Al llegar frente al camarote, Marsh se detuvo a echar una ojeada alrededor. El paseo estaba casi desierto. Una señora contemplaba el paisaje apoyada en la barandilla, a una buena distancia a proa de donde se encontraban, y aproximadamente a una docena de puertas más adelante había un tipo de camisa blanca y sombrero gacho, sentado con la silla apoyada hacia atrás en la puerta de uno de los camarotes, pero ninguno de los dos parecían muy interesados en Marsh y Hairy Mike. Abner introdujo cuidadosamente la llave en la cerradura.
—Recuerde lo que le he dicho —le susurró al primer oficial—. Rápido y en silencio. Un solo golpe.
Hairy Mike asintió y Marsh hizo girar la llave. La puerta se abrió en silencio y Marsh empujó.
Dentro todo estaba cerrado y oscuro, cubierto de cortinas y contraventanas cerradas, como solía hacer en sus habitaciones la gente de la noche; con todo, distinguieron una forma pálida bajo las sábanas a la luz que penetraba por la puerta. Avanzaron con todo el silencio que puede pedirse a dos hombres grandes y ruidosos, e inmediatamente Marsh cerró la puerta tras él y Hairy Mike Dunne se adelantó, alzando su vara de hierro de un metro de longitud por encima de la cabeza. Abner Marsh distinguió a duras penas al ser que estaba en la cama, que se agitó al tiempo que se volvía hacia el ruido y hacia la luz. Hairy Mike estuvo a su altura en dos rápidas zancadas, y el hierro cayó en un arco terrible al final de su enorme brazo, cayó y cayó hacia el pálido rostro del durmiente en un instante que le pareció una eternidad.
Entonces la puerta del camarote se cerró por completo, desapareció el último retazo de luz y en la total oscuridad Abner Marsh escuchó un ruido como de un pedazo de carne al caer sobre el mármol del carnicero y, debajo de este sonido, otro como el de un huevo al romperse, y contuvo la respiración.
El camarote quedó en total silencio y Marsh no pudo distinguir absolutamente nada. De la oscuridad, le llegó un sonido grave y gutural. Un sudor frío le empapó todo el cuerpo.
—Mike —susurró, al tiempo que buscaba una cerilla.
—Sí, capitán —le contestó la voz del primer oficial—. Un golpe, ya está —añadió, con un nuevo sonido gutural.
Abner Marsh rascó la cerilla en la pared y parpadeó.
Mike estaba todavía inclinado sobre el lecho con la barra de hierro en la mano.
—¿Está muerto? —preguntó Marsh; tenía la poderosa y repentina impresión de que aquella cabeza destrozada iba a empezar a juntarse y sanar en cualquier momento, y que el pálido cadáver se levantaría y se reiría de ellos.
—No he visto nunca a nadie más muerto —dijo Hairy Mike.
—Asegúrese —ordenó Marsh—. Asegúrese bien.
Hairy Mike Dunne encogió sus enormes y poderosos hombros y alzó la barra ensangrentada, que cayó de nuevo sobre la cabeza y la almohada. Una segunda vez. Una tercera. Una cuarta. Hairy Mike Dunne era un tipo terriblemente fuerte.
La cerilla le quemó los dedos a Marsh. La apagó.
—Vámonos —dijo ásperamente.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Hairy Mike.
Marsh abrió la puerta del camarote. Tenía ante sí el sol y el río, una bendición.
—Dejémosle aquí, a oscuras —contestó—. Cuando caiga la noche le tiraremos al río.
Hairy Mike siguió a Marsh fuera del camarote y cerró la puerta tras de sí. Marsh se sentía mal. Inclinó su gran humanidad contra la barandilla de la cubierta de calderas y tuvo que esforzarse para no caer del otro lado. Chupasangre o no, lo que le habían hecho a Damon Julian era difícil de soportar.
—¿Necesita ayuda, capitán?
