Sueño del Fevre (10 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Los dos vapores corrían emparejados. El puño de Marsh, apretado en el bastón, era todo sudor. Abajo, probablemente, los marineros estarían discutiendo con algunos malditos pasajeros que se habrían subido a los toneles de grasa y que tenían que bajarse para que los marineros pudieran trasladarlos a la sala de máquinas. Marsh ardía de impaciencia, con el mismo calor que iba a producir aquella grasa. El buen sebo resultaba caro, pero era de gran utilidad en un vapor. Podía usarlo el cocinero, y producía un calor endemoniado, que era precisamente lo que ahora necesitaban: una buena cantidad de calor que les diera un vapor a alta presión, algo que la leña por sí sola no podía conseguir.

Cuando el sebo comenzó a hacer efecto, no hubo ya ninguna duda en la cabina del piloto. Largas columnas de humo blanco surgieron silbando de las válvulas de escape, se alzaron imponentes desde las altas chimeneas. El
Sueño del Fevre
vomitó fuego, se estremeció ligeramente, y empezó a echar chispas, chunkchunkchunka, rápido como una locomotora, con un impulso que hizo temblar la cubierta. Se despegó del
Sureño
y, cuando ya estuvo a una distancia considerable de éste, Kitch dio un golpe de timón a la derecha, colocándose frente a la proa del otro vapor y obligándole a surcar su estela. Todos aquellos pilotos sin valor y sin trabajo se reían, se pasaban cigarros y gritaban que vaya barco era el
Sueño del Fevre
, mientras el
Sureño
se perdía a sus espaldas y Abner Marsh se reía como un loco.

Le llevaban ya más de diez minutos de distancia al
Sureño
cuando divisaron Cairo, donde las anchas y claras aguas del Ohio se fundían con las del fangoso Mississippi. Por entonces, Abner Marsh ya casi se había olvidado de su pequeño incidente con Joshua York.

CAPÍTULO SEIS
Plantación Julian, Louisiana, julio de 1857

Sour Billy Tipton estaba frente a la casa, lanzando su cuchillo contra el gran árbol muerto situado junto al camino de grava, cuando vio a los jinetes que se aproximaban. Transcurría la mañana, pero ya el calor era infernal, y Sour Billy estaba sudando mucho y pensando en tomar un baño cuando terminara sus lanzamientos de cuchillo. Vio a los jinetes surgir de entre los árboles donde el viejo camino hacía un recodo. Se inclinó sobre el tronco muerto, tiró del cuchillo, lo devolvió a su funda y lo guardó. Todos los proyectos de nadar fueron olvidados.

Los jinetes se aproximaban con toda parsimonia, con tanta audacia como descaro, erguidos sobre los caballos a plena luz del día como si les perteneciera la plantación. Sour Billy pensó que no debían ser de por allí; todos sus vecinos sabían que a Damon Julian no le gustaba que nadie entrara en sus terrenos sin su permiso. Cuando los desconocidos todavía se encontraban a una distancia demasiado grande como para identificarlos, Sour Billy se preguntó si serían acaso algunos amigos del criollo Montreuil que se dirigían allí con el propósito de crear problemas. Si era así, iban a arrepentirse.

Entonces descubrió a qué se debía su lenta marcha, y se tranquilizó. Dos negros encadenados avanzaban dando tumbos tras los dos jinetes. Cruzó los brazos y se recostó contra el árbol, aguardando a que llegaran junto a él.

Aun tardaron un rato. Por fin, uno de los jinetes observó la casa, con su pintura desconchada y sus escaleras delanteras medio podridas, escupió un poco de jugo de tabaco de mascar y se volvió hacia Sour Billy.

—¿Es ésta la plantación Julian? —preguntó. Era un hombretón de rostro enrojecido y una verruga en la nariz, vestido con pieles apestosas y un sombrero gacho de fieltro.

