Siete años en el Tíbet (7 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Estamos plantando la tienda a orillas del río Gartang, afluente del Indo, cuando por fin se nos acercan algunos curiosos. Nos dicen que todos los altos funcionarios están ausentes, pero que podemos dirigirnos al sustituto del Garpon, y sin demora solicitamos audiencia. Para cruzar el umbral del palacio, tenemos que agachar la cabeza. No hay puerta, sino una baja abertura que, simplemente cerrada por una mugrienta cortina, da acceso a una habitación oscura, con las ventanas tapadas por un papel encerado. Poco a poco, nuestros ojos van acostumbrándose a la penumbra y distinguimos la silueta de un hombre sentado a estilo oriental. En la oreja izquierda lleva un gran pendiente de oro, de unos quince centímetros de largo, que es el distintivo de su categoría. Junto a el está una mujer que, según nos enteramos luego, es nada menos que la esposa del virrey. Detrás de nosotros se apretujan servidores y niños.

Muy amablemente, el sustituto del Garpon nos invita a sentarnos y hace traer té, queso, manteca y carne desecada. Una vez roto el hielo, entablamos conversación con la ayuda de mi diccionario inglés-tibetano y con gran acompañamiento de gestos. En esta primera entrevista nos contentamos con darle unas breves explicaciones, dejando entrever que nos disponemos a solicitar del Gobierno que nos conceda el derecho de asilo.

Al día siguiente, nueva visita, en el curso de la cual y como regalo entrego al alto funcionario algunos medicamentos. Agradablemente sorprendido, nos hace preguntas acerca de su modo de empleo y apunta con gran cuidado las indicaciones que le doy.

Aprovecho el momento para abordar la cuestión decisiva, o sea la obtención de un permiso de tránsito. De momento, no rechaza a priori mi petición pero se escuda tras la autoridad de su superior ausente, el cual está pasando unos días de retiro al pie del Kailas. Al ver nuestro disgusto, nos consuela declarando que el regreso de Garpon es inminente.

Procuramos estrechar todavía más estos primeros lazos de amistad y para ello le regalamos una lupa, que es un objeto muy raro en el Tíbet. Dos días después llegan a nuestra tienda dos hombres portadores de manteca, harina y carne desecada, los cuales preceden al alto funcionario, que se ha dignado molestarse personalmente para venir a visitarnos. Al examinar el interior de nuestras tiendas no puede evitar el expresarnos su asombro: jamás, nos dice, había imaginado que unos europeos pudieran vivir con tanta incomodidad. Entre tanto, a medida que se aproxima la fecha del regreso de su superior, su amabilidad y sus atenciones se van haciendo cada vez más discretas y, al fin, poco falta para que ignore nuestra presencia. La prudencia le aconseja ir espaciando las relaciones, y un día llega incluso a negarnos la autorización de comprar víveres. Por suerte, los comerciantes hindúes de paso por Gartok son numerosos y se dejan ablandar, aunque a un alto precio en verdad.

Una mañana, el ruido de centenares de esquilas nos hace salir de nuestras tiendas, y vemos que una larga hilera de mulos se aproxima a la ciudad. Delante marchan soldados con armas; detrás vienen criados y criadas, precediendo a un grupo de nobles tibetanos, los primeros que vemos. Al Garpon le acompaña su esposa, y ambos van vestidos de ricas sedas y llevan pistolas pendientes de la cintura.

Toda la población se reúne para no perderse el espectáculo.

Apenas han entrado en su querida ciudad, el Garpon acude al monasterio para dar gracias a los dioses por haberle asistido durante su peregrinación.

El «palacio» del gobernador, de aspecto idéntico al de su «lugarteniente», se diferencia de este por un mobiliario más rico y por una mayor comodidad.

Sin esperar más, Aufschnaiter redacta una carta y ruega a «Su Excelencia» que se digne concedernos una audiencia. La tarde transcurre sin que recibamos contestación, y al anochecer, no pudiendo resistir más, nos dirigimos al palacio.

