Sueño del Fevre (11 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

—Y esos son Raymond, y Jean, y Kurt.—Fueron apareciendo todos, moviéndose en silencio como gatos, desde otras puertas que iban a dar al gran salón—. Y detrás están Alain y Jorge y Vincent.

Johnston se volvió, y allí estaban, surgiendo de las sombras. Otros más salieron a la vista detrás del propio Julian. A excepción del susurro de los vestidos, nada de ellos hacía el menor ruido al desplazarse. Todos les miraban y sonreían.

Sour Billy no sonreía, aunque estaba divirtiéndose por el modo en que Tom Johnston había asido su arma y movía los ojos como un animal atemorizado.

—Señor Julian —dijo Sour Billy—, tengo que advertirle que aquí el señor Johnston no quiere que le estafen. Tiene una pistola, señor Julian, y su hijo otra igual, y ambos son expertos en el uso del cuchillo.

—¡Ah! —contestó Damon Julian.

Los negros empezaron a rezar. El joven Jim Johnston observó a Damon Julian y sacó también su arma.

—Les hemos traído sus negros —dijo—. Pero no vamos a molestarle pidiéndole una recompensa, no señor. Será mejor que nos vayamos en seguida.

—¿Irse? —dijo Julian—. ¿Pretenden que les deje marchar sin una recompensa? ¿Desde cuándo se viaja ahora desde Arkansas sólo para devolver un par de negros? Nunca lo había oído.

Cruzó la sala. Jim Johnston, al ver sus oscuros ojos, mantuvo la pistola en alto y no se movió. Julian se la quitó de la mano y la dejó sobre la mesa. Luego le dio un golpecito al muchacho en la mejilla.

—Bajo la suciedad, eres un muchacho muy guapo —le dijo.

—¿Qué está haciendo con mi chico? —inquirió Tom Johnston—. ¡Apártese de él! —insistió, alzando la pistola. Damon.

Julian sonrió.

—Su hijo tiene una cierta belleza salvaje. Usted, en cambio, tiene una verruga.

—Todo él es una verruga —apuntó Sour Billy Tipton.

Tom Johnston abrió los ojos y Damon Julian sonrió.

—Es cierto —dijo—. Muy divertido, Billy.

Julian hizo un gesto a Valerie y Adrienne. Ellas se inclinaron ante él y cada una tomó al joven Johnston por un brazo.

—¿Necesitan ayuda? —se ofreció Sour Billy.

—No —contestó Julian—, gracias.

Con un elegante y natural gesto de la mano, la alzó y la llevó suavemente al cuello del joven. Jim Johnston emitió un sonido sordo. Una fina línea roja apareció repentinamente en su cuello, un pequeño lazo escarlata cuyas tiras se iban haciendo más y más largas mientras los demás observaban, deseosos todos ellos de hacerle otras hendiduras semejantes. Jim Johnston empezó a agitarse, pero el férreo abrazo de las dos pálidas mujeres le mantenía inmóvil. Damon Julian se inclinó hacia adelante y llevó la boca al reguero de sangre, roja, cálida y brillante.

Tom Johnston hizo un ruido incoherente y animalesco desde lo más hondo y tardó demasiado en reaccionar. Por último, asió de nuevo la pistola y apuntó con ella. Alain se puso en su camino y, de repente, Vincent y Jean estaban tras él, y Raymond y Cynthia se colocaban a su lado y le asían con sus manos pálidas y frías. Johnston lanzó una maldición y disparó. Hubo un relámpago y el salón se llenó de un humo acre, y el delgado Alain se tambaleó hacia atrás y cayó, debido a la fuerza de la bala. De su camisa brotó un reguero de sangre oscura. Medio tendido, medio sentado, Alain se tocó el pecho y apartó la mano ensangrentada.

Raymond y Cynthia tenían asido firmemente a Johnston, y Jean le quitó de las manos la pistola con un movimiento rápido y preciso. El hombretón no se resistió. Observaba a Alain. El flujo de sangre se había detenido. Alain sonreía, mostrando sus blancos dientes, terribles y afilados. Se levantó y se acercó al cazador.

