Sueño del Fevre (7 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

—Sí, estaba en la cubierta superior, delante de las chimeneas, observándolo todo. Hacía frío ahí arriba, cuando el vapor estaba en movimiento.

—Los vapores rápidos se hacen su propio viento —contestó Marsh—. No importa lo cálido que sea el tiempo o lo cargadas que vayan las calderas, aquí arriba siempre hace frío y viento. A veces lo siento un poco por esos que van abajo, en la cubierta principal pero, qué diablos, sólo han pagado un dólar.

—Naturalmente —asintió Joshua.

En aquel preciso instante, el barco hizo un pesado thunk, y se agitó un poco.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó York.

—Probablemente, hemos pasado sobre un tronco —contestó Marsh—. ¿No es así? —le preguntó al piloto.

—En efecto —contestó el hombre—. No tema, capitán. No ha habido daños.

Abner Marsh asintió y se volvió hacia York.

—Bien, ¿le parece bien que bajemos a la cabina principal? Los pasajeros estarán merodeando arriba y abajo, viendo cómo es la primera noche a bordo, así que podremos encontrarnos con algunos, hablar con ellos y comprobar que todo está bien y a punto.

—Me encantará —contestó York—. Pero antes, Abner, ¿quiere venir a tomar una copa en mi camarote? Tenemos que celebrar la partida, ¿no le parece?

—¿Una copa? —contestó Abner, encogiéndose de hombros—. Bien, no veo por qué no —saludó al piloto tocándose la gorra—. Buenas noches, señor Daly. Haré que le envíen un poco de café, si le apetece.

Abandonaron la cabina del piloto y se encaminaron a la del capitán, deteniéndose un instante mientras York abría la puerta. Joshua había insistido en que ese camarote en particular, y todos los del barco en general, tuvieran buenas cerraduras. Era algo un tanto peculiar, pero Marsh no puso muchos reparos. York no estaba acostumbrado a la vida en un vapor, después de todo, y la mayoría de sus exigencias habían sido bastante acertadas, como toda aquella plata y aquellos espejos que convertían el salón principal en algo tan espléndido.

El camarote de York era tres veces más largo que los de los pasajeros, y el doble de ancho. Así pues, para lo normal en un vapor resultaba inmenso. Sin embargo, aquélla era la primera vez que Abner Marsh entraba en él desde que York tomara posesión, y por ello echó una mirada curiosa alrededor. Un par de lámparas de aceite a ambos lados del camarote daban al interior una luz cálida y acogedora. Las ventanas, muy amplias, con sus cristaleras de colores, estaban ahora oscuras, cerradas y cubiertas con unas cortinas de terciopelo muy pesadas que parecían suaves y ricas a la luz de las lámparas. En una esquina había una cómoda con una jofaina encima y un espejo enmarcado en plata sobre la pared. Había también una cama de plumón estrecha pero de aspecto cómodo, dos grandes sillas de cuero, y un enorme escritorio de palo de rosa con muchos cajones, rincones y muescas. Estaba pegado a uno de los tabiques. Sobre él había colocado un mapa antiguo, auténtico, del sistema de ríos del Mississippi. La superficie del escritorio estaba cubierta de libros encuadernados en piel y pilas y pilas de periódicos. Esta era otra de las peculiaridades de Joshua York; leía un número inaudito de periódicos, de casi todas partes: ingleses, periódicos en lenguas extranjeras, el
Tribune
del señor Greeley y, por supuesto, el
Herald
de Nueva York, así como casi todos los de San Luis y Nueva Orleans, y toda suerte de pequeños semanarios de los pueblos de las riberas. Cada día recibía paquetes de periódicos. Libros también. Había una gran librería en el camarote, repleta, y algunos libros más se apilaban sobre una mesilla junto a la cama, con un candelabro con velas medio derretidas.

