Ocho días después alcanzamos Dzongka, que se distingue a lo lejos por la nube de polvo que flota sobre la población. ¡Por fin hallamos un pueblo digno de ese nombre! En torno al monasterio se apiña un centenar de casas rodeadas de campos cultivados. Dzongka se halla en la confluencia de dos riachuelos que dan origen al río Kosi, el cual atraviesa las montañas y desciende hacia el Nepal. A lo lejos y detrás de la muralla que rodea la población se alza la mole del Chogulhari dominando el paisaje.
El 25 de diciembre, la caravana hace su entrada en el pueblo. Es la primera Navidad que pasamos en libertad. El albergue que nos destinan es muy confortable, pues aquí el bosque se halla cercano (a dos días de camino solamente), y un hermoso fuego de leña arde en un viejo bidón convertido en brasero. Encendemos varias lámparas con manteca y celebramos la cena de Nochebuena con una pierna de cordero asada.
En el Tíbet, tanto en el Este como en el Oeste, no se conocen los hoteles o las posadas, y los viajeros se alojan en las casas particulares. Cada habitante, por turno, debe alojar a los extranjeros y nadie se queja ni protesta por ello, porque es una manera cómoda de satisfacer los impuestos.
Las fuertes nevadas nos obligan a prolongar tres semanas la estancia en Dzongka; los puertos y los caminos resultan intransitables. Aprovechamos la espera forzosa para trabar más amplio conocimiento con los habitantes de este simpático pueblo y asistimos a ceremonias religiosas y a las exhibiciones de un grupo de danzarines venidos de Nyenam.
En Dzongka residen muchos funcionarios pertenecientes a la nobleza y varios de ellos se hacen amigos nuestros; ahora sabemos ya el tibetano lo suficiente para sostener una conversación, y poco a poco vamos conociendo las costumbres del país.
Siempre que el tiempo lo permite hacemos excursiones por los alrededores. En las escarpaduras de arenisca se abren multitud de grutas, en las que descubrimos antiguas estatuas de madera y barro cocido y viejos pergaminos que harían las delicias de los coleccionistas y aficionados al arte tibetano.
El 19 de enero de 1945, el tiempo ha mejorado lo bastante para que podamos proseguir el viaje, y nos unimos a una caravana. En delantera abren camino algunos
yaks
sin carga, apisonando la nieve tan a conciencia, que valen por todos los quitanieves del mundo.
Al cabo de unos diez kilómetros, el valle se estrecha, formando un desfiladero, y los puentes se suceden continuamente para salvar los torrentes.
Mi
yak
Armin, nacido en las altiplanicies del Changtangl, demuestra una gran aversión a los puentes y pasarelas, negándose a aventurarse por ellos. Con la ayuda de los conductores de caravana, a duras penas logramos obligarle a atravesarlos; los unos tiran, los otros empujan, para dominar su tenaz resistencia. Varias veces me aconsejaron que no lo llevara a Kyirong porque no podría acostumbrarse al clima, mucho más cálido que el de su tierra natal; pero por nada del mundo quiero desprenderme de el, porque ¿cómo me las arreglaría sin Armin? La temperatura se mantiene a treinta grados bajo cero; al menos, mi termómetro no puede marcar menos grados.
Al pie de una pared rocosa descubro con sorpresa una inscripción china grabada en la piedra, vestigio de la campaña militar que el emperador de la China emprendió en 1792 contra el Nepal. En aquella época, un inmenso ejército chino, después de recorrer varios miles de kilómetros, vino a imponer sus condiciones a Katmandú.
Algo más adelante, cerca del pueblo de Longda, encontramos un monasterio enteramente excavado en la roca. Varios templos y miles de celdas individuales están colgados como nidos de golondrinas por las laderas de la montaña, a doscientos metros por encima de la vaguada. La tentación es demasiado fuerte y Aufschnaiter y yo iniciamos la escalada. Los lamas y las religiosas se apresuran a acudir para asomarse a la terraza del monasterio, desde la cual se divisan las nevadas cumbres del Himalaya. Nos enteramos de que aquel es el monasterio del célebre ermitaño y poeta tibetano Milarepa, que vivió allí en el siglo XI de nuestra era. Al monasterio se le conoce con el nombre de Trakar Taso.
Nos apresuramos a reincorporarnos a la caravana, haciéndonos el propósito de visitarlo de nuevo a la primera ocasión.
Cuando más descendemos hacia el Sur, las nevadas van siendo menos frecuentes. Algunos días más tarde llegamos al lindero de los bosques; la temperatura es más cálida y los vestidos gruesos se hacen innecesarios. Drothang, que es el último pueblo antes de Kyirong, nos llama la atención por una curiosa particularidad: todos sus habitantes están atacados de bocio.
Para llegar a Kyirong hemos empleado toda una semana, cuando en tiempo normal una caravana tarda tres días y a un mensajero le basta con uno solo.
