Sueño del Fevre (3 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

—Siéntese —dijo York con gesto imperioso, señalando un sillón grande y cómodo del salón.

Marsh tomó asiento mientras su anfitrión pasaba a una sala interior y regresaba momentos después con un cofrecillo de hierro. Lo dejó sobre una mesa y empezó a accionar la cerradura.

—Venga aquí —dijo, aunque Marsh ya se había levantado y se encontraba detrás de él. York abrió la tapa.

—Oro —murmuró Marsh en voz baja. Adelantó la mano y tocó las monedas, haciéndolas correr entre los dedos y recreándose en el tacto del blando metal amarillo, su brillo y su peso. Se llevó una moneda a los dientes y la probó—. Bastante puro —dijo, con admiración, devolviéndola a la caja.

—Diez mil dólares en monedas de oro de a veinte —dijo York—. Tengo dos cofrecillos más como éste, y cartas de crédito de bancos de Londres, Filadelfia y Roma, por cantidades considerablemente mayores. Acepte mi oferta, capitán Marsh, y tendrá un segundo barco, mucho mayor que su
Eli Reynolds
. O quizás debería decir tendremos... —añadió con una sonrisa.

Abner Marsh estaba decidido a rechazar la oferta de York. Necesitaba perentoriamente el dinero, pero era un hombre suspicaz, poco dado a los misterios, y York le exigía que confiara en él hasta un punto inaceptable. La oferta le había parecido demasiado buena; Marsh estaba seguro de que en algún sitio se ocultaba un peligro, y consideraba que saldría perdiendo si aceptaba. Sin embargo ahora, al ver el color de la riqueza de York, sentía debilitarse su decisión.

—¿Un barco nuevo, dice? —preguntó débilmente.

—En efecto —contestó York—. Ese es en definitiva el precio que estoy dispuesto a pagar por una participación igualitaria en su línea de transporte.

—¿Cuanto...? —empezó a decir Marsh. Tenía los labios secos y se los humedeció nerviosamente—. ¿Cuánto desea gastar para construir ese nuevo barco, señor York?

—¿Cuánto se precisaría? —preguntó tranquilamente éste.

Marsh tomó un puñado de monedas de oro y las dejó correr entre los dedos. Admiró su resplandor, pero sólo dijo:

—No debería llevar consigo una cantidad tan considerable, York. Hay maleantes que le matarían a usted por una sola de estas monedas.

—Puedo protegerme, capitán —dijo York. Marsh observó su mirada y le entró un escalofrío. Se apiadó del ladrón que intentara llevarse el oro de Joshua York.

—¿Le gustaría dar un paseo conmigo por el dique?

—No ha respondido a mi pregunta, capitán.

—Ya tendrá la respuesta. Antes, venga; tengo algo que quiero que vea.

—Muy bien —dijo York. Cerró la tapa del cofrecillo y el suave resplandor amarillo se difuminó en el salón, que de repente pareció más pequeño y apagado.

El aire de la noche era frío y húmedo. Por las calles oscuras y desiertas, el ruido de sus botas era notorio, y podía distinguirse la suave agilidad de los pasos de York de la pesada autoridad de los de Marsh. York llevaba un amplio abrigo de marino, en forma de capa, y un alto sombrero de copa que producía largas sombras a la luz de la media luna. Marsh miró hacia los oscuros callejones entre los desiertos almacenes e intentó presentar un aspecto de solidez, rudeza y fuerza capaz de ahuyentar a los maleantes.