—¡No! —gritó Johnston—, ¡no! ¡Le he disparado, debería estar muerto! ¡Le he disparado!

—Los negros, a veces, dicen la verdad, señor Johnston —dijo Sour Billy Tipton—. Toda la verdad. Debería haberles hecho caso.

Raymond le quitó el sombrero al hombre y le asió fuertemente del cabello, tirando de la cabeza hacia atrás y dejando descubierto su cuello grueso y enrojecido. Alain se rió y abrió la garganta a Johnston con sus afilados dientes. Después, los demás se acercaron.

Sour Billy Tipton sacó su navaja y se acercó con ella a los dos negros.

—Vamos —les dijo—, el señor Julian no os necesita esta noche, pero vosotros no volveréis a escaparos. Al sótano. Vamos, un poco de rapidez u os dejo aquí con ellos.

Esa frase tuvo el efecto deseado, como bien sabía Sour Billy.

El sótano era pequeño y húmedo. Se llegaba a él a través de una trampilla que había bajo una alfombra. La tierra del sótano estaba demasiado mojada para que éste pudiera ser considerado como sótano. Cinco centímetros de agua estancada cubrían el suelo, el techo era tan bajo que un hombre no podía ponerse derecho, y las paredes estaban verdes a consecuencia de la humedad y los hongos. Sour Billy encadenó a los negros lo bastante cerca uno del otro como para que pudieran tocarse. Pensó que era toda una amabilidad por su parte. También les llevó una cena caliente.

Después, hizo su propia cena y la engulló con lo que había quedado de la segunda botella de coñac que habían abierto los Johnston. Estaba terminando cuando Alain entró en la cocina. Se le había secado la sangre en la camisa y se le apreciaba un agujero negro, chamuscado, donde le había atravesado la bala, pero por lo demás no tenía un aspecto peor que el de costumbre.

—Se acabó —le dijo Alain—. Julian quiere verte en la biblioteca.

Sour Billy apartó el plato y acudió a la cita. El comedor necesitaba una buena limpieza, apreció al pasar por él. Adrienne y Kurt y Armand estaban saboreando un buen vino en silencio, con los cuerpos —o lo que de ellos quedaba—, justamente a sus pies. Algunos de los otros se encontraban fuera, en la sala de juegos, charlando.

La biblioteca estaba muy oscura. Sour Billy había esperado encontrar a Damon Julian solo, pero cuando entró pudo ver tres figuras imprecisas entre las sombras, dos sentadas y una de pie. No logró reconocer de quiénes se trataba. Aguardó junto a la puerta hasta que Julian le habló al fin.

—En adelante, no traigas a esa clase de gente a mi biblioteca —dijo—. Eran repugnantes, y han dejado mal olor.

Sour Billy sintió un ligero aguijonazo de miedo.

—Sí, señor —dijo, dirigiéndose a la silla desde la que había hablado Julian—. Lo siento, señor Julian.

Tras un instante de silencio, Julian prosiguió:

—Cierra la puerta, Billy. Ven, puedes utilizar la lámpara.

La lámpara estaba hecha de suntuosos cristales coloreados rojos y su llama daba a la sucia habitación el tono rojo-marrón de la sangre seca. Damos Julian estaba sentado en una silla de respaldo alto, apoyaba la barbilla en sus dedos largos y finos y su rostro mostraba una leve sonrisa. Valerie estaba sentada a su derecha. La manga de su túnica se había roto en el forcejeo, pero no parecía haberlo advertido. Sour Billy pensó que su palidez era aún mayor de lo habitual. A unos pasos, Jean permaneció en pie tras otra de las sillas, con un aspecto nervioso y alertado, dando vueltas a un enorme anillo de oro que tenía en un dedo.

—¿Tiene que estar él? —preguntó Valerie a Julian. Dedicó una breve mirada a Sour Billy, con la irritación en sus grandes ojos púrpura.