Kyirong significa en tibetano «pueblo de la beatitud», y en verdad que nunca olvidaré los meses que allí he pasado. Si pudiera elegir y me preguntaran dónde me gustaría terminar mis días, respondería sin dudarlo un momento: en Kyirong. Me haría edificar un chalet de madera de cedro rojo y, para regar mi jardín, desviaría las aguas de uno de los innumerables riachuelos que descienden de las montañas. Toda clase de frutas y de flores se dan bien en Kyirong, que, a pesar de su altitud de 2.770 metros, no por eso deja de hallarse a 28 grados de latitud.
Estamos a mitad de enero y la temperatura ronda los cero grados.
El termómetro no desciende nunca a menos de diez grados bajo cero, y si bien la duración de las estaciones es más o menos la misma que en nuestros Alpes, en cambio la vegetación acusa un carácter netamente tropical. Kyirong sería un lugar ideal para deportes de invierno: nieve durante todo el año para los esquiadores y cumbres de seis mil y siete mil metros para los alpinistas.
La población, compuesta por ochenta casas, es además lugar de residencia de dos gobernadores de distrito, cuya autoridad se extiende a unas treinta aldeas de los contornos. Nosotros somos los primeros europeos que jamás penetraron en Kyirong, y sus habitantes nos contemplan asombrados. Según es costumbre, a la vista de nuestro pasaporte, el notable del lugar nos asigna hospedaje en la casa de un hacendado rural. El basamento es de piedra, y la parte superior, de troncos de árbol reunidos; el tejado esta cubierto con tablas retenidas por grandes piedras. Trasladado al Tirol o a Suiza, Kyirong pasaría por un pueblo indígena. La única diferencia es que en vez de las altas chimeneas que coronan los chalets alpinos, aquí son los mástiles de plegarias los que adornan el remate de las casas. Las banderolas que ondean al viento son de diversos colores, cada uno de los cuales responde a un símbolo determinado.
En la planta baja de las casas se hallan los establos y cuadras, y en el primer piso, las habitaciones, a las que se sube desde el patio por una escalerilla. El mobiliario esta formado por colchones, almohadones rellenos de paja, mesas bajas, armarios pintados y, por supuesto, el altar familiar, con sus lámparas de manteca. En invierno, la gran chimenea. en la que arden troncos de encina, reúne a su alrededor a todos los de la casa, y hombres, mujeres y niños forman círculo sentados en el suelo y bebiendo té.
Como la habitación que nos destinan es demasiado pequeña para los dos, me apresuro a extender nuestros dominios a la granja vecina y en tanto Aufschnaiter presenta combate a las ratas y los piojos, yo emprendo una encarnizada lucha contra los ratones y las pulgas; sin embargo, habremos de renunciar a quedar como únicos dueños del campo. Con todo, el magnifico panorama que se extiende ante la casa nos resarce con creces de estas pequeñas molestias. Los bosques de rododendros gigantes alternan con los azulados extremos finales de los glaciares, tan próximos, al pie de las altas cumbres de nieve deslumbrante.
Nosotros mismos nos guisamos la comida; la leña abunda y no cuesta nada, de modo que nuestros gastos se reducen al mínimo y el dinero restante lo empleamos en caprichos.
La base de la alimentación es la cotidiana
tsampa
, a la que ya hace tiempo que Aufschnaiter y yo nos hemos acostumbrado; en cambio, no acaba de gustarnos el inevitable té con manteca. El té prensado que viene de China en forma de ladrillos se compone de más tallos secos que de hojas. Los tibetanos lo hacen hervir durante varias horas hasta que resulta un cocimiento negruzco, al que añaden manteca, convirtiéndolo en una mezcla más o menos espesa según el gusto de cada uno. Hasta aquí, nada de particular; pero, desgraciadamente, la manteca, conservada durante meses enteros en pellejos de
yak
, esta abominablemente rancia. Al principio, la perspectiva de beberme una taza de esta poción me hacia poner enfermo; pero el hombre esta hecho de tal manera, que a todo se acostumbra. No es nada raro que un tibetano se tome al día cincuenta tazas de té con manteca. Además del té y de la
tsampa
, la población consume también arroz, harina de trigo, patatas, remolachas, cebollas, alubias y jaramagos. En cambio, la carne es una rareza, porque en Kyirong, lugar de peregrinaciones, el matar a un animal sería un crimen.
La carne que comen los habitantes proviene de otro distrito, o bien de animales muertos por los osos y panteras, caso frecuente, dado que cada otoño atraviesa la región una riada de quince mil corderos destinados a los mataderos del Nepal.
