Siete años en el Tíbet (10 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Jóvenes y viejos, ricos y pobres, todos dan muestras de idéntico fervor religioso. Ningún otro pueblo puede rivalizar con el tibetano en cuanto a devoción; ningún otro ajusta su vida y su conducta de modo tan absoluto a los preceptos de su fe. Las oraciones y plegarias no son las únicas manifestaciones del año nuevo lamaísta. Durante siete días, y ante la mirada benévola de los monjes, la población entera baila, canta y bebe, y en todas las casas las familias se reúnen para celebrar un solemne festín.

Las fiestas se hallan en todo su apogeo cuando, de pronto, el campesino que nos aloja me anuncia que desea verme. Su hermana menor se ha puesto enferma y me conduce a su habitación, donde la pobre muchacha me tiende sus manos, que arden de fiebre.

Cuando mis ojos se han acostumbrado a la penumbra, descubro un espectáculo que me hace retroceder precipitadamente: aquella joven, que cuarenta y ocho horas antes gozaba de perfecta salud, esta ahora totalmente desfigurada. Por más que no sea médico, me basta con una simple ojeada: se trata de la viruela. El mal se ha apoderado de la lengua y la garganta y la enferma casi no puede articular palabra. ¡Demasiado tarde! No puedo hacer otra cosa que intentar consolarla lo mejor posible antes de salir de la habitación, y lavarme luego concienzudamente, confiando en que la epidemia no se apodere de todo el pueblo. Aufschnaiter, a quien también han llamado, «en consulta», confirma mi «diagnóstico». Dos días después, la muchacha ya ha muerto y nosotros tenemos el triste privilegio de asistir a su entierro.

Se quita el pino que adornaba el remate del tejado y al día siguiente, con las primeras luces del alba, un enterrador viene a buscar el cadáver, envuelto en un blanco sudario, y se lo carga a la espalda. Tres hombres forman el cortejo fúnebre. Aufschnaiter y yo seguimos a continuación. A quinientos metros del pueblo, el enterrador se detiene y deposita su carga sobre una loma; cuervos y buitres están posados en las ramas de los árboles. ¿Que va a ocurrir? Un hombre armado con un hacha empieza a despedazar el cadáver; otro hombre, en cuclillas, musita unas oraciones, mientras que un tercero se ocupa en espantar a las aves. Cuando por fin se termina la operación, el enterrador quiebra los huesos para que también estos puedan desaparecer fácilmente en los picos de los buitres. Dos horas más tarde no quedara nada de los mortales despojos.

Esta práctica, bárbara en apariencia, tiene su explicación en los móviles religiosos. Para el tibetano, un cuerpo sin alma no es mas que una envoltura, un simple objeto; cuanto antes desaparece, tanto mejor se halla el difunto. Técnicamente son incinerados los cadáveres de los nobles y de los grandes lamas; todos los demás son despedazados con hacha y cuchillo. En cuanto a los pobres y los mendigos, sus despojos sirven de pasto a los peces, que en este caso reemplazan a los cuervos y buitres. Si alguien muere de enfermedad sospechosa, unos enterradores especialmente designados por el Gobierno se encargan de inhumarlo.

Por espacio de cuarenta y nueve días, el tejado de nuestra casa permanece vacío en señal de duelo, y es tan sólo después de ese plazo cuando el propietario iza de nuevo un pino adornado de banderolas, en presencia de monjes que rezan y tocan sus trompetas y tambores. Todo eso, por supuesto, cuesta muy caro; por lo cual, con el producto de la venta de las joyas o bienes del difunto se sufragan los gastos de la ceremonia y se compra la manteca necesaria para alimentar las lámparas que arden sin interrupción.

Volvemos a reanudar nuestras excursiones diarias por los alrededores. La nieve que cubre las colinas inmediatas nos da la idea de fabricarnos unos esquís, y Aufschnaiter derriba unos finos abedules, que hacemos desbastar por el carpintero del pueblo, para secarlos después al fuego. Por mi parte, me dedico a hacer los palos y las correas. Con la ayuda del carpintero logramos fabricar dos pares de «planchas» si no muy elegantes, al menos utilizables, y, por fin, formarnos las espátulas utilizando grandes piedras en lugar de prensa.

Febrilmente nos disponemos a hacer las primeras pruebas cuando se presenta un mensajero de los bonpos y nos invita a seguirle a casa de sus amos. Estos nos ordenan que limitemos nuestros paseos tan sólo a las inmediaciones de Kyirong, y por más que protestemos, nos objetan que, si algo nos sucediera, Lhasa no dejaría de echar toda la responsabilidad sobre las autoridades del distrito. Como el razonamiento no es muy convincente, los bonpos consideran necesario reforzarlo declarando que, preocupados por nuestro bien, nos defienden así contra los lobos, panteras y perros salvajes que vagan por la comarca. Nosotros no acabamos de convencernos; esta excusa oculta en realidad otro motivo: el temor de que nuestras excursiones por las montañas susciten la cólera de los dioses que en ellas moran. Pero, de momento, no podemos hacer otra cosa que someternos.