—Claro, Valerie —replicó Julian. Extendió la mano y tomó la de ella. La muchacha tembló y apretó los labios con fuerza—. He traído a Sour Billy para que tengas más confianza —continuó Julian.

Jean reunió todo su valor y se quedó mirando fijamente a Sour Billy, con el ceño fruncido.

—Dijiste que ese Johnston tenía esposa.

Así que se trataba de eso, pensó Billy.

—¿Tienes miedo? —le preguntó a Jean, con aire de burla. Jean no era uno de los favoritos de Julian, así que no había peligro en mofarse de él—. En efecto, tenía esposa, pero eso no debe preocuparos. Nunca le contaba gran cosa de lo que hacía, ni adónde iba, ni cuándo regresaría. No va a perseguiros, está claro.

—No me gusta, Damon —gruñó Jean.

—¿Y qué hay de los esclavos? —preguntó Valerie—. Se escaparon hace dos años, y les contaron a los Johnston muchas cosas, algunas peligrosas. Lo mismo pueden haberles dicho a otros.

—¿Billy? —dijo Julian. Sour Billy se encogió de hombros.

—Supongo que les habrán dicho cosas a todos los malditos negros entre aquí y Arkansas, pero eso no me preocupa en absoluto. Son sólo cuentos de negros, que nadie va a creer.

—Ojalá —musitó Valerie, volviéndose hacia Damon Julian en actitud suplicante—. Damon, por favor. Jean tiene razón. Hemos estado aquí demasiado tiempo. Esto ya no es seguro.

Recuerda lo que le hicieron a aquella señora Lalaurie de Nueva Orleans, aquella que torturaba a sus esclavos por placer. Al final, las murmuraciones la delataron. Y lo que ella hacía no era nada comparado con... —dudó, tragó saliva y añadió, en voz muy baja— ...con lo que hacemos nosotros. Con lo que nos vemos obligados a hacer.

Al decir esto, apartó su rostro del de Julian.

Lenta y suavemente, Julian alzó una blanca mano, acarició la mejilla de la muchacha, le pasó un dedo por el perfil del rostro con ternura, y luego la tomó por debajo de la barbilla y la obligó a mirarle.

—¿Tan asustadiza te has vuelto, Valerie? ¿Tengo que recordarte quién eres? ¿Ya has estado haciéndole caso a Jean otra vez? ¿Es él el maestro ahora? ¿Es él el maestro de sangre?

—No —contestó ella, con sus profundos ojos violetas más abiertos que nunca y un deje de temor en la voz—. No.

—¿Quién es el maestro de sangre, querida Valerie? —inquirió Julian. Tenía en la mirada una expresión de paciencia, cansancio y aburrimiento.

—Tú, Damon —susurró ella—. Tú.

—Mírame, Valerie. ¿Crees de veras que he de preocuparme por los cuentos que expliquen un par de esclavos? ¿Qué me importa lo que digan de mí?

Valerie abrió la boca, pero no emitió palabra alguna.

Satisfecho, Damon Julian la soltó. La muchacha tenía profundas marcas rojas en la piel, donde los dedos de Julian la habían estado apretando. Julian le sonrió a Sour Billy mientras Valerie se retiraba.

—¿Qué opinas tú, Billy?

Sour Billy Tipton miró al suelo y se movió, inquieto. Sabía lo que debía decir, pero últimamente había dado algunas vueltas al tema en su cabeza, y había ciertas cosas que debía decirle a Julian y que éste no iba a tomar bien. Había estado postponiendo sus palabras, pero ahora se daba cuenta de que era su última oportunidad.

—No lo sé, señor Julian —dijo débilmente.

—¿No lo sabes, Billy? ¿Qué es lo que no sabes? —su tono era frío y vagamente amenazador. Sin embargo, Sour Billy siguió adelante.