Sin embargo, Abner Marsh no perdió el tiempo con los libros. Junto a la estantería había un tonelete de vino, a cuyo lado se veían veinte o treinta botellas. Se acercó directamente allí y sacó una botella. No llevaba etiqueta, y el líquido del interior tenía un tono rojo sombrío, casi negro. El tapón iba sellado con una capa reluciente de cera negra.

—¿Tiene un cuchillo? —le preguntó a York, volviéndose con la botella en las manos.

—No creo que le gustara mucho esa cosecha, Abner —respondió York. Sostenía una bandeja con dos copas de plata y un decantador de cristal—. Tengo por aquí un jerez excelente. ¿Por qué no lo probamos?

Marsh dudó. El jerez de Joshua solía ser simplemente bueno, y a él le fastidiaba beberlo; en cambio, conociendo a Joshua, pensó que cualquier vino que guardara en un lugar reservado tendría que ser superlativo. Además, sentía curiosidad. Se pasó la botella de una mano a otra. El líquido del interior se agitó un poco, ondulando como uno de aquellos licores dulces.

—¿Qué es esto, entonces? —preguntó Marsh, frunciendo el ceño.

—Una receta casera —replicó York—. Parte vino, parte coñac y parte licor, sin el sabor de ninguno de ellos. Una bebida rara, Abner. A mis compañeros y a mí nos gusta con delirio, pero a la mayoría de la gente no le agrada su sabor. Estoy seguro de que preferirá usted el jerez.

—Bien —dijo Marsh, dejando la botella—, cualquier cosa que beba usted será buena para mí. Pero usted sirve un buen jerez, es bastante cierto —añadió con una sonrisa—. Pero no tenemos prisa, y sí bastante sed, al menos yo. ¿Por qué no probamos los dos?

Joshua York se rió, con una carcajada de puro y espontáneo deleite, profundo y musical.

—Abner —dijo—, es usted un hombre singular y formidable. Le tengo simpatía. Sin embargo, no le gustará ese brebaje; pero si insiste, lo tomaremos.

Se instalaron en las dos sillas de cuero, York dejó la bandeja en la mesita que había entre ellas. Marsh le pasó la botella de vino, o lo que fuera. De algún lugar de entre los prístinos pliegues de su blanco traje, York extrajo un estilizado cuchillo con mango de marfil y una larga hoja de plata. Quitó la cera y con un único y hábil giro clavó la punta del cuchillo en el corcho y lo sacó con un pop. El líquido brotó lentamente, como miel rojinegra en las copas de plata. Era opaco y parecía lleno de diminutas motas negras. Debía ser fuerte, pensó Marsh. Alzó la copa y lo olió, y el alcohol que contenía le inundó de lágrimas los ojos.

—Tenemos que hacer un brindis —dijo York, alzando su copa.

—Por todo el dinero que vamos a ganar —se rió Marsh.

—No —dijo York en tono serio. Sus diabólicos ojos grises tenían un tono de grave melancolía. Marsh no deseaba que York se pusiera a recitar poemas otra vez—. Abner —continuó York—, sé lo que significa el
Sueño del Fevre
para usted. Quiero que sepa que también significa mucho para mí. Este día es el comienzo de una gran nueva vida. Usted y yo, juntos, lo hemos construido, y seguiremos adelante hasta convertirlo en una leyenda. Siempre me ha gustado la belleza, Abner, pero ésta es la primera vez en mi vida que la he creado, o que he colaborado en su creación. Fue una buena idea traer algo nuevo y bueno al mundo. Especialmente para mí. Y tengo que darle las gracias por ello —alzó su copa—. Bebamos por el
Sueño del Fevre
y todo lo que representa, amigo mío. Belleza, libertad y esperanza. ¡Por nuestro barco y un mundo mejor!

—¡Por el vapor más veloz del río! —contestó Marsh, y bebieron. Casi se atragantó. La bebida privada de York bajaba como un fuego, abrasándole la parte de atrás de la garganta y extendiendo su calor por las entrañas, pero tenía también una especie de dulzor empalagoso y un asomo de aroma desagradable que toda su fuerza y su dulzor no acababan de ocultar. Marsh pensó que sabía como si algo se hubiera podrido en la botella.