El dique estaba lleno de barcos, al menos cuarenta de ellos atados a postes o embarcaderos. Incluso a aquella hora, había cierto movimiento. Las cargas amontonadas arrojaban largas sombras bajo la luz de la luna y pasaron entre mendigos recostados contra cajas y balas de heno, pasándose la botella o fumando en sus pipas de avellano. Todavía estaban encendidas las luces de las cabinas de mando de una docena de barcos. El paquebote del Missouri
Wyandotte
estaba iluminado y con las calderas encendidas. Observaron a un hombre que estaba de pie en la cubierta de un gran vapor de palas laterales, y que les miró con curiosidad. Abner Marsh y York le dejaron atrás, y pasaron ante la sucesión de vapores silenciosos y oscuros, con las esbeltas chimeneas destacando contra el cielo estrellado como una hilera de árboles negros con extrañas y luminosas flores en sus copas.

Por último, se detuvieron ante un gran y muy adornado vapor de palas laterales, con altas pilas de carga sobre la cubierta principal y cuya escalerilla estaba subida para evitar la intrusión de indeseables, cuando, al mecerse, se acercaba al viejo y erosionado embarcadero. Incluso a la luz de la media luna, el esplendor del barco era patente. No había en el muelle otro vapor más grande y orgulloso.

—¿Sí? —dijo Joshua York en voz baja, respetuosamente.

Aquello, el tono de respeto, influyó en la decisión de Marsh en aquel momento o, al menos, eso fue lo que más tarde creyó.

—Es el
Eclips
e —contestó—. Ahí tiene el nombre, sobre la cubierta de la rueda —señaló con el bastón—. ¿Puede verlo?

—Perfectamente. Poseo una excelente visión nocturna. Entonces, ¿se trata de un barco especial?

—Sí que lo es, diablos. Es el
Eclipse
, todos los hombres y niños del río lo conocen. Ahora es viejo, pues fue construido hace cinco años, en el 52, pero aún es impresionante. Costó 375.000 dólares, dicen, y los valió uno por uno. Nunca ha habido un barco más grande, bonito y formidable que ese. Yo lo conozco. He viajado en él. Lo conozco —insistió Marsh—. Mide 365 pies por 40, y su gran salón mide 330 pies. Nunca habrá visto usted cosa igual. Tiene una estatua de oro de Henry Clary en un extremo, y otra de Andy Jackson en el opuesto. Hay más cristal, plata y vidrieras de colores de las que el Albergue de los Plantadores hubiera podido soñar; óleos, comidas que nunca habrá probado, y espejos... ¡Qué espejos! Por no hablar de su velocidad.

»Bajo la cubierta principal lleva quince calderas. Tiene un giro de pala de once pies, y no hay otro barco en el río que pueda competir con él cuando el capitán Sturgeon lo pone a todo vapor. Ha llegado a los dieciocho nudos contra corriente, sin dificultades. En el 53, estableció el récord de Nueva Orleans a Louisville. Recuerdo el tiempo de memoria: cuatro días, nueve horas y treinta minutos, y batió al maldito
A. L. Shotwell
por cincuenta minutos, con lo rápido que era el
Shotwell 
—Marsh se dio la vuelta hasta quedar frente a York—. Esperaba que mi
Elizabeth A.
superase al
Eclipse
algún día, batir su tiempo o navegar con él a la par, pero ahora me doy cuenta de que nunca lo hubiera logrado. Me engañaba a mí mismo. No tenía dinero para construir un barco que pudiera superar a éste.

»Deme el dinero, señor York, y ya tiene usted socio. Esta es mi respuesta: Usted quiere la mitad de la Compañía del Río Fevre y un socio que lleve las cosas con discreción y no haga preguntas sobre sus asuntos, ¿no es eso? Bien, entonces deme dinero para hacer un barco como éste.

Joshua York contempló el gran buque, sereno y silencioso en la oscuridad, flotando grácilmente en el agua, desafiando a cualquier competidor. Se volvió hacia Abner Marsh con una sonrisa en los labios y una leve llama en sus ojos oscuros.

—Hecho —fue su única palabra, y extendió la mano.

Marsh mostró los dientes en un torcido gesto que quería ser una sonrisa y estrechó la mano fina y blanca de York con su carnosa zarpa.