—No sé cuánto tiempo más podremos continuar, señor Julian. He estado pensando en ello, y hay cosas que no me gustan. Esta plantación producía mucho dinero cuando la llevaba Garoux, pero ahora casi no vale nada. Ya sabe que puedo hacer trabajar a cualquier esclavo, vaya si puedo, pero no puedo hacer rendir lo que está muerto o huido. Cuando usted y sus amigos empezaron a llevarse a los pequeños de sus chozas, o a ordenar a las muchachas que acudieran a la casa grande, de donde jamás volvían a salir, empezaron nuestros problemas. Ahora, ya hace más de un año que no hay esclavos aquí, a excepción de esas muchachas bonitas, que permanecen muy poco tiempo —se rió, nervioso—. Ya no recogemos cosechas, y hemos vendido media plantación, las mejores parcelas. Además, esas muchachas cuestan mucho dinero, señor Julian. Nos hemos metido en problemas de dinero. Y no es eso todo. Abusar de los negros es una cosa, pero utilizar a los blancos para saciar la sed, es muy peligroso. En Nueva Orleans quizá sea más seguro, pero usted y yo sabemos que fue Cara quien mató al hijo menor de Henri Cassand. Se trata de un vecino, señor Julian. Ya todos saben que aquí sucede algo raro y, si empiezan a morir sus esclavos y sus hijos, nos vamos a ver en un buen lío.

—¿Lío? —replicó Damon Julian—. Contigo, somos casi veinte. ¿Qué pueden hacernos esos animales?

—Mister Julian —siguió Sour Billy—. ¿Y si llegan de día?

Julian movió una mano con gesto despreocupado.

—No sucederá tal cosa. Y si es así, los trataremos como se merecen.

Sour Billy hizo una mueca. Julian podía hacerse el despreocupado, pero era Sour Billy quien corría los mayores riesgos.

—Creo que ella tiene razón, señor Julian —dijo al fin, en tono lastimero—. Creo que debemos irnos a otro sitio. Ya hemos agotado este lugar. Es peligroso continuar aquí.

—Pues yo me siento cómodo aquí, Billy —dijo Julian—. Yo me alimento de ese ganado, y no voy a alejarme de él.

—Hablemos entonces de dinero. ¿De dónde vamos a sacar dinero?

—Nuestros invitados han dejado los caballos. Llévalos mañana a Nueva Orleans y véndelos. Procura que no les sigan el rastro. También puedes vender una parcela más. Neville, de Bayou Cross, querrá comprártela también. Hazle una visita, Billy —sonrió Julian—. Incluso puedes invitarle a cenar aquí, para discutir mi propuesta. Pídele que venga con su adorable esposa y ese encantador hijo que tienen. Sam y Lily pueden servir la cena. Será como solía ser antes de que los esclavos se fugaran.

Billy pensó que hablaba en broma. Sin embargo, nunca se podía tratar con ligereza ninguna palabra de Julian.

—La casa...—dijo—. Vendrán a cenar y verán en qué estado se encuentra todo esto. Seguro. Contarán extrañas historias cuando vuelvan a su casa.

—Si vuelven, Billy.

—Damon —intervino Jean, tembloroso—, no querrás decir que...

La sala, oscura e inundada de rojo, estaba caliente. Sour Billy había empezado a sudar.

—Neville es... Por favor, señor Julian, no puede usted tomar a Neville. No se puede ir tomando gente por ahí y comprando chicas de lujo.

—Esa criatura tuya tiene razón por una vez —dijo Valerie con un hilillo de voz—. Hazle caso.

Jean también asentía, envalentonado por tener a los demás de su parte.

—Podríamos vender la finca entera —dijo Billy—. De todas maneras, está podrida por todas partes. Trasladémonos todos a Nueva Orleans. Estaremos mucho mejor allí, con los criollos y los negros emancipados y la basura del río. Unos cuantos más o menos no se echarán en falta, ¿sabe?

—No —respondió Julian, con un tono de voz helado, que les indicó que no toleraría más discusiones al respecto. Sour Billy enmudeció de golpe. Jean empezó a jugar de nuevo con su anillo, con expresión de resentimiento y temor. En cambio, sorprendentemente, Valerie no calló.

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