Al gobernador se le considera noble de cuarta categoría, y lo seguirá siendo mientras ejerza ese cargo oficial. Administra cinco distritos puestos bajo la vigilancia de otros tantos nobles de quinta, sexta o séptima categoría. Mientras reside en Gartok, el Garpon lleva los cabellos en trenzas y recogidos sobre la cabeza con un amuleto de oro, distintivo de su cargo.

Ya estamos ante «Su Excelencia». Le exponemos nuestro caso sin omitir detalle y el Garpon nos escucha con atención. Alguna vez, una sonrisa se dibuja en sus labios cuando cometemos algún manifiesto error de vocabulario, en tanto que su séquito se ríe a mandíbula batiente, contribuyendo está hilaridad a crear un ambiente amistoso. Una vez terminado nuestro relato, el gobernador hace protestas de comprensión y promete estudiar nuestro caso y consultarlo con su segundo. Luego nos invita a tomar el té, preparado al estilo hindú y no al tibetano. Al día siguiente nos envía algunos obsequios, lo cual nosotros interpretamos como un feliz augurio.

Pero la siguiente entrevista ya es menos cordial, y en ella se muestra más evasivo y protocolario. Le encontramos sentado en un elevado trono, con su adjunto cerca de el. Sobre una mesa se amontonan cartas y legajos de papel tibetano. Sin ningún preámbulo, declara que no puede concedernos mas que un permiso de tránsito por su provincia, la de Ngari, y en ningún caso recibiremos autorización para penetrar en las provincias centrales del Tíbet. Mis compañeros y yo examinamos rápidamente la situación y proponemos al Garpon que nos entregue un pasaporte colectivo que nos permita llegar a la frontera del Nepal. Primero parece dudar, por fin acepta, e incluso declara que está dispuesto a someter nuestros deseos al Gobierno de Lhasa. Con todo, nos advierte que transcurrirán varios meses antes de que la respuesta llegue a sus manos.

Preterimos contentarnos con que acepte el plan anterior. No es que pensemos abandonar nuestra primera idea de llegar al Tíbet oriental, sino que el Nepal se encuentra precisamente en esa dirección, por lo que nos damos por satisfechos con el resultado de las negociaciones.

Finalmente, el Garpon nos ruega que aceptemos su hospitalidad durante algunos días, los necesarios para extender el pasaporte, reunir los
yaks
de carga y encontrar la persona que nos sirva de escolta.

Tres días más tarde nos entrega el documento. En el se indica exactamente nuestro itinerario, con las localidades que hemos de atravesar: Ngakyu, Sersok, Montche, Barga, Toktchen, Lholung, Chamtchang, Truksum, Cyabnak. En una nota se especifica que estamos autorizados para requisar dos
yaks
y que los habitantes deben vendernos al precio normal los víveres que necesitemos.

Asimismo, estamos autorizados para procurarnos gratuitamente toda la leña necesaria para la cocción de los alimentos.

La víspera de la marcha, el Garpon organiza un banquete en nuestro honor, al término del cual consigo venderle mi reloj de pulsera. Cuando llega el momento de las despedidas, nos hace prometer que en ningún caso trataremos de llegar a Lhasa.

El 14 de julio, nuestra caravana se pone en marcha. Se compone de dos
yaks
que transportan los equipajes y de mi asno; este último ha tenido tiempo más que suficiente para reponerse, y trota alegremente, cargado tan sólo con mi samovar. Nos da escolta, montado en un pequeño caballo, un joven tibetano llamado Porbu, y mis compañeros y yo vamos a pie, modestamente, como verdaderos vagabundos que somos.

Peregrinajes sin fin

Durante un mes no nos tropezaremos, en cuanto a aglomeraciones humanas, mas que con tiendas de nómadas y de vez en cuando con algún puesto de etapa de caravana, en el que se encuentran
yaks
de relevo y un techo para pasar la noche.

