—Señor Daly —le dijo al piloto—. Hay un vapor delante nuestro.
—Ya lo veo, capitán Marsh —replicó Daly con una sonrisa lacónica.
—Me pregunto qué barco será. ¿Tiene usted idea, Daly?
Fuera el que fuese, no era gran cosa; un pequeño vapor con palas a popa y una cabina de piloto como una caja de galletas.
—Claro que no —contestó el piloto.
Abner Marsh se volvió hacia Joshua York.
—Joshua —le dijo—, usted es el auténtico capitán, y no quiero hacerle demasiadas sugerencias, pero lo cierto es que tengo una gran curiosidad por saber cuál es ese vapor que nos antecede. ¿Por qué no le dice a Daly que nos acerque a él para satisfacer mi curiosidad?
—Desde luego —dijo York con una sonrisa—. Señor Daly ya ha oído al capitán Marsh. ¿Cree que el
Sueño del Fevre
podría alcanzar al barco de ahí delante?
—Puede alcanzar a cualquiera —respondió el piloto. Pidió más vapor al maquinista, volvió a pulsar el silbato, y el salvaje aullido se repitió con el eco por todo el río, como para avisar al vapor que iba delante de que el
Sueño del Fevre
iba a rebasarlo.
El silbido bastó para trasladar a los pasajeros del gran salón a la cubierta. Incluso consiguió que los pasajeros de cubierta se levantaran de los sacos de harina. Un par de personas ascendieron por la escalerilla e intentaron entrar en la cabina del piloto, pero Marsh los echó hacia abajo a empujones, junto a los tres que ya estaban arriba cuando llegaron. Muchos corrieron hacia la proa del barco, y luego al costado de babor cuando quedó claro que iba a ser por ese lado por donde adelantarían al otro barco.
—Malditos pasajeros —murmuró Marsh a York—. Nunca sabrán equilibrar un barco. Un día de estos correrán todos al mismo costado y harán naufragar algún pobre vapor, se lo juro.
Pese a todas sus quejas, Marsh estaba complacido. Whitey se encargaba de poner más leña abajo, los hornos rugían y las grandes palas giraban cada vez con más rapidez. Todo terminó en pocos minutos. El
Sueño del Fevre
pareció devorar las millas que lo separaban del otro barco y, cuando lo sobrepasó, un coro de risas se alzó de las cubiertas inferiores, sonando a música en los oídos de Marsh.
Al pasar al pequeño vapor con ruedas a popa, York leyó su nombre en la cabina del piloto.
—Me parece que era el
Mary Kaye
—le dijo a Marsh.
—¡Qué se vaya a freír espárragos! —exclamó éste.
—¿Es un barco conocido?
—Diablos, no —replicó Marsh—. Nunca había oído su nombre. ¿Qué le ha parecido?
Se puso a reír estruendosamente y le palmeó la espalda a York, y al poco rato todo el mundo en la cabina del piloto reía a carcajadas.
Antes de que terminara la noche, el
Sueño del Fevre
había cogido y sobrepasado a media docena de vapores, incluido uno de ruedas laterales, casi de su tamaño, pero en ningún caso fue tan excitante como la primera vez cuando adelantaron al
Mary Kaye
.
—¿Quería saber cómo íbamos a empezar? —le dijo Marsh a York cuando abandonaron la cabina del piloto—. Pues bien, Joshua, ya ha visto cómo.
—Sí —dijo York, mirando a su espalda, donde el
Mary Kaye
empequeñecía con la distancia—. Desde luego que sí.
Con o sin dolor de cabeza, Abner Marsh era un marino demasiado bueno para pasar todo el día durmiendo, sobre todo un día tan importante como aquél. Hacia las once se incorporó en la cama, tras unas cuantas horas de sueño, se lavó la cara con un poco de agua tibia de la jofaina que tenía junto a la mesilla de noche, y se vistió. Había mucho trabajo que hacer y York no iba a levantarse hasta que anocheciera. Marsh se puso la gorra, masculló algo frente al espejo y se crespó un poco la barba. Después, tomó el bastón y bajó tambaleándose de la cubierta superior a la de calderas. Primero visitó los servicios y luego se encaminó a la cocina.
—Me he perdido el desayuno, Toby —le dijo al cocinero, que ya estaba preparando la comida—. Haz que uno de tus pinches me prepare media docena de huevos y una loncha de jamón y envíamelo todo a la cubierta superior, ¿quieres? Y café también. Litros de café.
En el gran salón, Marsh tomó un par de tragos rápidos que le hicieron sentirse algo mejor. Murmuró algunas palabras amables a pasajeros y camareros, y regresó a la cubierta superior para esperar el desayuno. Cuando hubo comido, Abner empezó a sentirse nuevamente él mismo.
Después de desayunar, subió a la cabina del piloto. Había cambiado el turno y ahora estaba al timón el otro, a quien solo hacía compañía uno de los pilotos que viajaban en el barco.
—Buenos días, señor Kitch —le dijo Marsh al piloto—. ¿Cómo va el barco?