—Hecho, pues —dijo en voz alta, y aplicó toda su fuerza a apretar, sacudir y estrechar, como siempre hacía en los negocios, para probar la voluntad y el valor del hombre con quien trataba. Siempre apretaba hasta ver el dolor en sus ojos.

Pero los de York continuaron fríos, y su mano apretó más y más fuerte la de Marsh con una fuerza asombrosa. Apretó cada vez con más fuerza y los músculos bajo la pálida piel se enroscaron y cerraron como resortes de hierro, y Marsh tragó con esfuerzo e intentó no gritar.

York relajó la mano.

—Venga —dijo, asiendo fuertemente a Marsh de los hombros y haciendo que se tambaleara un poco—. Tenemos que hacer planes.

CAPÍTULO DOS
Nueva Orleans, mayo de 1857

Sour Billy Tipton llegó a la Lonja Francesa pasadas las diez y presenció las subastas de cuatro cubas de vino, siete cajas de frutos secos y un cargamento de muebles, antes de que empezaran con los esclavos. De pie, en silencio, con los codos apoyados en el largo mostrador de mármol de bar que se extendía alrededor de la rotonda, tomando una copa de absenta mientras observaba a los encanteurs pregonar sus mercancías en dos idiomas. Sour Billy era un hombre oscuro, cadavérico, de rostro largo y caballuno, picado por una viruela de la juventud, y cabello fino, casposo y oscuro. Rara vez sonreía, y tenía unos ojos temibles, de hielo.

Aquellos ojos, aquellas pupilas frías y peligrosas, eran la protección de Sour Billy. La Lonja Francesa era un lugar enorme, demasiado para su gusto, y en realidad no le agradaba frecuentarlo. Estaba situada en la rotonda del hotel de San Luis, bajo una elevada cúpula por la que penetraba la luz diurna sobre el punto de puja y los licitantes. La cúpula medía casi treinta metros. Altas columnas rodeaban la sala, formando una galería. El techo estaba profusamente ornamentado, las paredes cubiertas de pinturas originales, el mostrador del bar era de sólido mármol, el suelo era de mármol, las mesas de los encanteurs eran de mármol. Los clientes eran tan selectos como la decoración; ricos plantadores de la parte alta del río, y jóvenes elegantes criollos de la vieja ciudad. Sour Billy odiaba a los criollos, con sus ricas ropas, sus andares arrogantes y sus ojos oscuros y desdeñosos. No le gustaba mezclarse con ellos. Tenían la sangre caliente y pendenciera, llegando con frecuencia al duelo y en ocasiones algunos de aquellos jóvenes se habían sentido agraviados por la forma en que Sour Billy hablaba su idioma, el francés, y miraba a sus mujeres, con su despreciable, altanero y presuntuoso americanismo. Pero cuando esto ocurría, ellos se sentían atrapados por la mirada de los ojos de Sour, descoloridos, fijos y llenos de malicia, y, con demasiada frecuencia, se volvían atrás.

Si por él fuera, acudiría a comprar negros a la Lonja americana del St. Charles, donde los modales eran menos refinados, se hablaba inglés en lugar de francés, y se sentía menos fuera de lugar. La grandeza de la rotonda del San Luis no le impresionaba, salvo por la calidad de las bebidas que allí se servían.

No obstante, seguía yendo allí una vez al mes, ya que no tenía otro remedio. La Lonja Americana era un buen lugar para comprar un bracero o un cocinero, de la negrura de piel que uno prefiriera, pero para encontrar una chica guapa, una de esas jóvenes bellezas ochavonas de tez oscura que Julian prefería, había que ir a la Lonja Francesa. Julian quería belleza, insistía en la belleza.

Sour Billy hizo lo que Damon Julian le había dicho.

