—Haced que venga Toby —dijo.
El cocinero salió de la cocina, salpicado de harina y aceite.
—¿No le ha gustado la comida, capitán York? —preguntó—. Casi no la ha probado.
—Estaba muy bien, Toby, pero me temo que no tengo mucho apetito a esta hora del día. Sin embargo, aquí estoy. Confío en que esto signifique algo.
—Sí, señor —dijo Toby—. Ahora no habrán problemas.
—Excelente —respondió York. Cuando el cocinero hubo regresado a sus fogones, Joshua se volvió hacia Marsh—. He decidido aguardar un día más. En lugar de esta noche, saldremos mañana al ponerse el sol.
—Muy bien, Joshua. Páseme otro trozo de pastel, ¿quiere?
York sonrió y se lo tendió.
—Capitán, esta noche es mejor que mañana —dijo Dan Albright, quien se estaba limpiando los dientes con un palillo de hueso—. Huelo que se acerca una tormenta.
—Mañana —insistió York. Albright se encogió de hombros.
—Toby y Jeb pueden quedarse en tierra. De hecho —prosiguió York—, sólo quiero llevar los elementos imprescindibles para mantener el barco. Los pasajeros que ya han embarcado serán devueltos a tierra hasta nuestro regreso. Tampoco tomaremos carga, así que los estibadores tienen unos días libres. Sólo llevaremos una guardia, ¿puede hacerse?
—Desde luego —dijo Marsh, al tiempo que echaba una mirada a la larga mesa. Los oficiales observaban a Joshua con curiosidad.
—Mañana al ponerse el sol, pues —dijo York—. Perdóneme. Debo descansar.
Se levantó y por un breve instante pareció tambalearse. Marsh se levantó de la mesa a toda prisa, pero York le hizo un gesto.
—Estoy bien. Me retiraré ahora a mi camarote. Haga que no me molesten hasta que vayamos a zarpar.
—¿No se levantará para la cena? —preguntó Marsh.
—No —sus ojos recorrieron el comedor—. Creo que prefiero la noche. Lord Byron tenía razón. El día es demasiado estridente.
—¿Cómo? —dijo Marsh.
—¿No recuerda? El poema que le recité en los astilleros de New Albany. Le va tanto al
Sueño del Fevre
. «Ella camina en la belleza...—
—...«como la noche» —continuó Jeffers, colocándose bien las gafas. Abner Marsh le miró, pasmado. Jeffers era un demonio con el ajedrez y con los números, e incluso había hecho teatro, pero Marsh nunca le había oído recitar poemas hasta entonces.
—¡Conoce a Byron! —exclamó York, complacido. Por un instante, casi se pareció a sí mismo.
—Así es —asintió Jeffers. Enarcó una ceja mientras observaba a York—. Capitán, ¿usted cree que aquí en el
Sueño del Fevre
los días transcurren en calma? Bueno —sonrió—, aquí Hairy Mike y el señor Framm todavía no se han enterado.
Hairy Mike soltó una risotada y Framm protestó.
—Que tenga tres mujeres no quiere decir que no sea tranquilo. Cualquiera de las tres podría atestiguarlo.
—¿De qué diablos están hablando? —interrumpió Abner Marsh. La mayoría de la tripulación y los oficiales parecían tan perplejos como él. Joshua sonrió levemente, de forma esquiva.
—El señor Jeffers me recordaba la estrofa final del poema de Byron —respondió. Y se puso a recitar:
Y en esa mejilla, y en ese gesto,
tan suave, tan calmo, pero elocuente,
las sonrisas que vencen,
los colores que brillan,
pero hablan de días pasados en calma
una mente en paz con todo a sus pies
un corazón cuyo amor es inocente.
—¿Somos inocentes, capitán? —preguntó Jeffers.