—No me quejo —replicó Kitch, al tiempo que miraba a Marsh—. Este barco suyo es muy retozón. Si lo va a utilizar en la zona de Nueva Orleans, será mejor que se busque unos buenos pilotos. Necesita una mano fuerte al timón, vaya que sí.
Marsh asintió. No le tomaba por sorpresa; con frecuencia, los barcos rápidos eran difíciles de manejar. No le preocupaba. Ningún piloto que no supiera lo que se traía entre manos iba a acercarse siquiera al timón del
Sueño del Fevre
.
—¿Qué tiempos estamos haciendo? —preguntó Marsh.
—Bastante buenos —replicó el piloto, encogiéndose de hombros—. Podemos ir más rápidos, pero el señor Daly dijo que no teníamos prisa, así que vamos tranquilos.
—Atraque en Paducah cuando lleguemos —le ordenó Marsh—. Tenemos que desembarcar un par de pasajeros y parte de la carga.
Siguieron charlando unos minutos y, por último, bajó otra vez a la cubierta de calderas.
La cabina principal estaba dispuesta para el almuerzo. El brillante sol del mediodía entraba por las claraboyas en una cascada de colores, y bajo ellas una larga hilera de mesas se extendía en toda la longitud del salón. Los camareros disponían la plata y la porcelana; los vasos de cristal brillaban a la luz. Marsh captó, procedentes de la cocina, unos aromas maravillosos que hacían la boca agua. Se detuvo y encontró un menú, lo repasó y decidió que seguía hambriento. Además, York todavía no estaba por allí, y quedaba muy bien que uno de los capitanes compartiera el almuerzo con los pasajeros de camarote y los demás oficiales.
La comida resultó excelente, según Marsh, quien había dado cuenta de un gran plato de cordero asado con salsa de perejil, un pichón, un montón de patatas irlandesas, maíz verde y remolacha, y dos trozos del famoso pastel de pacana de Toby. Cuando terminó el almuerzo, Marsh se sentía de lo más amable. Incluso le dio permiso al predicador para que pronunciara unas palabras sobre la evangelización de los indios, aunque habitualmente no permitía sermones en sus barcos. Consideró que debía mantener entretenidos a los pasajeros y que incluso el escenario más maravilloso se hacía aburrido con el tiempo.
A primera hora de la tarde, el
Sueño del Fevre
atracó en Paducah, situada en el lado del río en que se encuentra Kentucky, donde el Tennessee desembocaba en el Ohio. Era la tercera parada del viaje, pero la primera de cierta duración. Durante la noche habían parado un momento en Rossborough para desembarcar tres pasajeros, y subieron leña y un poco de carga en Evansville mientras Marsh dormía. Sin embargo, en Paducah tenían que desembarcar doce toneladas de barras de hierro, así como algunos sacos de harina, azúcar y libros, y les aguardaban cuarenta o cincuenta toneladas de leña para cargar. Paducah era una buena ciudad maderera y a ella bajaban almadías de troncos procedentes del Tennessee, que llegaban a invadir el río y a obstaculizar el paso de los vapores. Como a la mayoría de los marineros del río, a Marsh le desagradaban mucho las almadías. La mayoría de las veces no llevaban luces nocturnas y en muchas ocasiones eran abordadas por algún infortunado vapor, y aún tenían las narices de maldecir y arrojar cosas.
Por fortuna, no habían almadías de troncos en las cercanías cuando arribaron a Paduca.
Tendieron amarras. Marsh echó una mirada a la carga que aguardaba en la ribera, entre la que se veía varias pilas enormes de cajas y varias balas de tabaco, y decidió que no costaría gran cosa acomodar un poco más de carga en la cubierta principal. Sería una vergüenza, pensó, zarpar de Paducah y dejarle todos aquellos bultos a otro barco.
Pronto el
Sueño del Fevre
estuvo amarrado y un enjambre de mozos de cuerda bajaron las planchas y empezaron a descargar. Hairy Mike se movía entre ellos gritando:
—Vamos, rápido, que no sois pasajeros de camarote incapaces de trabajar. Tú, chico, si se te cae eso, a mí se me va a caer encima de tu cabeza esta barra de hierro...
La pasarela tocó el suelo del muelle y unos cuantos pasajeros empezaron a desembarcar.
Marsh se decidió. Se dirigió a la oficina del sobrecargo, donde encontró a Jonathon Jeffers comprobando unos conocimientos de embarque.
—¿Tiene que hacer eso ahora, señor Jeffers? —le dijo.
—En absoluto, capitán Marsh —repuso Jeffers, al tiempo que se quitaba las gafas y las limpiaba con un pañuelo—. Son para Cairo.
—Bien —dijo Marsh—. Venga conmigo. Vamos a bajar a tierra y encontrar al amo de esa carga que está ahí al sol. Así sabremos para dónde va. Me imagino que irá camino de San Luis, o algún punto intermedio, y quizá podamos sacar algún dinero llevándola.
—Excelente —respondió Jeffers. Se levantó de su taburete, se enderezó su cuidada chaqueta negra, comprobó que su gran barra de acero estaba bien guardaba y cogió un bastón de estoque.