—No —respondió éste. Se enderezó con esfuerzo. La mañana ya era calurosa y el sol amarillo batía el río hasta hacerse agobiante. Marsh estaba bañado en sudor.
—No he dormido mucho —dijo, esforzándose por sonreír—. De hecho, no he dormido en absoluto. Y eso que acabamos de hacer también me ha costado un buen esfuerzo.
Hairy Mike se encogió de hombros. Por lo visto, a él no le costaba tanto.
—Váyase a dormir —le dijo a Abner.
—No —replicó Marsh—. No puedo. Tengo que ver a Joshua y explicarle lo que acabamos de hacer. Tiene que saberlo para que así esté preparado para dominar a los demás.
De repente, Abner Marsh se descubrió preguntándose cómo reaccionaría Joshua York ante el brutal asesinato de uno de los suyos. Después de lo sucedido la noche anterior, no creía que Joshua se sintiera muy molesto, pero no estaba seguro. En realidad, Abner no conocía a los seres de la noche ni sabía cómo pensaban y, si bien Julian era un chupasangre y un infanticida, los demás también habían hecho cosas casi igual de terribles, incluido Joshua. Y Damon Julian también había sido el maestro de sangre de Joshua y los demás, el rey de los vampiros. Y cuando alguien mata al rey de uno, aunque sea un rey al que odia, ¿no está obligado el súbdito a hacer algo al respecto? Abner Marsh recordó la fría fuerza de la cólera de Joshua y, ante aquel recuerdo, se encontró sin muchas ganas de subir al camarote del capitán en la cubierta superior, especialmente ahora que Joshua estaría en su peor momento, recién acostado.
—Quizá sea mejor que espere —se descubrió diciéndose a sí mismo—. Dormiré un poco.
Hairy Mike asintió.
—Sin embargo, tengo que ser el primero en hablar con Joshua —dijo Marsh. Se sentía realmente enfermo: tenía náuseas, fiebre y malestar. Era preferible acostarse un par de horas—. No puedo dejar que se entere por su cuenta. Se lamió los labios, que tenía más secos que el papel de lija. Usted vaya a hablar con Jeffers, explíquele como ha salido el asunto, y luego, antes del crepúsculo, vengan a verme uno de los dos. Y bastante antes del crepúsculo, ¿comprendido? Necesito al menos una hora para ir a hablar con Joshua. Le despertaré y se lo contaré y así, cuando llegue la noche, sabrá cómo manejar al resto de su gente. También sería conveniente que alguno de los marineros vigilara los movimientos de Sour Billy. Llegará el momento en que también tendremos que tratar con él.
—Deje que el río trate con él —insinuó Hairy Mike.
—Quizá lo hagamos —contestó Marsh—. Quizá. Ahora, me voy a descansar, pero acuérdese de despertarme un buen rato antes de que anochezca, ¿entendido?
—Perfectamente.
Y así Abner Marsh ascendió a duras penas la escalera hasta la cubierta superior, sintiéndose enfermo y más cansado a cada escalón. Frente a la puerta de su camarote, le invadió un súbito acceso de miedo. ¿Qué sucedería si, pese a lo que Jeffers había dicho, se había instalado uno de ellos en su camarote? Sin embargo, cuando abrió de par en par la puerta y dejó que la luz entrara en la habitación comprobó que estaba vacía. Marsh entró tambaleándose, descorrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara toda la luz y todo el aire posible. Después, cerró la puerta con llave y se sentó pesadamente en la cama para quitarse sus ropas húmedas de sudor. El camarote resultaba sofocante pero Marsh estaba demasiado agotado para advertirlo. Se quedó dormido casi al instante.
El sonoro e insistente golpeteo en la puerta de su camarote despertó por fin a Abner Marsh de su profundo sueño. Se estiró, todavía adormilado, y se sentó en la cama.
—¡Un minuto! —gritó. Se dirigió pesadamente hacia el lavabo, como un enorme oso desnudo recién salido de la hibernación y nada satisfecho de ello. Hasta después de haberse mojado la cara con el agua del lavabo, no recordó lo sucedido.