—Así es —contestó Sour Billy. Sin embargo, no miraba al jinete ni a su acompañante, un joven delgado de mejillas sonrosadas que probablemente era hijo del que había hablado. Se levantó y, acercándose a los dos negros encadenados de aspecto macilento, pobre y miserable, Sour Billy sonrió.

—Vaya —dijo al fin—, si son Lily y Sam. Nunca pensé volver a veros por aquí. Debe hacer ya dos años que os escapasteis. El señor Julian se pondrá muy contento de veros otra vez.

Sam, un negrazo corpulento, alzó la cabeza y miró a Sour Billy, pero en sus ojos no hubo el más ligero asomo de desafío; sólo temor.

—Venimos con ellos desde Arkansas, mi hijo y yo —dijo el hombre del rostro enrojecido—. Primero dijeron que eran negros emancipados, pero no me engañaron ni un segundo, no señor.

Sour Billy miró a los cazadores de esclavos y asintió.

—Continúa.

—Nos dieron un trabajo terrible, esos dos. Perdimos mucho tiempo en conseguir que nos dijeran de donde procedían. Los azotamos convenientemente y utilizamos algunos trucos más que nosotros sabemos. Habitualmente, basta asustar un poco a los negros y en seguida aflojan, pero con estos no fue así —añadió, escupiendo—. Bueno, pues al fin se lo sacamos. Enséñaselo, Jim.

El muchacho desmontó, se acercó a la mujer y levantó su mano derecha. Le faltaban tres dedos. Uno de los muñones todavía estaba envuelto en una venda.

—Empezamos con la mano derecha porque advertimos que era zurda —añadió el hombre—. No queríamos lisiarla demasiado, ¿comprende?, pero no encontramos nada sobre ellos en los periódicos, ni había carteles de busca y captura, así que...—se encogió de hombros—. Al llegar al tercer dedo, como ve usted, el hombre nos lo dijo al fin. Y la mujer le soltó una maldición terrible por ello —añadió gruñendo—. Sea como sea, aquí los tiene. Dos esclavos como estos bien merecen que nos den alguna recompensa por cazarlos. ¿Está en casa el señor Julian?

—No —respondió Sour Billy, observando el sol. Faltaban aún dos horas para el mediodía.

—Bien —dijo el jinete—, usted debe ser el capataz, ¿verdad? ¿Ese al que llaman Sour Billy?

—En efecto —respondió el aludido—. ¿Sam y Lily os han hablado de mí?

El cazador de esclavos se rió otra vez.

—Vaya si hablaron de todos ustedes cuando por fin nos dijeron de dónde procedían. No han parado de hablar en todo el viaje. Un par de veces les hemos hecho callar, yo y mi hijo, pero de inmediato se ponían a decir una estupidez tras otra. Cosas raras, ¿sabe?

Sour Billy contempló a los fugados con ojos fríos, cargados de malicia, pero ninguno de los esclavos se atrevió levantar su mirada hacia él.

—Quizá pueda usted hacerse cargo de los dos negros y darnos la recompensa; así podríamos irnos ahora —dijo el hombre.

—No —dijo Sour Billy Tipton—. Tendréis que esperar. El señor Julian querrá daros las gracias personalmente. No tardará. Regresará cuando oscurezca.

—Cuando oscurezca, ¿eh? —dijo el hombre, al tiempo que intercambiaba una mirada con su hijo—. Es curioso, señor Sour Billy, pero esos negros dijeron que nos diría precisamente eso. Cuentan historias de lo que sucede aquí cuando oscurece. Mi hijo y yo tomaremos el dinero y nos iremos ya, si no le importa.

—Le importará al señor Julian —respondió Sour Billy—. Y tampoco puedo daros el dinero. ¿Vais a creer en los estúpidos cuentos de un par de negros?

El hombre frunció el ceño, sin dejar de mascar tabaco un instante.