—Nadie es del todo inocente —replicó York—, pero el poema tiene significado para mí a pesar de eso, señor Jeffers. La noche es hermosa, y podemos esperar que también en su oscuro resplandor encontremos la paz y la nobleza. Demasiados hombres temen a la oscuridad sin razón.
—Quizás —dijo Jeffers—. Sin embargo, a veces debe temerse.
—No —contestó York, y con esto se fue, cortando en seco la escaramuza verbal con Jeffers.
En cuanto se hubo ido, los demás empezaron a levantarse también para acudir a sus tareas, pero Jonathon Jeffers permaneció en su sitio, sumido en sus pensamientos, con la vista puesta en el otro extremo del comedor. Marsh se sentó a terminar su pastel.
—Señor Jeffers, no sé qué sucede en este río. ¡Malditos poemas! ¿Qué bien ha hecho nunca esa palabrería? Si ese Byron tenía algo que decir, ¿por qué no lo expuso llano y claro, en palabras sencillas?
Jeffers le miró de repente, parpadeando.
—Lo siento, capitán —dijo—. Estaba tratando de recordar una cosa. ¿Qué decía?
Marsh se tragó un buen trozo de pastel, lo regó con un poco de café y repitió la pregunta.
—Bien, capitán —dijo Jeffers con una sonrisa de ironía—, lo principal es que la poesía es bella. El modo de encajar las palabras, los ritmos, los cuadros que pintan. Los poemas son bellos cuando se dicen en voz alta. Las rimas, la música interior, la manera de sonar —tomó un sorbo de café—. Es difícil de explicar si no se siente, pero se parece un poco a los vapores, capitán.
—Nunca he visto una poesía más hermosa que un vapor —se rió Marsh.
Jeffers sonrió.
—Capitán, ¿por qué lleva el
Luz del Norte
ese gran cuadro de la Aurora en la cabina del piloto? No lo necesita. Las palas rodarían igual sin él. ¿ Por qué nuestra cabina, como tantas otras, están adornadas de estrías, tallas y esculturas? ¿Por qué todo vapor que se precie está lleno de buenas maderas y alfombras y cuadros al óleo y marquetería? ¿Por qué llevan la parte superior tan florida nuestras chimeneas? El humo saldría igual si fueran lisas. —Marsh eructó y frunció el ceño—. Se podrían hacer vapores simples y sin adornos —resumió Jeffers—, pero el aspecto que tienen ahora los hace más atractivos a la vista, más agradables para navegar. Lo mismo ocurre con la poesía, capitán. Un poeta puede decir algo directamente, por supuesto, pero cuando le pone ritmo y métrica lo hace más grande.
—Bien, puede ser —dijo Marsh en tono dubitativo.
—Apuesto a que puedo encontrar un poema que incluso a usted le guste —dijo Jeffers—. Uno de Byron, precisamente. Se llama «La destrucción de Senaquerib».
—¿Dónde está eso?
—Mejor diga ese, no eso —le corrigió Jeffers—. Un poema sobre una guerra, capitán. Tiene un ritmo maravilloso. Galopa como un caballo —se levantó y se estiró el tabardo—. Venga conmigo, se lo mostraré.
Marsh apuró los posos de su café, se retiró de la mesa y siguió a Jonathon Jeffers a popa, a la biblioteca del
Sueño del Fevre
. Se dejó caer agradecido sobre un gran sillón cargado de cojines mientras el sobrecargo rebuscaba las estanterías llenas de libros que rodeaban la habitación, alzándose hasta el techo.
—Aquí está —dijo Jeffers al fin, asiendo uno de los volúmenes—. Sabía que debíamos tener un libro de Byron por alguna parte.
Pasó las páginas, algunas de las cuales no habían sido cortadas todavía, y procedió a hacerlo con una uña. Al fin, encontró lo que buscaba, adoptó una pose especial y leyó «La destrucción de Senaquerib».
Marsh hubo de admitir que el poema tenía ritmo, en especial cuando Jeffers lo recitaba, aunque la comparación con el caballo era exagerada. Con todo, le había gustado.