—¡Maldita sea por todos los diablos! —masculló irritado, contemplando las sombras grises que ocultaban ya todos los rincones del pequeño camarote. Detrás de la ventana, el cielo estaba oscuro y de color púrpura—. ¡Maldita sea! —repitió, tomando unos pantalones limpios. Dio cuatro pasos y se asomó a la puerta—. ¿Qué diablos significa eso de dejarme dormir hasta tan tarde? —le gritó a Jonathon Jeffers—. Le dije a Hairy Mike que me despertara una hora antes del anochecer.
—Falta una hora para la puesta de sol —replicó Jeffers—. El cielo está nublado, por eso parece tan oscuro. El señor Albright dice que vamos a tener otra tormenta —el sobrecargo se introdujo en el camarote de Marsh y cerró la puerta tras él—. Le he traído esto —dijo, tendiéndole el bastón—. Lo encontré en el comedor principal, capitán.
Marsh asió el bastón, ya más apaciguado.
—Lo perdí anoche —dijo—. Tenía otras cosas en la cabeza.
Alzó el bastón y lo apoyó en la pared mientras contemplaba otra vez el panorama por la ventana, ceñudo. Más allá del río, todo el horizonte occidental era una masa de nubes amenazadoras que seguían su camino como un inmenso muro de oscuridad que fuera a caer sobre ellos. No se podía ver el sol, y eso no le gustó.
—Será mejor que vaya a ver a Joshua enseguida —dijo, sacando una camisa del armario, y empezando el ritual de vestirse.
—¿Quiere que le acompañe? —le preguntó Jeffers.
—Tengo que hablar con Joshua a solas —dijo Marsh mientras se hacía el nudo de la corbata con los ojos en el espejo—. De todas maneras no las tengo todas conmigo. ¿Por qué no viene conmigo y aguarda fuera? Quizá Joshua quiera hablar también con usted y discutir nuestra estrategia.
Marsh se guardó para sí la segunda razón por la que quería que el sobrecargo estuviera cerca. Quizá fuera el propio Abner quien tuviera que llamar a Jeffers si Joshua se disgustaba a causa de la noticia de la muerte de Damon Julian.
—Muy bien —asintió Jeffers.
Marsh se enfundó su tabardo de capitán y asió fuertemente el bastón.
—Entonces, vámonos, señor Jeffers. Está oscureciendo demasiado.
El
Sueño del Fevre
navegaba veloz, con las banderas desplegadas batiendo al fuerte viento de la tarde y el humo alzándose de las chimeneas. A la escasa luz del cielo extrañamente púrpura, las aguas del Mississippi parecían casi negras. Marsh hizo una mueca y se encaminó resueltamente al camarote de Joshua York, siempre con Jeffers al lado. Esta vez no dudó ante la puerta; alzó el bastón y llamó. A la tercera llamada, gritó:
—Joshua, déjeme entrar. Tenemos que hablar.
A la quinta llamada, la puerta se abrió lentamente hacia adentro mostrando una oscuridad total, sofocante y silenciosa.
—Aguarde —le dijo Marsh a Jeffers. Entró en el camarote y cerró la puerta—. No se ponga furioso, Joshua —le dijo en la oscuridad, con un nudo en la garganta—. No quisiera molestarle, pero es muy importante y, de todos modos, ya está a punto de hacerse de noche.
No hubo respuesta, aunque Marsh captó el sonido de una respiración.
—Maldita sea —continuó—. ¿Por qué siempre tenemos que hablar en la oscuridad, Joshua? Me hace sentir terriblemente incómodo. Encienda una vela, ¿quiere?
—No.
La voz era cortante, baja, líquida. Y no era la de Joshua York. Abner Marsh dio un paso atrás.