En uno de ellos cambió mi asno por un
yak
. A primera vista, el trueque parece ventajoso, pero mi alegría dura poco porque mi
yak
resulta imposible de dominar y de buena gana me desharía de el.

Una semana después lo cambio por un animal más joven y sobre todo más dócil, que tiene agujereado el tabique nasal para pasarle un arete de mimbre al que se ata una cuerda. ¡Magnífico sistema de moderar sus ímpetus! Le ponemos el nombre de Armin.

La región es de una variedad extraordinaria. Las llanuras alternan con las colinas; los ribazos y desfiladeros, con los puertos y collados. A menudo nos cortan el paso riachuelos y torrentes que bajan de las montañas. En Gartok habíamos soportado varias tempestades de granizo, pero ahora el tiempo se mantiene bueno sin variación. Aufschnaiter, Kopp y yo nos hemos dejado crecer la barba para evitar las quemaduras solares. El Gurla Mandhata domina el panorama desde sus 7.730 metros. Menos alta, pero más imponente, la pirámide del Kailas, montaña sagrada del Tíbet occidental, se eleva verticalmente de un tirón hasta los 6.700 metros, gigantesca y solitaria. Para los budistas, esta montaña es el trono de los dioses, el monte santo de las leyendas; no existe un solo tibetano que no sueñe con poder contemplarla. Los verdaderos creyentes no dudan en recorrer dos mil o tres mil kilómetros para venir en peregrinación, y algunos de ellos llegan a medir con sus cuerpos la distancia que de ella los separa.

Sin tregua, durante dos o tres años, se tienden sobre el suelo y se levantan, entregados a un delirio religioso. Viviendo de limosnas, se atraen de esta manera las bendiciones divinas y se aseguran una más alta reencarnación en el otro mundo. Infinitos senderos trazados por el paso de los peregrinos convergen hacia el Kailas desde todos los puntos del horizonte; inmensos montículos de piedras coronados por mástiles de plegarias jalonan esos caminos con sus piedras acumuladas por decenas de generaciones. Nos gustaría dar la vuelta a la montaña, pero el guardián del puesto de etapa de Barka nos disuade de ello; según pretende, si nos entretenemos no podrá asegurarnos el relevo de nuestros
yaks
.

Durante dos días enteros caminamos costeando los glaciares del Kailas y del Gurla Mandhata; esta última cima, que se refleja en las aguas del lago Manasarovar, no ha sido jamás escalada. La tentación es muy fuerte para unos alpinistas. En las orillas se elevan innumerables monasterios, en los cuales, cuando llega la temporada, los peregrinos hallan techo y cobijo. El lago también es sagrado y los devotos que le dan la vuelta arrastrándose se aseguran las bendiciones celestes. Sus aguas se consideran milagrosas, por lo que todo peregrino se sumerge en ellas a pesar de la temperatura glacial.

Nosotros lo hacemos también por motivos puramente higiénicos.

Pero aún no ha llegado la temporada de las peregrinaciones y los únicos visitantes son los viajeros que se dirigen a Gyanyima, el gran mercado de la región. Algunas veces nos cruzamos también con tipos de aspecto patibulario, atraídos por la perspectiva de algún posible golpe de mano.

Durante horas y horas costeamos las orillas del lago, que se extiende hasta perderse de vista, semejante a un verdadero mar interior. De no ser por los mosquitos, el paisaje resultara idílico; pero los animalitos no nos abandonan hasta que nos alejamos de la gran masa de agua.

Entre Gyanyima y Toktchen nos cruzamos con una gran caravana, la del nuevo gobernador del distrito, en ruta hacia Tsaparang.

Viene de Lhasa y se dirige a su lugar de residencia seguido de numerosos servidores. Al verle, deslumbrado por tanta majestad, nuestro acompañante tibetano se detiene, se inclina en profunda reverencia y, quitándose el sombrero, saca la lengua en señal de respeto y sumisión. Se acerca al alto funcionario y le explica lo que nos trae por aquellos parajes; los soldados de la guardia vuelven sus armas a la vaina y su amo nos obsequia generosamente con frutas secas y nueces que saca de su bolsa de cuero.