Eran casi las once cuando se liquidó la última partida de vino y los comerciantes empezaron a presentar su mercancía procedente de las cárceles de esclavos de las calles Moreau, Esplanade y Common; hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, y también niños, un número desproporcionado de ellos de piel clara y rasgos blancos. También debían ser listos, pensó Sour Billy, y probablemente hablarían francés. Estaban en fila en uno de los lados de la sala para ser inspeccionados. Varios jóvenes criollos pasaban satisfechos ante ellos, haciendo leves comentarios y observando de cerca la mercancía expuesta. Sour Billy se quedó junto al bar y pidió otra absenta. El día anterior había visitado la mayoría de los patios y visto lo que había para ofrecer. Sabía lo que quería.

Uno de los subastadores dio unos golpes en la mesa de mármol con el mazo y al momento los clientes cesaron de conversar y centraron su atención en él. Hizo una seña y una mujer joven, de unos veinte años, subió insegura al cercano cuévano. Era una casi cuarterona, de ojos grandes, y tenía una cierta belleza. Llevaba un vestido de percal y lazos verdes en el pelo. El subastador empezó a cantar sus elogios efusivamente. Sour Billy observaba con desinterés mientras dos jóvenes criollos pujaban por ella. Finalmente fue vendida por 1.400 dólares.

Después vino una anciana, presentada como buena cocinera, que no fue vendida; y después una joven madre con dos niños, que se vendían en grupo. Sour Billy aguardó unas cuantas ventas más. Eran las doce y cuarto y la Lonja estaba a rebosar de licitadores y espectadores cuando llegó el producto que estaba aguardando.

Se llamaba Emily, dijo el encanteur.

—¡Mírenla, señores! —parloteó en francés—, fíjense en ella. ¡Qué perfección! Hace años que no se vende aquí algo semejante, ¡años!, y pasarán muchos más hasta que vuelva a repetirse.

Sour Billy se sintió tentado de asentir. Emily tenía dieciséis o diecisiete años, juzgó, pero ya era toda una mujer. Parecía un poco atemorizada por la subasta, pero la oscura simplicidad de sus vestidos realzaba su figura y tenía un rostro hermoso, de ojos grandes y dulces y bella piel de color café con leche. A Julian le gustaría.

La puja se animó. A los plantadores no les era de utilidad una chica tan hermosa, pero seis o siete de los criollos mostraron su entusiasmo. Sin duda, los otros esclavos le habían dado a Emily alguna idea respecto a lo que podía suponer para ella ser vendida. Era lo suficientemente hermosa para obtener, con el tiempo, la emancipación y convertirse en la amante de uno de aquellos elegantes criollos que la mantuviera en alguna casita de la calle Rampant, al menos hasta que él se casara. Acudiría a los bailes de cuarteronas de la sala de baile Orleans, con trajes de seda y lazos, y sería causa de más de un duelo. Sus hijas tendrían la piel aún más clara, y crecerían en una vida igualmente refinada. Quizá, cuando ya fuera anciana, aprendería a arreglar el cabello o se encargaría de una pensión. Sour Billy tomó un trago de su copa, con el rostro helado.

La puja subió. Al llegar a los dos mil sólo quedaban tres licitadores. En aquel punto, uno de ellos, moreno y calvo, pidió que la desnudaran. El encanteur masculló una breve orden y Emily se quitó amargamente las ropas y las apartó. Alguien hizo un impúdico elogio que levantó una oleada de carcajadas entre el público. La muchacha sonrió levemente mientras el subastador reía y añadía un comentario de su cosecha. La puja se reanudó.

A los 2.500, el hombre calvo se retiró, una vez obtenida la vista que deseaba. Quedaban dos competidores, ambos criollos. Pujaron sucesivamente en tres ocasiones, forzando el precio hasta los 3.200. Entonces dudaron, y el subastador consiguió una última puja del más joven: 3.300 dólares.

—Tres mil cuatrocientos —dijo tranquilamente su oponente. Sour Billy lo reconoció. Era un joven esbelto llamado Mantreuil, notorio jugador y duelista.

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