Durante tres semanas observamos estrictamente la orden, pero un día la tentación puede más que nosotros. Con todo, decidimos recurrir a una estratagema. Instalamos un campamento en las proximidades de los manantiales de agua caliente, a media hora del pueblo, yendo y viniendo cada día y quedándonos en el a menudo. Poco a poco, los habitantes se acostumbran a no vernos regresar, y aprovecho una noche para coger los esquís y trasladarlos al campamento.

Al día siguiente, apenas ha amanecido, Aufschnaiter y yo subimos hasta el lindero de los bosques y nos entregamos alegremente a las delicias del esquí, y, a pesar de que estamos desentrenados, los resultados son francamente asombrosos. Nadie nos ha visto, y unos días después volvemos a lo mismo. Pero, por desgracia, se nos rompen las espátulas y tenemos que enterrar los esquís para no despertar sospechas. Los habitantes de Kyirong no sospecharon jamás que habíamos estado «cabalgando la nieve», locución tibetana que traduce el verbo «esquiar».

En cuanto la nieve se funde al llegar la primavera, toda la población se esparce por los campos y da principio la sementera. Se organiza una fiesta análoga a nuestras rogativas: monjes y lamas se dirigen en procesión a los campos, seguidos de los habitantes portando los ciento ocho libros de que se compone el Kangyur.

Cuanto más benigna se hace la temperatura, menos puede soportarla mi
yak
Armin. Acudo al «veterinario», del lugar, el cual receta una toma de «bazo de oso». Por darle gusto, aunque sin gran convicción, realizo la compra del precioso remedio. Como era de prever, el resultado es nulo. Mi fiel compañero languidece de día en día y he de rendirme a la evidencia: si quiero aprovechar algo de su carne, más vale sacrificarlo cuanto antes. Me dirijo a casa del matarife, el cual vive algo apartado en compañía de los herreros, cuyo oficio es considerado como el más despreciable de todos. Como remuneración se quedara con la cabeza, las patas y los intestinos de Armin.

Presencio la operación, y puedo comprobar que, en esta materia, los matarifes del Tíbet son más humanos que sus colegas europeos. Al animal se le atan las patas y luego, una vez puesto de lado, con un rápido golpe se le abre el vientre y se le arranca la aorta. La muerte es instantánea. A modo de grandes señores, efectuamos un reparto general de costillas y filetes y hacemos ahumar los pedazos restantes; estos han de servirnos al tiempo de la fuga que proyectamos.

Últimos días en Kyirong

Durante el verano, los bonpos nos convocan una vez más y nos conminan enérgicamente a abreviar nuestra estancia.

Algunos días antes, unos comerciantes nepalíes de paso por Kyirong nos confirmaron ya que la guerra había terminado. Sin embargo, a mí no se me olvida que después de la primera guerra mundial hubieron de transcurrir todavía dos años entre el armisticio y la liberación de los prisioneros detenidos en la India. Por lo que a nosotros se refiere, la situación no ha variado lo más mínimo: bastaría que cruzáramos la frontera para encontrarnos, en plazo más o menos breve, tras las alambradas de un campo de concentración.

Y ahora que hablamos ya bastante bien el idioma y tenemos la experiencia necesaria, ¿por que no aprovecharlo para explorar las mesetas y estepas habitadas por los nómadas? Ya que hemos perdido la esperanza de poder regresar a Alemania inmediatamente, si la suerte nos acompaña quizá podríamos alcanzar el territorio chino.

A fin de aplacar a los bonpos, les prometemos marcharnos de Kyirong a principios de otoño, pero a condición de que nos permitan absoluta libertad de movimientos. Nos lo conceden sin mayores dificultades. A partir de ese día, nuestras excursiones no tienen mas que un solo objetivo: descubrir algún puerto que nos permita alcanzar la meseta sin dar la vuelta por Dzongka.

En el curso de estas caminatas ampliamos nuestros conocimientos acerca de la fauna de la región que entre otros animales esta compuesta de unos monos venidos del Nepal que, remontando las montañas y puertos del Kosi, se asentaron en los alrededores de Kyirong y en los bosques cercanos. Últimamente, y cada noche durante todo un mes, muchos
yaks
han sido arrebatados por una pantera que los cazadores en vano trataron de cazar.

Cada vez que nos internamos en las montañas, llevamos por precaución una caja de pimienta para los osos, pues durante el día atacan al hombre. Varias veces he visto leñadores con profundas cicatrices en el rostro, causadas por las garras de los plantígrados.

En cambio, de noche, basta amenazarlos con una antorcha encendida para que huyan.

Deseando mantener la fuerza de mis músculos, ayudo a los campesinos en la trilla y en la tala de árboles, o bien a arar los campos y a cortar leña. Aguerridos por el duro clima y la naturaleza hostil, los habitantes de Kyirong son de una resistencia excepcional, y, no contentos con trabajar de sol a sol, se perecen por competir entre si en los juegos de fuerza y destreza. Cada año se celebra un campeonato deportivo que dura varios días y cuyas principales pruebas son las carreras de caballos, saltos y tiro al arco, a un blanco fijo y a lo alto.