Joshua York se tomó su copa con un único y largo movimiento, echando atrás la cabeza. Luego la dejó a un lado, contempló a Marsh y se rió otra vez.

—Esa mirada suya, Abner, resultaba maravillosamente grotesca. No se sienta obligado a cumplidos. Ya se lo advertí. ¿Por qué no toma ahora un poco de jerez?

—Creo que sí —replicó Marsh—. Decididamente, lo tomaré.

Más tarde, cuando dos copas de jerez hubieron borrado el sabor de la extraña bebida de la garganta de Marsh, charlaron un poco.

—¿Cuál es nuestra siguiente etapa, después de San Luis, Abner? —le preguntó York.

—Nueva Orleans. No hay otra ruta mejor para un barco de este tamaño.

York le obsequió con un nervioso movimiento de cabeza.

—Lo sé, Abner. Tenía curiosidad por enterarme de cómo pensaba usted convertir en realidad su sueño de batir al
Eclipse
. ¿Lo buscará y lo desafiará? Lo deseo, siempre que eso no nos retrase demasiado o nos aparte de nuestra ruta.

—Me gustaría que fuera así de sencillo, pero no lo es. Diablos, Joshua, hay miles de vapores en el río, y a todos les encantaría batir al
Eclipse
. Pero éste también tiene que hacer viajes, igual que nosotros, y trasladar pasajeros y carga. No puede estar compitiendo en carreras continuamente. De todos modos, su capitán sería un estúpido si aceptara nuestro desafío. ¿Quiénes somos nosotros, dígame? Un nuevo vapor recién salido de New Albany del que nadie ha oído hablar. El
Eclipse
tendría todo que perder y nada a ganar si corriera contra nosotros —vació otra copa de jerez y pidió a York que la volviera a llenar—. No, primero tenemos que dedicarnos a lo nuestro y crearnos una buena reputación. Que en todo el río se conozca al
Sueño
como un barco rápido. Muy pronto, la gente empezará a hablar de eso, y a preguntarse qué sucedería si el
Sueño del Fevre
y el
Eclipse
se enfrentaran. Quizá nos lo encontremos un par de veces en el río y lo adelantemos. Se empezará a hablar, y comenzarán las apuestas. Quizás hagamos alguno de los recorridos que hace el
Eclipse
y superemos sus tiempos. El vapor más rápido se lleva la mejor carga, ¿sabe? Los plantadores, exportadores y demás quieren sus mercancías en el mercado lo antes posible, y por eso escogen el barco más rápido. Y así, con el tiempo, la gente empezará a pensar que nosotros somos los más veloces del tramo bajo del río y empezará a llovernos la carga, y le daremos al
Eclipse
donde más le duele, en el bolsillo. Entonces, verá lo fácil que resulta conseguir una carrera contra él para ver de una vez por todas quién supera a quién.

—Comprendo —dijo York—. ¿Entonces, este viaje a San Luis va a ser el punto de partida de nuestra reputación?

—Bueno, de momento no intento batir ninguna marca. Nuestro barco es muy nuevo y no quiero forzarlo. Ni siquiera tenemos a bordo todavía a nuestros pilotos titulares, ni nadie sabe aún cómo se comporta. Además, tenemos que darle a Whitey un poco de tiempo para solucionar pequeños problemas en los motores y preparar adecuadamente a la tripulación —dejó en la mesilla la copa vacía—. Eso no quiere decir que no podamos iniciar alguna otra cosa —dijo con una sonrisa—. Ya encontraremos algo que nos convenga, ya verá.

—Bien —respondió York—. ¿Más Jerez?

—No —contestó Marsh—. Creo que deberíamos continuar en el bar. Le invito a una copa allí. Le garantizo que tendrá mejor sabor que esa maldita botella suya.

—Encantado —sonrió York.