A decir verdad, nuestro aspecto no tiene ya nada de civilizado, pues desde hace tres meses llevamos la vida de los nómadas y dormimos al raso. Nuestro nivel de vida es inferior al de la población indígena, nuestras tiendas constituyen un precario cobijo y con buen o mal tiempo tenemos que guisar al aire libre.

A despecho de tantas penalidades, nos sentimos moral y físicamente ágiles y vigorosos y, conscientes de contarnos entre los pocos europeos que han penetrado en estas regiones, procuramos no perder detalle del espectáculo que se ofrece a nuestra vista. ¡Quién sabe si más adelante, cuando nos pongamos otra vez en contacto con nuestros semejantes nuestras observaciones adquirirán tal vez un valor insospechado! A fuerza de vivir juntos, aprendemos a conocer nuestros respectivos defectos y debilidades y nos ayudamos recíprocamente a ahuyentar la nostalgia y el humor sombrío.

Una cadena de collados de poca elevación nos conduce a la región de las fuentes del Tsangpo
[3]
. El Indo, el Sutlej y el Karnali también tienen allí su nacimiento. Los tibetanos asocian a estos cuatro los nombres de cuatro animales: el león, el elefante, el pavo real y el caballo, aplicándose este último al Tsangpo.

Durante dos semanas, el Tsangpo nos servirá de punto de referencia. Alimentado por multitud de riachuelos y torrentes que bajan del Himalaya y del Transhimalaya, el volumen de sus aguas aumenta a ojos vistas: primero, riachuelo; más tarde, torrente, va adquiriendo ponderación y serenidad y pronto se convierte en río.

El tiempo, que hasta ahora fue muy benigno, no cesa de empeorar; en pocos minutos se pasa del frío polar a los ardores ecuatoriales. A las tormentas de pedrisco sucede un sol que cae a plomo, bien pronto sustituido por la lluvia. Una mañana, al despertarnos vemos la tierra cubierta por una capa de nieve y, mal abrigados con nuestros vestidos, envidiamos a los tibetanos con sus largos abrigos de piel de cordero.

A pesar de todo, el ritmo de nuestra marcha no disminuye y una etapa tras otra vamos siguiendo camino adelante. A veces, a través de la hondonada de un valle, vemos aparecer a lo lejos las cumbres del Himalaya, espectáculo grandioso de imponente majestad. Por aquí ya no hay ningún nómada, sino tan solo gacelas y hemíonos, que corretean apaciblemente por la otra orilla del Tsangpo.

Ya estamos cerca de Gyabnak, última localidad que se menciona en nuestro pasaporte; allí termina la zona de jurisdicción del gobernador de Gartok.

Apenas hace tres días que acabamos de instalarnos en la aldea cuando a galope tendido llega un mensajero y, descabalgando de su montura, nos avisa que dos altos personajes recién llegados de Lhasa y que se hallan en Tradün desean entrevistarse con nosotros.

Aquella es una ocasión inesperada, y sin perder momento volvemos a ponernos en camino. Después de pasar la noche en una meseta poblada de hemíonos, a la mañana siguiente descubrimos uno de los más hermosos panoramas del mundo. Por encima de las techumbres y campanarios de Tradün, recubiertos de planchas de oro que resplandecen al sol, se elevan unas montañas de hielo de 8.000 metros de altura, cumbres famosas que llevan los nombres de Dhaulagiri, Annapurna y Manaslu. Tradün se halla al otro extremo de la llanura en la que acabamos de desembocar, y durante varias horas tenemos ante nosotros el espectáculo de esos gigantes encapuchados de nieve y de hielo. Kopp, el único de los tres que no es alpinista, también está subyugado.

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