—No está mal —admitió cuando Jeffers hubo terminado—. Aunque no me ha gustado el final. Esos malditos predicadores siempre sacan a Dios por todas partes.
—Lord Byron no era un predicador —se rió Jeffers—. En realidad, era un inmoral, o así se decía.
Adoptó un aire pensativo y empezó a pasar páginas otra vez.
—¿Qué busca? —le preguntó Marsh.
—El poema que intentaba recordar en la mesa —contestó Jeffers—. Byron escribió otro poema sobre la noche, muy distinto a... ¡Ah, aquí está! —sonrió y repasó la página, satisfecho—. Escuche esto, capitán. Se titula «Oscuridad». Empezó a recitar:
Tuve un sueño, que no era del todo sueño,
el brillante sol se había extinguido y las estrellas
vagaban oscuras por el espacio eterno
sin rayos y sin camino, y la tierra helada
daba tumbos, ciega y oscura en un aire sin luna;
la mañana se fue y vino y se volvió a ir, y no trajo el día,
y los hombres olvidaron sus pasiones ante la amenaza
de ésta su desolación; y todos los corazones
se helaron en una plegaria egoísta por la luz...
Mientras leía, la voz del sobrecargo había adquirido un tono profundo, siniestro; el poema seguía y seguía, más largo que cualquiera de los anteriores. Marsh perdió pronto el hilo de las palabras, pero aún así éstas le conmovieron y le provocaron un escalofrío que llenó de temor la habitación. Frases y retazos de líneas persistían en su cabeza; el poema estaba lleno de terror, de vanas plegarias y de desesperación, de locura y grandes piras funerarias, de guerra, hambre y hombres como bestias.
... llegó una comida
ensangrentada, y cada uno la sació aparte, huraño,
amparado en la oscuridad; no quedaba Amor;
no había en la tierra más que un pensamiento, y ése era la Muerte
inmediata y sin gloria; y el dolor
del hambre alimentaba todas las entrañas. Los hombres
morían y sus huesos quedaban tan desenterrados como su carne
los pobres por los pobres eran devorados.
Y Jeffers prosiguió la lectura, presentando una imagen malévola tras otra, hasta que al fin concluyó:
Dormían en el abismo sin inquietud.
Las olas habían muerto, las mareas estaban en la tumba.
La luna, su dueña, había expirado antes;
los vientos habían amainado en el aire corrompido
y las nubes habían perecido; la Oscuridad no tenía necesidad
de ayuda: Ella era el Universo.
Jeffers cerró el libro.
—Delira —dijo Marsh—. Se expresa como un hombre abrasado por las fiebres.
Jonathon Jeffers le sonrió levemente.
—Ya ve como Dios ni siquiera ha aparecido. Byron tenía ideas contradictorias acerca de la oscuridad, me parece. En ese poema hay una preciosa pizca de inocencia. Me pregunto si el capitán York lo conoce.
—Naturalmente —dijo Marsh, levantándose del sillón—. Deme eso —añadió, tendiendo la mano. Jeffers le cedió el libro.
—¿Interesándose por la poesía, capitán?
—Eso no debe preocuparle —replicó Marsh, guardando el libro en uno de los bolsillos—. ¿No tiene asuntos que atender en su oficina?
—Desde luego —asintió Jeffers, antes de despedirse.
Abner Marsh se quedó en la biblioteca tres o cuatro minutos más, sintiéndose bastante raro. El poema le había producido un efecto muy inquietante. Quizás, después de todo, había algo en aquello de la poesía. Decidió echarle un vistazo al libro cuando tuviera un poco de tiempo, y descubrirlo por sí mismo.