Los hombres más fuertes se ejercitan en levantar una pesada piedra, que luego deben trasladar a una distancia fijada de antemano.

Entre el regocijo de los espectadores, también yo tomo parte en las diversas pruebas, y poco falta para que gane la carrera pedestre.

Desde el primer momento me pongo en cabeza, pero cuando me dispongo a hacer el esfuerzo final, el contrincante más próximo me agarra de pronto por los fondillos. Sorprendido por este insólito comportamiento, me quedo clavado en el sitio, incapaz de dar un paso, y, aprovechando mi estupefacción, el hombre se arranca y llega a la meta. Los tibetanos tienen un curioso concepto del deporte en general: en el están permitidas todas las tretas; ¡Yo acababa de comprobarlo! El público me recibe con risas estrepitosas en el momento en que me entregan la echarpe concedida al segundo vencedor.

Dejando aparte esas fiestas, la vida no resulta nunca monótona, porque el paso de caravanas es incesante durante todo el verano.

Cuando termina la cosecha, llegan a Kyirong grupos de hombres y mujeres del Nepal para cambiar el arroz de su tierra por barras de sal. El arroz tibetano recogido a orillas de los lagos salobres de la meseta del Changtang constituye un importante comercio de exportación, y caravanas de
yaks
lo traen a Kyirong. Entre esta localidad y el Nepal, el transporte se realiza únicamente a espaldas de porteadores por senderos que serpentean en el fondo de cañadas y barrancos; a menudo, unos escalones tallados en la roca constituyen el único camino. La mayoría de los porteadores son mujeres nepalíes, robustas montañesas que recorren los caminos curvadas bajo sus largas pértigas y se deslizan en largas filas a través del Himalaya.

Pero los nepalíes no les van a la zaga, como lo demuestra el curioso espectáculo que un día me fue dado presenciar. La religión tibetana prohíbe cosechar la miel y la cera que producen las abejas.

Pero no hay que apurarse por tan poco: aquí, como en todas partes, hecha la ley, hecha la trampa; en vez de cosecharla ellos mismos, los tibetanos dejan que los nepalíes lo hagan por ellos y a continuación les compran el resultado de su trabajo.

Veamos cómo actúan esos «cazadores de miel».

Por medio de cuerdas que miden a veces hasta sesenta metros, el hombre se hace descolgar hasta el fondo de los barrancos. Con una mano sostiene una antorcha para ahuyentar con el humo a las abejas del nido; con la otra, se apodera de los panales, metiéndolos en un cubo atado a un cable. El éxito depende de la perfecta coordinación de los movimientos del que busca por las rocas y de los que lo sostienen sobre el vacío, pues el estruendo de los torrentes apaga las voces y gritos. Una vez más, lamento no poseer una cámara de cine para filmar este ejercicio peligroso y único en su genero.

Entre tanto, la estación de las lluvias toca a su fin, y Aufschnaiter y yo reanudamos nuestras investigaciones por la comarca vecina a Kyirong, explorando sistemáticamente cada valle, en busca de un acceso directo a la meseta.

En el curso de estas caminatas encontramos fresas por todas partes; pero, desgraciadamente, las más hermosas y grandes se hallan siempre escondidas en los setos, donde abundan las sanguijuelas.

Los animalitos se introducen por todos los intersticios de nuestros vestidos e incluso llegan a metérsenos en los zapatos, colándose por los ojales. Una vez saciados, abandonan a su víctima, dejándole una llaga que sigue sangrando y se infecta. Estas sanguijuelas son una verdadera plaga, y en algunos valles todos los mamíferos están cubiertos de ellas. No conozco mas que un solo medio de protección: mojar los calcetines y los bajos del pantalón en agua salada y ponérselos de esta manera.

Los resultados de nuestras exploraciones son bien pobres: muchos planos y dibujos, pero ningún collado que pueda favorecer nuestra fuga. Los que descubrimos resultan impracticables sin material de alpinista, y nosotros no lo poseemos. Descorazonados, dirigimos una solicitud al Gobierno del Nepal, pidiendo la garantía de que no nos entregarán a los ingleses. Como era de esperar, no recibimos ninguna respuesta. sólo faltan dos meses para el otoño y aceleramos los preparativos.

A fin de engrosar el capital de que disponemos, lo pongo en manos de un banquero al tipo normal de interés (es decir, al 33 por 100), aunque no había de tardar mucho en arrepentirme, pues mi deudor no respeta sus compromisos, poniendo así en peligro nuestros planes de fuga.

En los siete meses que hace que vivimos en Kyiong hemos trabado firmes lazos de amistad con sus habitantes. Muy pacíficos y laboriosos, se pasan el día trabajando en el campo de sol a sol.

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