Aquella noche no fue como las demás para Abner Marsh. Fue una noche mágica, como un sueño. Pareció tener cuarenta o cincuenta horas, y cada una de ellas impagable. Él y York estuvieron levantados hasta el alba, bebiendo y charlando y dando vueltas por la maravilla de barco que acababan de construir. Al día siguiente, Marsh se despertó de tal forma que apenas pudo recordar la mitad de lo que habían hecho la noche anterior. Pero algunos momentos quedaron fijos en su memoria.

Recordaba cuando entraron en el gran salón, superior al del mejor hotel del mundo. Los candelabros brillaban, las lámparas lucían y las lágrimas de cristal refulgían. Los espejos hacían que la sala pareciera el doble de ancha. Una multitud se agolpaba junto a la barra charlando de política y cosas así. Marsh se unió a ella durante un rato y escuchó a la gente quejarse de los abolicionistas y discutir sobre si Stephen A. Douglas debía ser el próximo presidente, mientras York saludaba a Smith y Brown, que estaban en una de las mesas jugando a las cartas con algunos plantadores y un notorio jugador. Alguien tocaba el gran piano, las puertas de los camarotes se abrían y cerraban continuamente y toda la sala brillaba de luces y risas.

Más tarde, recorrieron un mundo diferente en la cubierta principal; la carga apilada por todas partes, con los cargadores y pasajeros de cubierta dormidos sobre rollos de cuerda y sacos de azúcar, una familia reunida en torno a un pequeño fuego encendido para cocinar algo, un borracho tumbado tras las escaleras. La sala de máquinas estaba inundada del resplandor rojo de los hornos y Whitey estaba en medio, con su camiseta manchada de sudor y la barba llena de grasa, gritándoles a los marineros para hacerse oír por encima del siseo del vapor y el chunkachunka de las palas al surcar el agua. Las bielas resultaban impresionantes al girar adelante y atrás en poderosos golpes. Se quedaron un rato contemplándolas, hasta que el calor y el olor del aceite empezó a ser molesto para ellos.

Poco después, subieron a la cubierta superior, pasándose una botella, tropezando y charlando de frente al frío y al viento. Las estrellas brillaban como los diamantes de una dama sobre sus cabezas y las banderas del
Sueño del Fevre
se agitaban en los mástiles de popa y de proa, y el río a su alrededor era más negro que el esclavo más negro que Abner hubiera visto nunca.

Así pasaron toda la noche, con Daly en la torreta de la cabina del piloto, llevándoles a una marcha moderada —nada comparado con lo que podían alcanzar, como bien sabía Marsh —por el oscuro Ohio, con el vacío a su alrededor. Era un viaje encantado, sin tocones, troncos o bancos de arena que pudieran molestarles. Sólo en un par de ocasiones tuvieron que lanzar una sonda para comprobar la profundidad, y en ambas encontraron suficiente agua al dejar caer la plomada. En la orilla se divisaban unas cuantas casas, la mayoría a oscuras y bien cerradas para pasar la noche, menos una en la que se veía una lámpara encendida en la ventana. Marsh se preguntó quién estaría despierto allí, y que pensaría al ver pasar el vapor. Debía ser un buen espectáculo, con todas las cubiertas encendidas y la música y las risas esparciéndose sobre las aguas, y las chispas y el humo de las chimeneas, y el nombre bien grande en la rueda,
Sueño del Fevre
, con sus bonitas letras azules orladas de plata. Casi deseó estar en la orilla sólo para verlo.

El momento culminante se produjo poco antes de la medianoche, al hacerse visible otro vapor que batía el agua delante de ellos. Cuando Marsh lo vio, asió a York por el codo y lo condujo a la cabina del piloto. Había gente allí. Daly seguía junto al timón, con una taza de café en las manos, y los otros dos pilotos y tres pasajeros estaban sentados en el sofá detrás de él. Los pilotos no habían sido contratados por Marsh, pero cualquier piloto se podía mover por cualquier barco que deseara según la costumbre establecida en el río, y habitualmente subían a la cabina para charlar con el encargado de llevar el timón y comentar cosas del río. Marsh los ignoró.

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