Una vez instalados. La primera visita es para los dos gobernadores. Al pronto, nuestro pasaporte les induce a creer que nos disponemos a cruzar la frontera; pero nuestras intenciones son muy distintas y les pedimos autorización para permanecer algún tiempo en Kyirong. Sin definirse en ningún sentido, los
bönpo
se contentan con tomar nota de nuestra declaración y prometen pedir instrucciones a Lhasa. Nuestra segunda visita es para el cónsul del Nepal, encargado de velar por los intereses de sus compatriotas de paso por allí; nos recibe amablemente, describiéndonos las ventajas que obtendríamos de establecernos en su país. Pero en cuanto a esto, ya sabemos a que atenernos. En efecto, algunos días antes y por boca de un conductor de caravanas nepalí hemos sabido que a nuestro compañero Kopp lo detuvieron y, tras una breve permanencia en Katmandú, le obligaron a regresar a la India.
Los habitantes de la comarca de Kyirong mantienen constantes relaciones comerciales con el Nepal y para sus intercambios se sirven de la moneda nepalí, el khotrang. La población esta muy mezclada, y los mestizos, los katsaras, son muy numerosos. Estos no poseen el buen humor y el temperamento despreocupado de los tibetanos de pura raza y son mal vistos tanto por los nepalíes como por los tibetanos del interior.
Sabiendo bien que no recibiremos de Lhasa el tan ansiado permiso y que si ponemos los pies en el Nepal seremos entregados a los ingleses por medio de la extradición, decidimos aprovechar aquel respiro para reponer fuerzas y trazar un nuevo plan de fuga. En aquel momento no podíamos imaginar que pasaríamos nueve meses en aquel pueblo del Himalaya.
Dedicamos el tiempo a consignar en nuestro diario las observaciones que hacemos respecto a los usos y costumbres de los habitantes y a realizar excursiones por los alrededores. Aufschnaiter pone en juego sus dotes de dibujante y levanta el plano topográfico de la región. Los mapas indican tan sólo tres localidades; nosotros enumeramos más de doscientas en un radio de veinte kilómetros. Con el tiempo, nos aventuramos cada vez a mayor distancia de Kyirong; la gente de los alrededores se ha acostumbrado a vernos y nos deja obrar a nuestro antojo. Dos cosas atraen especialmente nuestra atención: las montañas y los manantiales calientes que brotan a su pie. El más abundante corre por entre un bosquecillo de bambúes, cerca del río Kosi, de aguas heladas. El agua brota a una temperatura de casi cien grados; luego es conducida hacia un depósito artificial en el que se enfría y, pasando más adelante por un canal, se vierte en el torrente.
En primavera se inaugura la «temporada termal». Esta denominación no es en absoluto exagerada; los tibetanos se reúnen alrededor de los manantiales, construyen cabañas de bambú y con sus gritos y risas animan ese lugar solitario situado a dos horas de camino de Kyirong. Hombres, mujeres y niños se bañan completamente desnudos, sin el menor empacho. Los comerciantes traen del pueblo el chang y las provisiones de boca, y la estancia se prolonga durante unos quince días. Los nobles que allí van a hacer su cura de aguas se instalan en tiendas de campaña. La temporada se termina a fines de abril, cuando el Kosi, en crecida por causa del deshielo, se desborda, inundando el manantial.
En el ínterin, entro en relación con un monje, ex alumno de la escuela de medicina de Lhasa. Goza de gran reputación y los regalos que recibe a titulo de honorarios le bastan para vivir con desahogo.
Su terapéutica es variada y original. Para curar las enfermedades nerviosas realiza la imposición de un sello sagrado. En caso de enfermedades graves, cauteriza la piel del enfermo con un hierro candente. Yo presencie una vez esta operación. Se trataba de reanimar a un moribundo, y el efecto fue radical, pero dudo que todos los enfermos resistan esa «cura» de caballo. Por otra parte, el mismo procedimiento se emplea para curar a los animales salvajes. ¡Con eso ya esta todo dicho!
Siempre me ha interesado todo lo que concierne a la medicina y, por consiguiente, entablo largas discusiones con el monje médico.
Un día, en confianza, me confiesa que conoce perfectamente los límites de su poder. De modo que, para no cargar con la responsabilidad de los «posibles» accidentes, prefiere mudar con frecuencia de pueblo y de comarca…
En el Tíbet, la división del tiempo se rige por las fases de la luna, y los años se caracterizan por una doble denominación, combinando los «Doce Animales», y los «Cinco Elementos». Estamos en la víspera del 15 de febrero, que aquí corresponde al primer día del año. Es una de las fiestas principales, siendo las otras el día del nacimiento y el de la muerte de Buda. Por la noche nos despiertan ya los cantos de los mendigos y los monjes errantes, que van de casa en casa pidiendo limosna a las almas piadosas. Al día siguiente, al amanecer, se colocan pinos jóvenes, adornados con banderolas de plegarias; en los tejados; las letanías suceden a los cánticos y la población se dirige a los templos para ofrecer a los dioses
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y manteca, de las cuales se llenan hasta los bordes inmensas calderas de cobre. Después de haber satisfecho a los dioses de esta manera, todo el mundo implora sus bendiciones, mientras se adornan con echarpes blancas las estatuas ante las cuales se prosternan los fieles.