—¡Oh, Jesús, no! —musitó. En el mismo instante en que su mano temblorosa encontraba la puerta a su espalda y la intentaba abrir, escuchó un crujir de ropas junto a él. Abrió por fin la puerta. Para entonces, sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y el simple reflejo púrpura del cielo tormentoso fue suficiente para darle forma por un instante a las sombras que cubrían el camarote del capitán. Abner vio a Damon Julian que avanzaba hacia él, rápido como la muerte y con una sonrisa glacial.
—Pero... Nosotros le matamos —rugió Abner, incrédulo, al tiempo que salía dando tumbos del camarote, tropezaba y caía prácticamente a los pies de Jonathon Jeffers.
Julian se detuvo en la puerta. Una línea fina y oscura, no más que el arañazo de un gato, surcaba la mejilla de Damon Julian allí donde Marsh le había abierto una terrible herida la noche anterior. Por lo demás, no se le apreciaba ninguna otra señal. Se había quitado la chaqueta y el chaleco y su camisa de seda con volantes no mostraba la más mínima mancha.
—Entre, capitán —decía Julian con voz tranquila—. No huya, entre y charlaremos.
—Usted está muerto. Mike le aplastó la cabeza hasta dejarla hecha una masa —dijo Marsh, atragantándose con sus propias palabras. No miró ni un instante a los ojos de Julian. Todavía era de día, pensó, y fuera estaba seguro, lejos del alcance de Julian hasta que se pusiera el sol. Sí, estaba seguro, siempre que no mirara a Julian a los ojos, siempre que no volviera a entrar en el camarote.
—¿Muerto? —sonrió Julian—. ¡Ah!, el otro camarote. Pobre Jean, deseaba tanto creer a Joshua, y mire lo que le ha pasado... ¿La cabeza aplastada, ha dicho usted?
Abner Marsh se puso en pie.
—Se cambiaron de camarote —rugió—. Maldito diablo, le hizo usted dormir en su cama.
—Joshua y yo teníamos muchas cosas que discutir —replicó Julian, al tiempo que le hacía nuevamente señas para que se acercara—. Vamos, capitán, acérquese de una vez, que estoy cansado de esperar. Venga y tomaremos juntos una copa.
—¡Al infierno! —respondió Marsh—. Quizá esta mañana nos equivocáramos, pero no volverá a ocurrir. Señor Jeffers, corra abajo y traiga a Hairy Mike y sus muchachos. Una docena podrán conseguirlo, supongo.
—No —dijo Damon Julian—. Nadie va a hacer tal cosa.
Marsh volvió su bastón en señal de amenaza.
—Claro que sí. ¿Va a detenerme usted?
Julian alzó la vista al cielo, ahora de un violeta oscuro mezclado de negro, formando un crepúsculo desgarrado y cubierto.
—Sí —dijo entonces, saliendo al exterior.
Abner Marsh sintió cerrarse sobre su corazón la garra fría y húmeda del terror. Alzó el bastón y gritó a Julian que se mantuviera a distancia con voz repentinamente chillona. Dio un paso atrás. Damon Julian sonrió y avanzó. No había suficiente luz, pensó Marsh con desesperación.
Y en aquel instante se oyó un susurro de metal sobre madera y Jonathon Jeffers se plantó limpiamente ante Julian, con el estoque de su bastón desenvainado y la afilada hoja formando círculos, intimidatoria.
—Vaya a buscar ayuda, capitán —dijo tranquilamente Jeffers, al tiempo que se colocaba bien las gafas con la mano libre—. Yo mantendré ocupado al señor Julian.
Agilmente, con la velocidad de un esgrimista experimentado, Jeffers avanzó hacia Julian, moviendo su arma. La hoja estaba afilada por ambos extremos y tenía una punta mortífera. Damon Julian logró echarse atrás a duras penas, y se le borró de los labios la sonrisa al ver pasar la cuchillada del sobrecargo a pocos milímetros de su rostro.
—Apártate —dijo Julian amenazadoramente.