—Conozco una buena taberna en Paducah —añadió mientras salían.
La decisión de Marsh mereció la pena. Encontraron con bastante facilidad al propietario del tabaco, le llevaron a la taberna y allí Marsh le convenció de que consignara sus bienes al
Sueño del Fevre
, al tiempo que Jeffers conseguía arrancarle un buen precio. Llevó tres horas convencerlo, pero Marsh se sintió muy complacido de aquel pequeño esfuerzo cuando regresó paseando junto al río con Jeffers. Hairy Mike estaba descansando junto al muelle, frente al
Sueño del Fevre
, fumando un cigarro negro y charlando con el sobrecargo de otro barco.
—Esa carga es nuestra ahora —le dijo Marsh apuntando al tabaco con el bastón—. Haz que los muchachos la suban pronto y partamos en seguida.
Marsh se inclinó sobre la barandilla de la cubierta de calderas, cansado pero contento, y los observó mientras reunían y subían a bordo las balas de tabaco y Whitey preparaba el vapor para zarpar. También observó otra cosa: una fila de faetones tirados a caballo procedentes de algún hotel aguardaban en el camino, justo al lado del embarcadero de los vapores. Marsh se quedó mirándolos un instante con curiosidad, mesándose el mostacho, y luego entró en la cabina del piloto, quien estaba dando cuenta de un trozo de pastel y una taza de café.
—Señor Kitch —le dijo Marsh—, no suelte amarras hasta que yo le diga.
—¿Cómo es eso, capitán? La carga ya casi está arriba, y tenemos vapor suficiente.
—Mire ahí —respondió Marsh, alzando el bastón—. Esos faetones traen pasajeros al puerto, o aguardan a que lleguen. Pero no nuestros pasajeros, y me parecen demasiados carricoches para esperar un barco pequeño de palas en popa. Tengo un presentimiento.
Momentos después, su presentimiento se hizo realidad. Humeando y soltando chispas Ohio abajo, rápido como el diablo, apareció un vapor de gran tamaño, de ruedas en los costados y aspecto señorial. Marsh lo reconoció al instante, antes de poder leer su nombre: era el
Sureño
, de la «Cincinnati & Louisville Packet Company».
—¡Lo sabía! —gritó—. Debe haber salido de Louisville medio día después de nosotros, y ha hecho mejor tiempo hasta aquí.
Corrió a una ventana lateral, apartó las lujosas cortinas que impedían la entrada de los abrasadores rayos solares de la tarde y observó al otro vapor entrar en el embarcadero, amarrar y empezar a desembarcar pasajeros.
—No estarán ahí mucho rato —le dijo Marsh a su piloto—. No lleva carga, sino sólo pasajeros. Déjele que parta primero, ¿comprende? Déjele que se adentre un poco en el río, y luego vaya a por él.
El piloto terminó el último resto de pastel y se limpió de merengue la comisura de los labios con un pañuelo.
—¿Dice usted que dejemos que se adelante el
Sureño
y luego intentemos darle alcance? Capitán, vamos a estar respirando sus gases desde aquí hasta Cairo. Después, le perderemos de vista.
Abner Marsh se ensombreció como una tormenta antes de desatarse.
—¿Pero qué está usted diciendo, señor Kitch? No quiero oír nada semejante. Si no es usted lo bastante piloto para hacerlo, dígalo y sacaré al señor Daly de la cama a empujones y le haré que lleve el timón.
—Pero ese es el
Sureño
...—insistió el piloto.
—Y éste es el
Sueño del Fevre
, no lo olvide —aulló Marsh. Se volvió y salió de la cabina hecho una furia, gruñendo. Todos aquellos malditos pilotos se creían los reyes del río. Naturalmente que lo eran, cuando el barco estaba navegando, pero eso no les daba derecho a tantas lamentaciones por una pequeña carrera, ni a dudar de la capacidad de su propio barco.
Su furia se aplacó cuando vio que el
Sureño
ya estaba embarcando pasajeros. Llevaba esperando algo parecido desde que descubriera al
Sureño
en la otra ribera del río, allá en Louisville, pero no había osado mantener su esperanza. Si el
Sueño del Fevre
conseguía alcanzar al
Sureño
, su fama ya estaría conseguida a medias cuando llegara a los oídos de los tipos del río. Aquel barco y su gemelo, el
Norteño
, eran el orgullo de su compañía. Eran barcos especialmente construidos, en el año 53, para la velocidad pura. Más pequeños que el
Sueño del Fevre
, eran los únicos vapores que Marsh conocía que no transportaban carga, sino sólo pasajeros. No tenía la menor idea de cómo podían tener beneficios, pero eso no le importaba. Lo importante era su fama de veloces. El
Norteño
había marcado un nuevo record para el trayecto de Louisville a San Luis el año 54. El
Sureño
lo batió a su vez al año siguiente, y todavía ostentaba el mejor tiempo, un día y diecinueve horas. Arriba, en la cabina del piloto, lucía las cuernas brillantes que lo significaban como el barco más rápido del Ohio.