaña señala un grupo de casas a la izquierda del camino que seguimos y nos explica que se trata de los primeros arrabales. Luego vienen más praderas. Ni Aufschnaiter ni yo despegamos los labios: el pensamiento de que estamos pisando el suelo de la ciudad prohibida nos impresiona.
A nuestra izquierda. el muro vertical del palacio nos abruma con su mole, y al llegar cerca del puente de la Turquesa descubrimos por fin los campaniles dorados del gran templo. La noche se avecina y el frío es intenso; ha llegado el momento de buscar donde albergarnos.