Sin embargo, de momento, tenía bastantes asuntos que despachar, y en ello pasó la mayor parte de la tarde y las primeras horas de la noche. Después, se olvidó por completo del libro que tenía en el bolsillo. Karl Framm iba a la ciudad, a cenar en el St. Charles, y Marsh decidió acompañarle. Era casi medianoche cuando regresaron al
Sueño del Fevre
. Mientras se desnudaba en su camarote, Marsh le echó otro vistazo al libro. Lo dejó cuidadosamente junto a la cama, se puso el camisón y se dispuso a leer un poco a la luz de la lámpara.
El poema «Oscuridad» parecía aún más siniestro de noche, en la soledad mal iluminada del camarote, aunque las palabras escritas no parecían contener la misma fría amenaza que Jeffers les había dado. Con todo, se sentía inquieto ante el poema. Volvió algunas páginas y leyó el «Senaquerib» y el «Ella camina en la belleza» y algunos otros poemas, pero sus pensamientos siguieron dando vueltas en torno al «Oscuridad». Pese al calor de la noche, a Abner Marsh se le puso piel de gallina.
En la portada del libro había un grabado de Byron. Marsh lo estudió. Parecía bastante guapo, oscuro y sensual como los criollos. Resultaba sencillo comprender por qué las mujeres habían corrido tras él. Aunque cojeara al andar. Y, por supuesto, también era un noble. Lo decía perfectamente la leyenda impresa bajo el grabado:
GEORGE GORDON, LORD BYRON
1788- 1824
Abner Marsh estudió unos instantes el rostro de Byron y descubrió súbitamente que envidiaba las facciones del poeta. Abner no había experimentado nunca la belleza desde dentro; si tanto soñaba con vapores grandiosos y lujosos, era quizás porque en todo momento le había faltado el contacto con la belleza de verdad. Su gran tamaño, sus verrugas, su nariz plana y aplastada habían hecho que Marsh no tuviera tampoco demasiados problemas con las mujeres. Cuando era más joven, y bajaba el río en balsas o barcas planas, e incluso después de haber empezado con los vapores, Marsh había frecuentado algunos lugares de Natchez-bajo-la-Colina y de Nueva Orleans, donde un marinero podía encontrar diversión para una noche a un precio razonable. Y después, mientras la Compañía de Paquebotes del río Fevre había ido bien, varias mujeres de Galena y Dubuque y St. Paul se habrían casado con él si se lo hubiera pedido; viudas buenas, fuertes y rudas que conocían el valor de un hombre fuerte y con principios, y con una buena fortuna en barcos. Sin embargo, tales mujeres habían perdido el interés por él con bastante rapidez tras su desgracia y, aunque no hubiera sido así, tampoco eran lo que Marsh quería. Cuando Abner se permitía pensar en aquellas cosas, lo cual no sucedía a menudo, soñaba en mujeres como las criollas de ojos oscuros o las morenas cuarteronas emancipadas de Nueva Orleans, ágiles, orgullosas y llenas de gracias, como los vapores.
Marsh dio un bufido y apagó la vela. Intentó dormir, pero sus sueños fueron inquietos y llenos de pesadillas. Las palabras del poema se repetían lóbregas y temibles en los callejones oscuros de su mente.
...La mañana se fue, vino y se volvió a ir y no trajo el día.
...Amparado en la oscuridad; no guedaba Amor.
...Y los hombres olvidaron sus pasiones ante la amenaza de ésta su desolación.
...Llegó una comida ensangrentada
...Un hombre asombroso.
Abner Marsh se irguió en la cama rígido y despierto, escuchando el latir de su corazón. «Maldita sea», murmuró. Encontró una cerilla, encendió la lámpara que tenía junto a la cama y abrió el libro de poemas por la página del retrato de Byron. «Maldita sea», repitió.
Se vistió a toda prisa. Deseó tener la compañía de alguien fiero, los músculos de Hairy Mike y su barra de negro hierro, o el bastón de estoque de Jonathon Jeffers. Sin embargo, aquél era un asunto privado entre él y Joshua York, y había dado la palabra de no hablar con nadie al respecto.