—Es cierto que los negros cuentan muchas mentiras —dijo al fin—, pero conozco algunos que dicen la verdad de vez en cuando. Bueno, señor Sour Billy, lo que haremos será esperar, como usted dice, a que regrese ese señor Julian. Pero no crea que nos dejaremos engañar —llevaba una pistola al cinto y la mostró—. Mantendré aquí a mi amiga mientras espero; mi hijo lleva otra igual, y los dos somos expertos con el cuchillo, ¿comprende? Esos negros nos han hablado de ese cuchillito suyo que esconde en la espalda, así que no eche atrás el brazo, para rascarse o algo así, o a nosotros nos picarán también los dedos. Aguardemos, y portémonos como amigos.

Sour Billy volvió los ojos al cazador de esclavos y le dedicó una mirada fría, pero el hombretón era demasiado estúpido para captarla.

—Esperaremos dentro —dijo Sour Billy, manteniendo las manos bien lejos de la espalda.

—Muy bien —contestó el cazador de esclavos, y desmontó—. Por cierto, me llamo Tom Johnston, y ése es mi chico, Jim.

—El señor Julian se sentirá complacido de conoceros —dijo Sour Billy—. Atad los caballos y traed dentro a los negros. Cuidado con los escalones, están podridos en algunos sitios.

La mujer empezó a lloriquear camino de la casa, pero Jim Johnston le dio un preciso bofetón en la boca y la mujer guardó de nuevo silencio.

Sour Billy les condujo a la biblioteca, y descorrió las pesadas cortinas para dejar entrar un poco de luz en la sala sombría y polvorienta. Los esclavos se sentaron en el suelo, mientras que los dos cazadores se estiraron en unos grandes sillones de cuero.

—Vaya —dijo Tom Johnston—, qué sitio tan estupendo.

—Todo está roto y sucio, papá —dijo el más joven—. Tal como dijeron esos negros que estaría.

—Bien, bien —intervino Sour Billy, mirando a los dos negros—. Bien, bien. Al señor Julian no le va a gustar que andéis por ahí contando cosas de la casa. Os habéis ganado una buena azotaina.

Sam, el enorme negro, reunió el valor necesario para alzar la cabeza y responder:

—No tengo miedo de los azotes.

Sour Billy sonrió ligeramente.

—Bueno, en ese caso, hay cosas peores, Sam. Claro que las hay.

Aquello fue excesivo para la mujer, Lily. Se volvió hacia el joven.

—Está diciendo la verdad, massa Jim, es cierto. Escúcheme. Llévenos fuera antes de que oscurezca. Usted y su padre pueden ser nuestros amos, trabajaremos, trabajaremos muy duramente, de verdad. No nos escaparemos, seremos buenos negros, massa. Nunca nos escaparemos, pero vámonos antes, antes... No esperen al anochecer; entonces será demasiado tarde.

El muchacho volvió a pegarle, con fuerza, con la culata de la pistola, dejándole una marca en el rostro y haciéndola caer de espaldas sobre la alfombra, donde se quedó entre temblores y sollozos.

—Calla esa mentirosa boca negra —dijo el joven.

—¿Queréis beber algo? —preguntó Sour Billy.

Pasaron las horas. Se acabaron casi dos botellas del mejor coñac de Julian, tragándolo como si fuera whisky barato. Comieron. Charlaron. Sour Billy no participó mucho; se limitó a sonsacar a Tom Johnston, que estaba borracho y ufano y enamorado de su propia voz. Los cazadores de esclavos tenían una casa cerca de Napoleon, Arkansas, pero al parecer no iban mucho por allí, ya que siempre estaban viajando. Había una señora Johnston que se quedaba en la casa, con su hija. Los hombres no explicaban gran cosa de sus negocios a las mujeres.

—No hay ninguna razón por la que las mujeres deban saber qué les pasa y qué hacen sus maridos. Alguna vez se les cuenta algo, sólo para que no se preocupen si llegas tarde, y después tienes que acabar pegándoles. Es mejor que no sepan nada y así se alegran cuando te ven por casa.

Johnston le causó a Sour Billy la impresión de que prefería cazar muchachas negras, así que poco le debía importar su mujer.

Fuera, el sol se hundía por el oeste.

Cuando las sombras se adueñaron de la sala, Sour Billy se levantó, corrió las cortinas y encendió unas velas.

—Voy a buscar al señor Julian —dijo.

El joven Johnston estaba terriblemente pálido cuando se volvió hacia su padre.

—Papá, no he oído llegar a nadie —dijo.

—Esperad —dijo Sour Billy Tipton. Los dejó, cruzó el salón de baile oscuro y desierto, y subió la gran escalinata. Arriba, entró en un dormitorio grande y recargado, con las amplias ventanas francesas enmarcadas en madera, y la barroca cama amortajada con un dosel de terciopelo negro.

—Señor Julian —dijo en voz baja, desde la puerta. La sala estaba negra y cargada.

Bajo el dosel, algo se estiró. Las cortinas de terciopelo se retiraron y apareció Damon Julian, pálido, tranquilo, frío. Sus ojos negros parecían surgir de la oscuridad e impresionaron a Sour Billy.

—¿Sí, Billy? —dijo una voz suave.

Sour Billy le explicó todo lo sucedido. Damon Julian sonrió.

—Llévalos al comedor. Estaré allí dentro de un momento.

El comedor tenía un gran candelabro antiguo, pero no se había encendido nunca desde que Sour Billy podía recordar. Tras hacer entrar a los cazadores de esclavos, encontró unas cerillas y encendió una lamparilla de aceite que colocó en mitad de la gran mesa, de modo que formaba un pequeño círculo de luz sobre el mantel de lino blanco, pero dejaba el resto de la habitación, estrecha y de techos altos, en la penumbra. Los Johnston tomaron asiento y el joven miró a su alrededor con intranquilidad y la mano siempre puesta en la pistola. Los negros se abrazaron muertos de miedo al otro extremo de la mesa.

—¿Dónde está ese Julian? —gruñó Tom Johnston.

—Pronto llegará, Tom —dijo Sour Billy—. Espera.

Durante casi diez minutos, nadie pronunció ni una palabra. Luego, Jim Johnston suspiró.

—Mira, papá —dijo—. Hay alguien junto a esa puerta.

La puerta conducía a la cocina. Allí la oscuridad era total. La noche se había cerrado y la única iluminación de aquella parte de la casa era la lámpara de aceite sobre la mesa. Tras la puerta de la cocina no podía verse nada más que sombras amenazadoras... y algo parecido al perfil de una forma humana, de pie y muy quieta.

Lily empezó a gimotear y el negro Sam la abrazó aún con más fuerza. Tom Johnston se puso en pie, su silla chirrió sobre el suelo de madera, su rostro parecía tenso. Sacó la pistola y la amartilló.

—¿Quién anda ahí? —preguntó—. ¡Salga!

—No hay que alarmarse —dijo Damon Julian.

Todos se volvieron, y Johnston dio un salto. Julian estaba bajo la arcada que daba al vestíbulo, destacando de la oscuridad, con una sonrisa encantadora, vestido con un traje oscuro y una corbata de seda roja luciendo en su cuello. Sus ojos eran oscuros y burlones, la llama de la lámpara reflejada en ellos.

—Sólo es Valerie —dijo Julian.

Con un susurro de las faldas, Valerie apareció y se quedó junto a la puerta de la cocina, pálida y quieta y, pese a todo, sorprendentemente hermosa. Johnston la miró y se echó a reír.

—¡Ah! —dijo—, sólo es una mujer. Lo siento, señor Julian. Esos cuentos de negros me ponen nervioso.

—Le comprendo perfectamente —contestó Damon Julian.

—Hay otros detrás de él —susurró Jim Johnston. Todos los veían ahora; unas figuras difusas, imprecisas, perdidas en la oscuridad a espaldas de Julian.

—Son sólo mis amigos —respondió Julian, con una sonrisa. A su derecha apareció una mujer con un traje largo azul pálido—. Cynthia —dijo Julian. Otra mujer, vestida de verde, se colocó a su izquierda—. Adrienne —añadió él. Alzó el brazo con un gesto lánguido y triste.

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